(por Carlos Bucio Borja)
Los últimos años he tenido un interés agudo en el concepto contrato social.
Mi primer encuentro académico con el concepto provino de alguna discusión del padre Segundo Montes en alguna de sus cátedras de sociología en la UCA, aunque en la biblioteca de casa yo ya había recorrido de manera fugaz algunas ideas de la Ilustración y un libro de apuntes sobre etnografía de Marx y Engels. Luego, en el contexto de la guerra civil, la cual me atravesó y yo atravesé en periferias que, además de urbanas, parecían materializarse como en un sueño, me preguntaba sobre el enfrentamiento entre diferentes órdenes sociales —y de poder—: el establecido, el hegemónico, y el nuevo orden que nosotros, los insurgentes, queríamos establecer. Alguna vez, muchos meses después de la Ofensiva, le pregunté a un mando estratégico: ¿Qué sería lo que conquistaríamos?… ¿Comunismo?… ¿Socialismo?… ¿Qué clase de socialismo?… El Compa no me metió paja: ya no sería Cuba ni Nicaragua, sino algo parecido entre México y Francia. Bien: lo que conquistamos con los Acuerdos de Chapultepec el 16 de enero de 1992 fue la —benemérita— democracia burguesa, ayer denunciada, hoy anhelada, y hasta revolucionaria, dado el fango histórico al que hemos retrocedido.
Mi segundo encuentro académico con el contrato social fue en la Universidad de York en Canadá, en una clase de Teoría Política con el profesor Stephen L. Newman. En sus seminarios navegué los conceptos del contrato social de Thomas Hobbes, el “terrible y pragmático,” y el “bueno” Juan Jacobo Rousseau, con quien siempre me he identificado, más que por su bondad, por su vida aventurera y romántica, y quien creo siempre estuvo en las habitaciones de Marx como una especie de sombra de Peter Pan, no discutido explícitamente, pero sí de manera implícita en cuanto a las luchas emancipatorias de las pobres carnes humanas presas de la ideología.
En términos básicos y generales, el contrato social es la noción de que las personas se ponen de acuerdo, configurando sociedades, ya sea de manera explícita, a través de constituciones políticas, o de manera implícita, también en el contexto de estados sin constituciones —pero reglamentados— y otras instancias donde formas de poder deben ser negociadas y establecidas, incluso en nuestros hogares, etc. En términos de los estados, Thomas Hobbes, filósofo inglés y testigo de la guerra civil de esa nación durante el siglo XVII, la primera revolución burguesa, creía que las personas eran naturalmente egoístas, y a fin de que este egoísmo fuera regulado, se necesitaba un líder duro y brutal. Estas ideas las elaboró y condensó en Leviatán (1651). Hobbes basó su metáfora del Estado en la figura bíblica del monstruo Leviatán (Job 41:1-34). Rousseau, suizo, en cambio, creía que la naturaleza humana era “bondadosa” y que esta se corrompía por la sociedad, de manera tal que, en El contrato social (1762), abogaba por la voluntad del pueblo, haciendo énfasis en la libertad y la democracia.
En su juventud, Marx habló sobre la pobreza intelectual de su tiempo. Quizás él debió ser menos duro y acusar las condiciones materiales que producían las taras aludidas. En El Salvador de hoy, la mayoría de intelectuales se enfrenta a limitaciones similares: la mayoría de analistas e intelectuales que tienen alguna noción sobre el contrato social lo adjudican simplemente a la cuestión de las leyes, en particular la constitución política (en este pasaje omito la “C” mayúscula de nuestro principal código legal, intentando apuntar más a mi idea). En realidad, el contrato social también tiene dimensiones sociológicas y antropológicas que se entrelazan con diferentes dinámicas de poder, tanto en el contexto de los estados modernos como en las sociedades meramente tribales, o incluso entre bandas al margen de la ley y el Estado. Me consta, lo he constatado. Pero este sería un tema para tratar en otro espacio.
Recientemente, en el vigésimo Encuentro Empresarial de Padres e Hijos 2025, celebrado en El Salvador a finales de febrero de este año, y cuyo anfitrión fue el presidente de facto, Nayib Bukele, al explicar y promover su visión del combate a la delincuencia, declaraba: “El Estado es Leviatán”. Días más tarde, el Estado leviatánico de Bukele —un estado inconstitucional y secuestrado— demostraba su naturaleza dictatorial con la captura de Fidel Zavala, portavoz de la Unidad de Defensa de Derechos Humanos y Comunitarios de El Salvador (UNIDEHC), José Alberto Pérez Ramírez y María Margarita Flamenco, líderes comunitarios de La Floresta, así como el cateo violento de la activista de derechos humanos Ivania Cruz Joya.
Durante el discurso que propició mi arresto el 4 de febrero de 2023 en la escuela Concha Viuda de Escalón, yo declaraba: “Este día el dictador Nayib Bukele ha cimentado un contrato social efectivo con el pueblo salvadoreño”. Insisto sobre esa idea, pero ahora con mayores referentes históricos: la muerte brutal y con claros signos de tortura de Alejandro Muyshondt, ex asesor de seguridad del bukelato, el mismo día de mi liberación; el helicopterizaso de septiembre de 2024; y más recientemente las capturas y acosos que he señalado arriba.
Tanto Hobbes como Rousseau explicaron, desde diferentes perspectivas, sus nociones del poder en torno a la compleja y tensa relación entre el Estado y los grupos sociales. Marx explicó y elaboró sobre dicha dialéctica. Yo asumo la postura optimista de Rousseau —a pesar de su excesivo optimismo— y la claridad aguda de Marx, quien nos señala hacia una segunda Ilustración, y sé que eventualmente derrotaremos la dictadura leviatánica que hoy nos oprime.
Venceremos.
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