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Vulnerabilidad: el sinónimo geográfico de pobreza (2)

René Martínez Pineda
Sociólogo, UES

El pueblo -como posición ideológica- debe recuperar la responsabilidad histórica de no sucumbir frente a los males crónicos de la desigualdad social expresada en los miles de cesados tras la hojarasca de las crisis; los miles de muertos a manos del virus; los miles de expulsados de la escuela y la universidad por falta de recursos; los miles de lanzados a la frontera del norte que a diario despedimos de El Salvador que no los salva. Desde la perspectiva sociológica lo social implica, por acá, estudiar la economía política desde la que se pueden criticar las relaciones del poder político y su interés por montar o desmontar las condiciones de bienestar social; y, por allá, el constructo teórico basado en la palabra como reflejo de la conciencia que decodifica la realidad.

Lo anterior es relevante al abordar tres hechos constitutivos de la existencia: enfermedad, muerte y migración, todos ellos determinados por mucho más que la propia muerte, enfermedad y el eterno sueño de huir de una pesadilla. Lo que determina enfermarse y morir no es únicamente el inevitable contagio de infecciones, sino los procesos de deterioro de la salud provocados por la pobreza, la desigualdad y la inacción de las instituciones estatales que juegan a ser cómplices y, con ello, obligan a emigrar. El estudio de esos hechos demanda otra epistemología debido a que ni las teorías de la ortodoxia económica (Banco Mundial, Fondo Monetario), ni la sociología dietética construida sobre la base del liberalismo político salvadoreño han explicado por qué la justicia social no ha podido construirse en los últimos cuarenta años a pesar de una guerra civil que la tuvo como bandera; ni tampoco han logrado generar, con sus modelos comprensivos, una revolución político-democrática para garantizar una vida digna para todos.

Analizar lo social demanda formular una idea sociológica que redimensione la dignidad colectiva como rectora del pensamiento social y posibilite repensar la lógica del Estado y la de las decisiones de política pública, en aras de construir un modelo de sociedad del bienestar como forma de democracia. Tal idea es la de “Vulnerabilidad como control social”, la cual permite replantear la lógica con que se piensa lo social abriendo la posibilidad epistemológica de criticar el poder político que usa al territorio como arma que impacta en la morbilidad y mortalidad, en tanto producto de un sistema de organización política, económica, social y cultural ideado para la desigualdad y exclusión social de las mayorías.

La “vulnerabilidad como control social” parte de preguntar: ¿Qué es ser vulnerable y controlado? Si se piensa en las propuestas de otros siglos, es evidente que ese concepto no formaba parte del debate teórico ni de la jurisprudencia como único, aunque falso, socorro de los pobres que no tienen acceso a la educación y a un salario digno. Resolver el problema de la vulnerabilidad es una cuestión ética y revolucionaria, debido a que los derechos sociales sólo son concretos cuando la justicia social es la esencia de la doctrina político-económica. Y es que la pobreza y la vulnerabilidad caminan de la mano sin mostrar variaciones significativas en el transcurso de las décadas. A lo sumo, las clases dominantes disimulan la existencia y promoción de ambos hechos recurriendo a la falacia grotesca de la caridad social (asistencia social), grotesca en tanto que el filántropo necesita que exista el mendigo con el que ganará un puesto en el cielo.

Hoy, tanto los vulnerables extremos como los pobres en general son lo que podemos llamar “saldos rojos de la revolución y de la corrupción”, en tanto éstas han negado el acceso a la justicia social que le permitiría a las personas contar con los recursos necesarios para hacer frente a las dificultades y amenazas que le impone el contexto. En otras palabras, la vulnerabilidad se expresa en grandes grupos de personas que por sus precarias condiciones económicas (estructurales o coyunturales) han perdido, total o parcialmente, la capacidad para ejercer por sí mismas sus derechos y solucionar sus peligros más urgentes. En ese sentido, la vulnerabilidad sólo se supera cuando la sociedad (modificada en su condición de excluyente) construye el espacio para el ejercicio pleno de los derechos de los vulnerables; o cuando las personas recobran su autonomía y posibilidad de supervivencia porque tienen un acceso más o menos libre hacia el bienestar y el desarrollo que les permite salir, de una buena vez, de su “estado de calamidad intermitente” sin necesidad de mendigarle al Estado, aunque en ocasiones debe exigirla como pago por el pago puntual de los impuestos.

Si se pone atención a la definición hay una cuestión que provoca una reacción inmediata: en sentido estricto todas las personas estamos siempre y de algún modo en “estado de calamidad intermitente”. En pocas palabras, la vulnerabilidad como control social que usa al territorio -o a los ingresos- sólo se puede superar superando la pobreza, o sea superando la carencia social que impide el acceso pleno a los derechos inherentes al desarrollo integral que les permitiría superar todas las situaciones de riesgo inminente o de discriminación recurrente. Según lo anterior, la vulnerabilidad está atada a las nociones de “discriminación o riesgo”, las cuales generan la existencia de distintos niveles de ciudadanía.

Entonces, el constructo teórico que aborda la vulnerabilidad como control social y como sinónimo geográfico de la pobreza es elemental para la redacción e impulso de políticas públicas pensadas para erradicar la desigualdad social y, además, para decodificar, como parte de la sociología de la cotidianidad, el drama humano que implica vivir en las condiciones citadas: a merced del río sucio que nos arrasa sin clemencia; o a merced del feroz vaivén de las crisis capitalistas que dejan tirados a los pobres en las calles del desempleo; o a merced de las endebles faldas de un volcán que vomita su hastío sobre las casas; o a merced de los sismos consuetudinarios de los barrancos que nos asustan con su incesante crujir. Por ello, es menester crear un espacio comprensivo de la vulnerabilidad para develar que, por un lado, dicha vulnerabilidad no se produce o complica solo por cuestiones surgidas de la privación en el goce de ciertos bienes y servicios; y, por otro, que la vulnerabilidad está asociada a hechos de carácter estructural que pueden ser profundizados por hechos coyunturales tales como una pandemia o un huracán.

Finalmente, debemos reconocer que la vulnerabilidad -que hoy sentimos en carne propia debido a las lluvias- no ha sido una preocupación de los gobiernos ni de la sociología y, por tal razón, no se ha tenido como parte esencial de la crítica al poder político y económico que tienen en su base la desigualdad social, el despojo de lo público y la exclusión masiva. Sin embargo, siempre hay una tregua: cuando después del huracán el sol se baje de la cama formada por el cielo, llegará esa hora festiva que le dará unos ojos hermosos y almendrados al día. Entonces descubriremos que debe ser muy triste regresar a las calles sin haber batallado.

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