El dueño del cadejo

Mauricio Vallejo Márquez

Escritor y Editor suplemento Tres mil

 

Don Mincho era el vigilante nocturno de mi colonia, el Sereno. Un señor regordete y de mediana estatura que parecía moverse como si tuviera una pelota entre las piernas y afirmaba pintarse el pelo de rubio gracias a la maravillosa acción de “choyarse” una semilla de mango en la cabeza, consejo que aseguraba efectivo. Llevaba en su regazo un machete pulido de 24 pulgadas que aseguraba saber usar mejor que cualquier samurai. Sin embargo, jamás lo vi blandir el arma. Vestía una chaqueta de cuero y una gorra de la cual doblaba en la parte de atrás porque aseguraba que el mozote le molestaba

Don Mincho se miraba serio, pero era todo un relajo. Tenía la afición de arrojarse gases sonoros y una ligera risa que parecía el tronar de un hule que mueven hasta el cansancio. Se quedaba dormido en los parqueos de las casas y tenía la virtud de levantarse a las 12:00 de la noche y pitar con su pito de sereno.

Me gustaba sentarme junto a él para que me contara sus aventuras con el Cipitío y la Siguanaba. Porque, en sus tiempos libres era cliente de una de las innumerables cantinas de San Ramón y siempre tenía alguna experiencia con estos seres. Lo que más me repetía era que tuviera cuidado con el Cipitío porque era bandido, lo esperaba a uno tras los postes para quitarle la cartera con un cuchillo. A este Cipitío lo conocí después, todos lo conocían como el Toba, un mañoso que parecía niño.

Un día nos confeso que se sentía solo. Que trabajar por las noches ya no era tan divertido, a pesar de que había visto parejas haciendo posturas acrobáticas dentro de los carros amparados por la oscuridad, y había observado múltiples veces como arrastraban a Bolsa de crema dentro de la casa, un bolito que vive cerca y ahora vive para el ejercicio. Se sentía solo, así que nos dijo que iba a buscar un cachorro de cadejo para que estuviera con él. Todos nos quedamos viendo como si acaba de decir una locura. Total, de don Mincho podríamos esperar de todo, porque hasta aseguraba que había dejado embarazada a la Siguanaba y que por eso ello lo andaba siguiendo.

Así pasó una semana, y don Mincho seguía caminando solitario por las sendas de la colonia. Tanto tiempo se comenzó a acumular que hasta me olvidé de lo que decía don Mincho.

Un día al salir de mi casa había un chucho negro delgado y con toda la pinta de aguacatero frente a mi casa, me miraba con los ojos como llamas. Me observaba con tanto detenimiento que no me permitía salir. Y escondido entre las hojas de un laurel de la India se escuchó aquella risa de hule tenso meneado con fuerza. El chucho se alejó y escuché sus pasos como cascos de cabra en el cemento.

—¿Consiguió ayudante?

—Sí, pues. Me costó, solo me querían dar de los blancos, amiguito. Pero esos no me sirven. Yo quería el negro para que arranque pedazos. Un cadejo que asuste.

Y el chucho no dejaba de verme con esos ojos que parecían dos brasas encendidas, inmuto esperando que el amo siguiera hablando. Estaba calmado, pero no se veía manso

—¿Cómo lo va a llamar?

—¿Y cómo cree? Como lo que es: Peligro.

Desde aquella noche cuando el silencio lo inunda todo, se escuchan los pasos del Peligro en la colonia acompañando la soledad del Sereno.

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