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¿Qué nos espera después?

René Martínez Pineda
Sociólogo, UES

Hace un año se decretó la primera cuarentena masiva en El Salvador para frenar el contagio por Coronavirus –lo cual fue una medida atinada- y ya es hora de construir reflexiones con respecto a la vida en sociedad desde la lógica de dos epistemologías de la sociología: la de la cotidianidad y la de la nostalgia. En términos rígidos, la pandemia dejará de ser “el nuevo miedo” y “la nueva excusa” en unos dos años, y eso es relativamente rápido en la historia de las pestes que han asolado al mundo transformando el contexto y paradigmas político-sociales de las naciones afectadas. En el caso de los países en los cuales la pandemia coincidió con eventos electorales, el escenario se complicó y aclaró, al mismo tiempo, debido a que se dio la posibilidad de que las medidas tomadas fueran las consejeras electorales y, en esa lógica, se espera que la transformación social y cambio de paradigma político después de la locura colectiva propiciada por la peste empiecen a caminar solos dentro de dos años y, siendo así, el fin de la pandemia no es un punto de llegada, es un punto de partida, similar a esperar que la noche se haga día en medio del jadeo carnal de las esperanzas ya perdidas.

Ciertamente, podemos afirmar que este ha sido el virus que, al sembrar el pánico, volvió loco al planeta –puso patas arriba lo que todavía no lo estaba- y después de un año de cohabitar con él sufrimos el virus del virus (exclusión social con coartada), lo que se constituye en otra forma de confinamiento llevado a la categoría de castigo divino que, al menos en nuestro caso, nos ha obligado a cuestionar –con nuevos criterios- nuestro sistema político, como un intento agónico por volver a las relaciones sociales piel a piel que forjan la solidaridad social y como nuestra versión de la vacuna para recuperar el tiempo perdido en el que la distancia nos hirió y las noches fueron más frías.

Después de un año de pandemia y cuarentenas diversas, el capitalismo digital sigue amenazándonos con meternos en una computadora para facilitar las nuevas expropiaciones (la casa convertida en aula y en oficina) y para evitar el contagio de la conciencia social y la protesta que la signa. Y entonces la nostalgia toma la palabra y nos pregunta-reclama que ¿hace cuánto que no realizamos el ritual disciplinado de prepararnos para ir a trabajar y compartir con los compañeros?, ¿hace cuánto no vamos sin máscaras a un lugar público para hacer público nuestro júbilo por compartir cara a cara con los otros?

Ya sea que lo cataloguemos como un castigo o como una prevención inevitable, lo cierto es que el confinamiento social nos está quitando las virtudes y querencias del contacto humano civilizatorio. Todos los paradigmas de las relaciones sociales y de las ciencias sociales se verán afectados –más allá de las vidas y el dinero- si es que se consolidan los hábitos de alejamiento en el marco de una reconversión industrial hacia lo digital. Y es que, de forma leve o dura, la pandemia hará que rompamos patrones como el de besarnos de mejilla con personas que apenas conocemos o con extraños, cuestión que antes del coronavirus era un protocolo de presentación social. En el caso de El Salvador, las elecciones municipales y legislativas de febrero sirvieron de consulta sobre la gestión gubernamental y fueron una especie de afirmación de que “lo políticamente viejo tirado a la derecha extrema no sirve” (porque genera pobreza sobre la pobreza y porque la corrupción es su mayor virtud), y ello obliga a que, de aquí en adelante, se tendrá una mayor obligación de hacer algo distinto. Hacer algo distinto es hacer de la indignación un plan de gobierno y comprenderla como experiencia fundacional de la sociología política; hacer algo distinto es hacer lo ya exigido antes del virus: construir la lógica económica y política contra la polarización (resultado de la exclusión y la desigualdad social), la cual avanzó en las últimas tres décadas de la mano de las ultraderechas y de las derechitas disfrazadas de izquierda.

Ahora bien, está claro que generar pobreza sobre la pobreza y “elitizar” con eficiencia la riqueza nacional es lo que mejor saben hacer las empresas globales, muchas de las cuales encontraron en la pandemia la solución a las crisis de realización que sufrían, cosa que no pudieron hacer las pequeñas y medianas empresas que explotaron como palomitas de maíz. Esas pérdidas económicas se traducen, en el mediano plazo, en pérdidas socioculturales de lo que tiene que ver con la conciencia social; la solidaridad como política exterior e interior; los afectos de piel con piel como embrujo de la memoria; la construcción de pequeñas territorialidades; los grandes logros sindicales sin sindicalistas corruptos o aburguesados; la comprensión del individuo como cuerpo-sentimientos que se muere por besar y abrazar a los seres queridos debido a que el contacto es la reproducción de uno en el otro.

Esta pandemia, como versión cobarde de los conflictos militares, se constituyó en la Primera Guerra Mundial en suelo americano, y entonces dejamos de imaginar cómo se vive en carne propia un conflicto de ese tipo; y entonces dejamos de imaginarnos como especie en extinción; y entonces dejamos de imaginar cómo sería el continente sin humanos. La magnitud de lo vivido este último año nos ha hecho comprender una paradoja –a ricos y pobres por igual- que dependemos del otro para poder salvarnos; que dependemos del otro para poder comer; que dependemos del otro para poder reír; que dependemos del otro para darle un rostro humano a la felicidad; que dependemos del otro para sabernos nosotros.

En el corto plazo, la necesidad más apremiante será que la gente -la que vive en la desigualdad y en la pobreza- buscará revivir al sistema intimista que estaba antes de la peste. La primera y última inercia será ese volver a los días en que las personas miraban al cielo de noche por pura impotencia: ellas aquí, sufriendo la artritis de la cuarentena; sus seres queridos allá lejos, suspirando el confinamiento de la nostalgia. La fuerza de esa inercia nos dirá si la sociedad va a cambiar para bien o para mal en lo afectivo. El contacto humano nos distingue a los salvadoreños; estamos hechos de abrazos y besos sin despedidas.

Por el resto de nuestras vidas recordaremos esta pandemia como antesala de la transformación social. En determinados momentos la nostalgia nos hará sentir solos de nuevo, nos recordaremos solos y con miedo.

El aire, como cuando iniciamos el confinamiento más feroz de nuestras vidas –sólo comparable con los momentos más duros de la guerra- se nos evaporará en el pecho como agua en el desierto. La vida se acortará recordando a los muertos –nuevos y viejos- si por negligencia dejamos que desalojen nuestro pecho. ¿Por qué ya no pasa el bus que nos llevaba directo a los brazos de quienes amábamos hasta lo indecible? Porque el mundo que llevamos dentro del armario del pecho no nos da el poder de la resurrección al tercer síntoma.

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