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El mejor Estado es aquél que es posible en la realidad

El Portal de la Academia Salvadoreña de la Lengua

EL MEJOR ESTADO ES AQUÉL QUE ES POSIBLE EN LA REALIDAD

Eduardo Badía Serra

Miembro de la Academia Salvadoreña de la Lengua

“Las muchedumbres tienen muchas cabezas,

pero ningún cerebro”

Gregorio Marañón

Hablemos, pues, de la democracia. Ya he puesto algunas ideas en la anterior columna. Vamos ahora a tratar de ahondar un poco. ¿Cómo? ¡Hagámonos preguntas! El hombre se hace preguntas, debe preguntarse siempre, inte­rrogarse, cuestionarse, presionarse a sí mismo. No importa la respuesta. Es la pregunta la que importa. Entonces, en esto de la democracia, hagámonos preguntas, es importante. Yo parto de una que considero central, importante, orientadora: ¿Porqué tan­ta gente prominente, tanto intelectual respetado, tanto pensador consciente y estudioso, tanto académico eminente, cuestiona la democracia, e incluso la rechaza? Esto, como punto de arran­que, podrá darnos una idea adecuada para poder posteriormente encarar el asunto con mayor detalle.

He citado anteriormente la lapidaria frase de los sacerdotes de Egipto a Solón, “Oh, atenienses, ¡no sois más que unos niños!”, refiriéndose a la candidez con la que el nuevo pueblo griego ha­blaba de la democracia como panacea para su sistema político. En realidad, no fueron los griegos precisamente grandes amigos de ese sistema. En sus círculos de intelectuales y escogidos le sentían desconfianza, duda, e incluso hasta desprecio. “El ge­nio trasciende de la humildad de la vida diaria y eleva incluso al menos importante de los hombres hasta el Olimpo siquiera por unas horas. Nunca es democrático, porque la democracia es algo destructivo, urdido en las mentes inferiores de los hombres envidiosos. El genio es aristocrático, discriminador, radiante, selectivo, y abjura de todo lo que es mediocre, plebeyo y mun­dano”, decía Zenón de Elea, el gran parmenídico. Lo dicho por Zenón dispara el pensamiento griego en su íntima esencia. Con ello quiero puntualizar que hay que ver, al menos críticamente, esa afirmación de que los griegos son los padres de la demo­cracia, como se suele decir ligeramente. Sócrates, incluso, el maestro de la ironía, de la moral, del ejemplo, de la vida austera, gran figura griega, a quien precisamente la Atenas sacrificó por oponerse a las leyes y a las normas constituidas, le decía a su amigo Glaucón, según relata Platón en La República, “¿No es, y esto es lo que quería decir, este amor a la libertad, llevado has­ta el exceso y acompañada de una indiferencia extremada por todo lo demás, lo que pierde al fin al gobierno democrático y hace la tiranía necesaria?”.

Se dice que sólo en la democracia, el hombre vive en libertad. Analicemos un poco lo anterior: La democracia exige y nece­sita de las instituciones, el Estado la mayor de ellas, y luego, las leyes. Pero sabemos que el Estado y las leyes no son más que restricciones del hombre sobre sí mismo. A más leyes, a más Es­tado, menos el hombre goza de su libertad natural y deja de ser él mismo para ser muchedumbre, que se rige por la norma, por el deber ser, por el principio, negándose a sí mismo. Es precisa­mente lo que le sucedió a Sócrates. Él se opuso a que el Estado rigiera la vida de los jóvenes, y el Estado entonces le condenó por violar las leyes y las normas del Ática de aquellos tiempos.

Platón pugnaba por un estado de justicia y no por un estado de derecho. Y continuaba diciendo, siempre en La República, que cuando en una sociedad se dan abusos de las clases dominantes sobre las mayorías, es perfectamente lícito nombrar a un ciuda­dano que con plenos poderes formule leyes que tengan en cuen­ta los derechos de las clases inferiores y repriman los abusos de las clases dominantes. Los griegos lo hicieron, los llamaron Tiranos; posteriormente, los romanos les llamaron Dictadores; pero estos Tiranos y Dictadores no eran gobernantes despóticos, como ahora se les conoce, sino personas que ejercían el poder con fuerza y con decisión, pero también con orden y en libertad. Tiranos fueron, en Grecia, por ejemplo, magníficos gobernan­tes, como Solón, quien reformó las leyes para lograr la paz so­cial; Pisístrato, cuya larga tiranía familiar favoreció a los pobres, distribuyó las riquezas y las tierras, estimuló la agricultura, desa­rrolló la industria y el comercio, e incluso embelleció la ciudad; Clístenes, quien democratizó las leyes de Solón, eliminando en la práctica las distinciones de clase, con lo que Atenas se tran­quilizó y obtuvo la paz; Pericles, quien dio a la democracia su organización definitiva, haciendo que todos los ciudadanos, in­cluso los pobres, tuvieran acceso a los cargos del Estado; Trascí­bulo, quien restauró la democracia en Atenas luego del dominio de Esparta. Todo ello sucedió durante los siglos VI y V a.C., el famoso y enigmático “tiempo guía” de la humanidad, y debe decirse que Solón, Pisísitrato, Clístenes, Pericles y Trascíbulo no surgieron precisamente de las clases desposeídas sino de las clases medias y nobles, y no gobernaron, digamos, muy demo­cráticamente. Sólo remato con un ejemplo: Quien ha estado en Roma, la ciudad eterna, ¿cómo no se ha admirado del imponen­te espectáculo que nos ofrece, tantos siglos después, el gran Foro Romano y el legado que él dejó al derecho y a las leyes?

