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El contagio

René Martínez Pineda
Sociólogo, UES

Bajo el azote de esta cuarentena tan feroz e íntima como la que, bajo la alarma de los fusiles y las capuchas negras, nos impuso la dictadura militar a quienes estábamos infectados con el aritmético virus de la conciencia, la pregunta que recorre con mascarilla los patéticos pasillos de la soledad en medio del tumulto es: ¿Cuál será el mañana del hoy que nos aflige más allá de lo indecible y lo perdonable? ¿Existirá todavía el ignoto y tibio amanecer de pasión carnal y amor solidario abriéndose paso entre las fobias y las fiebres y los hospitales de hoy?, ¿llegará la esperanza de que todo saldrá bien como un pájaro que tirita de frío y nostalgia en el árbol que jamás abandonó a pesar del contagio?, ¿llegará de nuevo la cordura como un rayo moribundo de luz y tronidos?, ¿la memoria nos cubrirá como densa nube sin agua contaminada para caer en los techos y lavar nuestros pecados y enfermedades?, ¿o llegará como leve milonga sin voz de dolor?

Cuando el hastío de la rutina muerde, sin piedad, me pregunto si los dos millones de palabras que he publicado -sin sacarle punta al lápiz ni una vez-, junto a los mil millones de palabras que he dicho sin tomar aire, a razón de treinta y cinco palabras por minuto, ¿van a ser capaces de navegar con leve éxito sobre las aguas turbulentas del alma posencierro hasta atracar en el viejo muelle de la alegría nueva de estar juntos sin estar a la par uno del otro?, ¿o las malditas pasarán de largo sobre el monorriel del horizonte sin siquiera mirarme con ojos de esdrújula aun sabiendo que yo las parí sin necesidad de vientre ni hipérboles?

Las manos del migrante o del exiliado aprendieron a acariciar, en silencio y a solas (porque siempre tuvieron la esperanza de que toda la ausencia podía terminar al día siguiente) hoy son una táctica de quien cuenta los días de su personal diluvio en un hospital, pero si el encierro resulta ser social y culturalmente peor que la peste monárquica, me pregunto si mañana las manos de nosotros podrán recordar la rutina venérea y la mística elemental de la caricia. Las preguntas se acumulan en la incertidumbre de la certeza elemental. ¿Los infectólogos, los demagogos, los alarmistas, los sensatos, los policías y los políticos repartirán orgasmos diluvianos en los mercados y nos enviarán al correo electrónico de tiempo el llanto que no hemos podido derramar por falta de huevos o salvoconductos?, ¿todos ellos en un concubinato absurdo y mediático vendrán hasta la puerta de mi casa, como espectro chocarrero, a buscar mi inenarrable amor por el pueblo para luego salir a librarlo de todo mal… amén?

Los dolores de coyuntura, las heridas históricas y las heridas carnales que supuse estaban libres de toda infección ¿empezarán a palpitar y a supurar de nuevo como panal sin sus abejas? Las heridas mías y las de los otros que nos ocultamos en nuestras individuales cavernas ¿podrán hacer memoria de todas y cada una de las gotas de su sangre?, ¿se van a suturar a sí mismas para restringir la movilidad en las venas abiertas del dolor y la angustia popular? En este mar tenebroso de las dudas ciertas y de los temores inciertos e importados, una verdad me pide un salvoconducto para transitar sin problemas por los tumultuosos albergues de mi mente: el efímero destino de mi presente tiene mucho que ver con mi pasado, ese pasado que, en la auditoría final, es todavía indiscutible y viene a ser el pasado de mi destino, y es mejor eso a que sea el destino de mi pasado. Si los recuerdos navegan en los olvidos, espero que uno de esos recuerdos sea reconocer la importancia de estar todos juntos sin temor el uno del otro, sin usar el distanciamiento social como una coartada capitalista.

En este encierro que es tan feroz en las latitudes tropicales y que camina con pies de plomo, aprendamos a sobrevivir juntos; no nos quedemos inmóviles en los muros de la cuarentena; no nos quedemos a la orilla del camino viendo como los otros mueren de fiebre o miedo; no metamos en cuidados intensivos las hazañas de sobrevivencia de nuestros antepasados y antefuturos, palabra nueva, esta última, que nace en una crisis biomédica que se puede convertir en una crisis sociocultural; no amemos a las otras, a los otros y a los otritos con temor a contagiarnos de más amor viral; salvémonos ahora y siempre, pero hagámoslo juntos y en conjunto para que los flujos íntimos sean una hermosa metáfora de la vida; no nos salvemos en soledad aunque por el momento estemos obligados a estar solos; salvémonos sin perder la calma, pero rompamos la calma de la injusticia social que fue puesta en evidencia por un virus; no nos reservemos lo que el dinero puede comprar en el pánico; no dejemos que los párpados cumplan su función originaria de pesado juicio cuando estamos tratando de hallar tierra firme para evadir el naufragio de los cuerpos-sentimientos; no nos quedemos sin labios húmedos para no hacer de los besos una especie en peligro de extinción.

En este encierro que nos ladra todo el día como si fuera una boleta de empeño, no olvidemos que solo está permitido dormir si estamos dispuestos a soñar con el destino de nuestro presente; no nos imaginemos a nosotros mismos como seres sin sangre ni piel; juzguemos nuestra historia sin tiempo, pero hagámoslo con el tiempo suficiente.

Pero si la cuarentena termina ganando el juego por falta de jugadores o porque el encierro es un demagogo perfecto; pero si a pesar de todo y con el pesar de todos termino quedándome inmóvil, mudo, sordo y ciego frente a la sombra del encierro; si no puedo evadir el paso por los cuidados intensivos del destino; si amo con miedo y a lo lejos; si me salvo porque no le ayudé a salvarse a los otros; si pierdo la calma y dejo que la injusticia siga su camino en calma; si dejo que los párpados y sus pesados prejuicios valgan más que los ojos y sus juicios; si las manos olvidan la rutina de las caricias y los labios olvidan la mística de los besos; si duermo durante todo el encierro y no tengo ningún sueño sobre el destino; si mis heridas olvidan el nombre de cada una de las gotas de su sangre; si le quito tiempo al tiempo y me siento a la orilla del camino a ver pasar el entierro del otro; si dejo que el distanciamiento social sea el nuevo tipo de relaciones sociales después de la encerrona… Entonces no merezco estar a la par de quienes amo porque no estaré contagiado de amor.

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