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    MIGUEL PINTO, EL GIGANTE VENCIDO

Por Julio Enrique Ávila

(Autor de El Salvador, Pulgarcito de América)

La Academia Salvadoreña, correspondiente de la Academia Española de la Lengua me ha designado para decir este adiós al que fue miembro sobresaliente, empeñoso y digno compañero de labores; para que exprese su desolación ante el sitio que en su seno ha quedado vacío.

El dolor de las almas se acrisola en el silencio. Miguel Pinto, el gigante vencido, no necesita de apoteosis. Él, como el soldado de Marathon, logró llegar a la meta sin desfallecimientos ni vacilaciones, aunque el esfuerzo, superior a la humana resistencia, lo haya derribado.

Hay un silencio doloroso en torno a su cabeza augusta, que dice más que todas las palabras. No quisiera romper ese mutismo elocuente. El alma, en éxtasis de dolor, se concentra en sí misma y rinde su tributo más hondo y más sincero, el que no se expresa en palabras ni en signos, sino en abatimiento. El alma está abatida.

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El sufrimiento lo hizo fuerte. Cincuenta años de brega incesante, rompiendo molinos de viento, caballero armado de una pluma terrible y deslumbrante como la verdad; cincuenta años de mantener su espíritu ardiendo en el brasero de un ideal, deshaciendo entuertos, sufriendo desencantos y derrumbes; cincuenta años de palpar la miseria humana tras las columnas del periódico, le aceraron su musculatura, y ya parecía que hubiera de vencer la misma vida. Sin embargo, en él quedaba un punto débil: la emoción. El alma sensible que se conmovía ante cada pena, que hacía suyos los dolores de los hombres. Al fin cayó vencido. Pero vencido en la materia solamente, para surgir luminoso, como un ejemplo, en la eternidad.

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Miguel Pinto fue el último Girondino. Liberal en cuerpo y alma, luchó toda su vida por los ideales democráticos que consagró la gran revolución del Siglo XVIII. La libertad fue para él una obsesión, de allí que su alma palpitara siempre, llena de amor, por el pueblo que la conquistó para el mundo. Pero también amaba locamente la igualdad y la fraternidad, por eso todo extremismo fue rechazado por su espíritu, amante del equilibrio justo y la perfecta armonía. En la paz hubiera estado con Cincinato, en la revuelta con Mirabeau.

Se preocupó en todo momento por engrandecer su patria. En esta obra se enfrentó a menudo con gobiernos y pueblos, siendo su palabra, recta y valiente, muralla irreductible para la defensa de la justicia. Se opuso en forma desesperada a la contratación de empréstitos, que constituyen hipotecas para la libertad y la dignidad de las naciones, y a todo aquello que significara una mancilla para su país.

En política no fue nunca ni un opositor sistemático ni un partidario incondicional, fue sencillamente un hombre libre: UN HOMBRE

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En su panoplia de luchador, aparece una lanza rota en holocausto de otro hermoso ideal: la Unión Centro-Americana. La previsión vale más que la rectificación; y él comprendió y sintió que una patria unida, que no derrocha sus energías en estériles rencillas lugareñas y no gasta su sangre en vanos intentos fratricidas, puede evolucionar fácilmente, por los caminos de la paz, hacia la grandeza material y moral. Él sufría el peso de la responsabilidad- ¡peso abrumador por cierto! – que a todo ser consciente le toca por los desastres y los errores de los hombres. Por eso su vida fue una continuada protesta y una continuada prédica. Se rebeló contra la invasión extranjera en los campos fraternos de Nicaragua, y su palabra admonitiva pidió la unión para la defensa.

Más tarde, meditado y sereno, creó todo un proyecto para hacer viable esa unión, bajo los auspicios de una mutua comprensión y desinterés. Esfuerzo noble, bien orientado, que en momento oportuno surgirá del olvido y será luminaria el día glorioso de la realización.

Pero él fue más allá todavía. Se identificó con el sueño de Bolívar, y, desde su juventud, exaltó en épicas estrofas la creación de una América unida, grande y respetada.

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Más no fue sólo hombre recio, nacido y muerto en la lucha sin término. Como al propio Don Quijote, no le bastó con ir por los caminos de la vida deshaciendo entuertos e injusticias, fue también un soñador irredimible. Como él, tuvo su amada Dulcinea, lejana y casi imposible, pero por lejana e imposible, acaso más bella todavía: El Arte. Fue artista. Su alma se estremeció por lo suave y tierno de la tierra y amó a las cosas y a los hombres, como expresión de Dios.

Por igual su espíritu cultivó la estrofa y la melodía. Fue músico y poeta, es decir, fue dos veces armonioso. Su vena corría oculta bajo el fragor de la lucha; pero, impetuosa, lograba surgir entre el tumulto de la tarea diaria, y ponía calma y murmullos de arroyuelo en su espíritu visionario.

Entonces se dejaba llevar por la canción, y las lejanías, – en el espacio y en el tiempo – le abrían sus secretos, y pudo vislumbrar lo que aún no era, en el libro del Destino.

Fue providencialmente profético al escribir su Himno Continental – música y letra – que clama por la unión de nuestro continente. Plegaria por la paz, ritmo cautivador que pide la fraternidad de los hijos de América. Pasaron las décadas y los pueblos hermanos se han venido acercando, como los polluelos bajo el ala de la madre, ávidos de ternura y de mejor comprensión. Todavía logró ver el poeta, antes de morir, que su antiguo sueño no era una utopía, y que, con el tiempo, todos los hijos del continente pueden confundirse en un cálido abrazo.

El verdadero poeta es vidente. Ahonda en lo trascendental y lanza su profecía. Y las profecías se cumplen cuando son de místicos y de poetas….! ¡Plegue a Dios que ésta, tan alentadora, se convierta en realidad!

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En campos lejanos, añorando su sol tropical y su hogar tibio, lleno de mimos, se rindió a la muerte.

El dolor que agobia a su esposa y a sus hijos es compartido por todo un pueblo.

Su tierra, dolorida, le ha ofrendado las más verdes ramas de sus cipreses. En esta casa, que cobijó sus anhelos, sus desencantos y sus triunfos; en esta casa, albergue de la juventud, donde, estimulados por él, se han forjado mentes y conciencias, hay una angustia de pájaros con las alas rotas. En los cenáculos intelectuales, en las asociaciones estudiantiles y obreras, en todos los sitios en que alienta un ansia de mejoramiento, hay un silencio mojado de lágrimas.

Se fue, es cierto. Ya no veremos más su figura recta, enhiesta como un cedro, que los años no lograron encorvar; ni escucharemos su voz, que convencía y cautivaba pero nos lega un ejemplo para seguir y una quimera por realizar.

Hay un mutismo glorioso. El alma, en éxtasis de dolor, se concentra en sí misma y rinde su tributo más hondo y más sincero, el que no se expresa en palabra ni en símbolos sino en abatimiento. El alma está abatida.

San Salvador, agosto 30 de 1940

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