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El amor en los tiempos de la mascarilla (2)

René Martínez Pineda
Sociólogo, UES

Las pestes enseñan que la historia es la mediadora entre la amenaza y la solución, y no se le puede obviar si queremos vencer a viejos conocidos que se presentan como nuevos en el alma del que sufre en la sala de cuidados intensivos de la miseria. Pero, los pueblos olvidan la historia de las pestes como si fuera la de un amor doloroso, las ven con desdén, o las recuerdan hasta que ya están metidos en una, y ese desdén es una máscara de la valentía que no tienen, tal como se lee en El Amor en Tiempos del Cólera: “aquella indiferencia hacia él no era más que una coraza contra el miedo”. Se necesita planificar la forma en la que vamos a luchar contra un virus en el marco de la comprensión de la ilusión popular que debe ser ajustada para dibujar el mapa del retorno a la cotidianidad rota.

La ruptura de la rutina se escuda en la precaución y genera un comportamiento transitorio que se caracteriza por abrazar la religión, ser sumamente cuidadoso en público y, para soportar el tedio, es libertino en privado, pues sólo así se sobrevive al confinamiento que acompaña a las pestes, el cual no debe ser ni tan radical ni tan permanente para que el remedio no sea peor que la enfermedad; para que la soledad no amuralle las ciudades; para que el puritanismo hipócrita no infecte de tristeza el alma colectiva. Ese doble comportamiento es tangible en el Decamerón de Boccaccio: “alma mía bella, no os maravilléis, que por esto la santidad no disminuye porque está en el alma, y lo que yo os pido es un pecado del cuerpo”.

Sin dudas las pestes son una aplicada maestra del comportamiento social, no importa si memorizamos sus lecciones o las olvidamos de inmediato. Shakespeare dijo que “el pasado es un prólogo” que no debemos obviar, y es “el mejor profeta del futuro”, agregó Lord Byron. Volver al pasado es vital para la memoria y el comportamiento porque hablar de la primera peste es hablar de la tercera, la sexta o la última; volver a él decodificando su lentitud para no perder el tiempo hurgándolo. La humanidad ha sufrido pandemias horrendas y de todas ha salido victoriosa porque el instinto de sobrevivencia es más fuerte que el de bajar las manos.

Edipo Rey (tragedia de Sófocles inspirada en la Peste de Atenas que es la primera documentación literaria) cavilando sobre la muerte dice: “terrible es el saber cuando el que sabe de ello no aprovecha”, y se refiere a las viejas pestes que dejaron lecciones y hazañas no usadas en la de Atenas. Las hazañas son las diligentes abejas que llevan el polen de la historia de una generación a otra. Entonces, para comprender qué hacer y cómo hacerlo en esta coyuntura donde impera el coronavirus debemos resucitar las pestes previas.

La primera peste documentada (plasmada en una crónica y en la tragedia griega) es la que golpeó a Atenas (año 430 A.C.) durante la Guerra del Peloponeso y tuvo dos rebrotes letales en el 429 y 426. En su Historia de la Guerra del Peloponeso, Tucídides (quien se contagió de la enfermedad) describe los síntomas –fiebre, mucha sed e incontables manchas- y narra cómo llegó de Etiopía atravesando Egipto y Libia para asilarse en el mundo griego. El desconocido mal brotó a sus anchas en Atenas, aniquiló a un tercio de las personas y quebró la moral de tal forma que, sin mascarillas ni jabón, hizo fornicar a los atenienses con sus diosas creyendo que el orgasmo divino les daría inmunidad. La imagen de las piras funerarias ardiendo provocó la retirada del ejército espartano que le temió más a la enfermedad que al otro ejército que perdió a su líder (Pericles) en un rebrote.

El relato de Tucídides y los diálogos de Edipo Rey son silenciosos llamados a no despreciar las enseñanzas idas. En la Atenas abatida por la peste los relatos hablan de médicos buscando la causa en el interior de las hinchazones de los cadáveres y esa imagen resulta familiar hoy. En ese entonces, la gente se moría en todos lados y a la peste no le importaba la edad, sexo o clase social de sus víctimas. Los sobrevivientes enfrentaron el horror de la muerte con la misma agonía en que hoy nos resignamos a enterrar a nuestros muertos sin hacerles compañía ni darles el último beso en la frente; tuvieron que morir varias veces, ya que les tocó narrar mil veces la llorosa historia y les tocó la cruel tarea de contar y sepultar puñadas de cadáveres, sin contagiarse a medio entierro y sin gritar de terror al ver que ni los animales carroñeros soportaban el hedor. Ese horror vivido y revivido fue el que hizo nacer el coraje para vencer la peste construyendo nuevas civilizaciones.

Y así, de civilización en civilización, las pestes surgen para poner a prueba el consenso moral. Una de las pestes más conocida y temida por su letalidad es la bubónica (peste negra) que azoló Europa en 1347 matando a un tercio de su población. Es la epidemia más amada por la literatura, debido a que halló la pluma de Boccaccio y la coartada perfecta para explotar en las húmedas metáforas de la lujuria, haciendo público lo que pasaba en privado. La peste negra –que rápidamente hizo recordar los sedosos relatos de Marco Polo- provocó que todos se rindieran al morbo y a la muerte; hizo que millones se bañaran en el sudor negro de la sangre; hizo que le temiéramos a las ratas y a las densas aguas del Mar Negro que, según cuenta el miedo, juntaron lo bubónico con lo pulmonar, así como hoy le tememos al político corrupto, a los aeropuertos y a las casetas fronterizas.

Esa peste fue el argumento perfecto del Decamerón que desde el inicio nos narra la tragedia: “…la fructífera Encarnación del Hijo de Dios había llegado al número de mil trescientos cuarenta y ocho cuando a la egregia ciudad de Florencia, nobilísima entre todas las otras ciudades de Italia, llegó la mortífera peste que por obra de los cuerpos superiores o por nuestras acciones inicuas fue enviada sobre los mortales por la justa ira de Dios para nuestra corrección que había comenzado algunos años antes en las partes orientales privándolas de gran cantidad de vivientes y, continuándose sin descanso de un lugar a otro, se había extendido miserablemente a Occidente. Y no valiendo contra ella ningún saber ni providencia humana (como la limpieza de la ciudad de muchas inmundicias ordenada por los encargados de ello y la prohibición de entrar en ella a todos los enfermos y los muchos consejos dados para conservar la salubridad) ni valiendo tampoco las humildes súplicas dirigidas a Dios por las personas devotas, no una vez sino muchas, ordenadas en procesiones o de otras maneras, casi al principio de la primavera del año antes dicho empezó horriblemente y en asombrosa manera a mostrar sus dolorosos efectos”.

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