Debo hacer aquí una consideración que considero importante: No es que la democracia sea un sistema político de gobierno que no haya que considerar. Más bien, es que, como he dicho, hay pueblos que son para la democracia, y pueblos que no lo son; y has momentos y condiciones que son para la democracia, y momentos y condiciones que no lo son. Voy al caso de El Sal­vador: No es que en El Salvador no convenga la democracia; probablemente sea un sistema al que deba darse la mejor de las consideraciones; el asunto es que El Salvador no está listo para la democracia, ni lo ha estado nunca. Para llegar a un verdadero estado democrático en nuestro país, o siquiera, aceptablemente democrático, se necesitan algunas condiciones previas que hay que cumplir. En primer lugar, orden, orden en libertad. En el desorden, en el caos, en el libertinaje, en un país en donde rei­na el “sálvese el que pueda”, la democracia no es posible, ni siquiera pensable. La democracia ateniense tuvo precisamente eso, orden y libertad; tuvo el logos, la razón, la filosofía, en una palabra, la matemática, la ciencia, el arte y la cultura. Tuvo unos Esquilos, Sófocles y Eurípides, unos Aristófanes y Menandros, Homeros y Hesíodos, Ictinos y Calícrates, Fidias y Praxiteles, Seuxis y Parrasios, Tales y Pitágoras, Hipócrates, Herodotos, Tucídides y Jenofontes; Sócrates, Platón y Aristóteles, Simó­nides, Anacreontes, Alceos y Safos; Arquitas de Tarento y Eu­clides; y sobre todo, sus Solón, Pisístrato, Clístenes, Trasíibulos y Pericles, y sus Ágoras y Aerópagos en donde se discutía la realidad y el futuro.

Pero la democracia, en una realidad donde impera el desorden, el caos, el libertinaje, la corrupción, y sobre todo, la ignorancia, la incultura, la pobreza, y más aún esa brecha inhumana y sangran­te entre la pobreza extrema y la riqueza superlativa y golpeante, a lo único que lleva es a su degeneración, la demagogia, el despo­tismo más execrable e intolerable, el ocio de las muchedumbres, y una estructura social compuesta por, como se dice, “zánganos con aguijón y cobardes sin aguijón”.

Claro, no hablo aquí de que, ante la falta de condiciones para llegar a ser un Estado democrático, hay que recurrir a una dic­tadura, o a un despotismo, o a una tiranía. No es ya el tiempo para esto. No se trata de encontrar iluminados o polipavos que crean que son enviados especiales llegados del topos uranos para que resuelvan el caos y la desarmonía en que vivimos, dejándo­nos las ideas puras. Menos aún si lo hacen golpeando al pueblo y lacerando sus instituciones, por débiles que estas sean. Al or­den en libertad se llega conjugando una razón vital que aclare el horizonte al que caminamos irremediablemente. No es cosa de tiranos o dictadores, emperadores o demagogos, sino de go­bernantes que a través de la cultura y la educación lleven a sus pueblos al orden y a la libertad, preparándolo, ¡entonces sí!, para que puedan aspirar a una real y verdadera democracia. ¡No hay de otra! ¡Lo demás, es fantasía pura!

Vamos a ir acercándonos a lo nuestro, pero considero que hay que vaciar un poco la historia para disponer de elementos em­píricos que nos ilustren y permitan confrontar la realidad con la doctrina. No hay que desesperar. Había que hablar de la de­mocracia, y del estado de derecho, y de las instituciones, y de las leyes, y de los pesos y contrapesos, y de la constitución, y de la gobernabilidad……¡así me lo sugirieron!, aunque creo que de eso habla el país en la práctica todos los días, no muy saluda­blemente, por cierto. Leamos a Montesquieu, de quien quisiera anticipar aquello que afirmara en el espíritu de las Leyes: “En el gobierno, incluso en el popular, el poder no debe caer jamás en las manos del bajo pueblo”. Así decía Montesquieu, a quien hay que saber leer, y no sólo parafrasear.

“Solón fue grande y sabio, -dice la bella Aspasia a su maestro Eneas-; deseaba establecer una República, pero Atenas había caído en la democracia. En eso se basa la gran tragedia del go­bierno, porque la democracia es peligrosa. En la democracia, los gobiernos obedecen, no a las leyes, como debiera ser, sino a las masas, caprichosas y violentas, o a los intereses de los podero­sos, que son ambiciosos y avaros”. Esa era la condición. ¡Cuánta razón tenía Aristóteles cuando afirmaba que “el mejor Estado es aquél que es posible en la realidad”

Antecedentes, pues, hay. Mucho que revisar. Nuestra Constitu­ción, en su Artículo 85, Título II, dice que “El gobierno es repu­blicano, democrático y representativo”. Esta es una de las famosas “cláusulas pétreas”, es decir, eternas; nacieron con el tiempo, con el espacio y con la masa, antes del big bang. Cuando el univer­so, dentro de unos setenta y cinco mil millones de años, si nos atenemos al modelo de Riemann del universo inflacionario es­férico, sea ya totalmente una sopa de fotones y bariones, como nuestra Constitución seguirá siendo pétrea, lítica, y póngida, nuestro país continuará siendo republicano, democrá­tico y representativo.

¡Déjenme terminar recordando un poco mi tema ante­cedente! Decía Schopenhauer: “Un hombre, si no ama la soledad, no amará la libertad; porque sólo cuando se está solo se es realmente libre”.

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