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DE AZTLÁN A CUZCATLÁN

Mar afuera — Montaña adentro

 

Rafael Lara-Martínez

Tecnológico de Nuevo México

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Desde Comala siempre…

Beneficio.Comasagua

La Semana Santa de 1961 F. T. viajó a la playa.  Por costumbre familiar pasaba dos temporadas veraniegas en el mar.  Una en enero, cuando los cielos suprimían toda nube de su azul con esmero; otra en ese lapso que vaticinaba el cierre de la estación seca.  El litoral se extendía entre dos puertos.  El primero incitaba la franqueza; el segundo convidaba las tortugas a anidar entre carrizos y cañas.  El trayecto era largo, de la ciudad a la costa.  No lo medían los kilómetros.  Lo calculaba el continuo oscilar de carreteras sesgadas.  En esa comarca de lomas y quebradas, la marcha coincidía siempre con un desnivel.  Proseguía la diagonal del alfil en suspenso.  Casi no había una línea recta.  Un pasmo de demencia oblicua regía el trayecto y el idioma nacional, cuyo anhelo calcaba la geografía.  En el trópico, toda alusión la dictaba una metáfora del litoral.  Por idiosincrasia, el sentido figurado se imponía al literal.  Una curva constante del sentido trazaba las calles y la palabra en su recorrido corvo.  Del valle se subía en vaivén a una cumbre para luego bajar, en zigzag semejante, hacia el sitio del albedrío entre olas hirientes.  Libre el mar se extendía, como un desierto azulado y tibio.  Desde la playa negra de arena, blanca de espuma, se dispersaba hasta el horizonte sinfín.  En ese pueblo hacían el último alto obligado.  Se abastecían de hielo salado envuelto en costales de henequén para que resistiera el viaje.  Algunos mariscos, en la aldea de pescadores.

Luego sólo se encontraban balnearios hacia la costa y rancherías desperdigadas hacia el interior, donde las colinas remontaban hasta la cumbre.  Recién inaugurada, la carretera proseguía el serpenteo de las montañas costeras.  Las cruzaba bajo tierra por cuatro túneles que las sajaban al medio.  Las tajadas aún supuraban, sobre todo en el segundo túnel, el más largo, que goteaba un líquido viscoso al interior oscuro.  A la entrada las plantas se retorcían, como si su dolor confesara la vivencia de un mundo absorto ante la intrusión ajena.  Encarnaban la constante inquietud por la injerencia moderna en lo antiguo.  Ese entorno natural y humano jamás lo sustituiría el progreso, ya que en él perduraba su avance.  Después del tercer túnel —breve y hermoso como su nombre, La Perla— la población escaseaba.  Rala contrastaba con una flora cada vez más tupida.  Del aljófar subía un camino —ceniciento en el verano; lodoso en el invierno— hacia el cerro de los dioses y los señores del comercio.  Al margen corrían veredas poco transitadas que recortaban las montañas.  Desde la cima hacia la costa.  Más indulgentes que el pavimento, no zaherían la roca sino sus estrías sólo rozaban la superficie.  Importunaban menos a los pobladores.  El niño recordaba su primera llegada por esas batientes a lomo de mula amarrado para asirse firme de la bestia taimada.  Casi todas las playas se parecían.  Rodeadas de rocas, el margen de acceso marino disminuía al mínimo.  Empero, acogedoras, en su cutis rugoso crecía una fauna marina compleja.  Ignorada como el percebe o “pico de pato” que crecía al haz la piedra áspera ante las olas.  La cultura de un pueblo limítrofe al mar, cuya espuma maduraba en cordillera.  La ladera se alzaba en ese instante en que la ola reventaba en burbujeo y el pescador la escalaba en el sudor de su piel curtida.  Al interior, el campisto jineteaba caballos entre los cerros; el tripulante, tortugas gigantes de la orilla a altamar.  En ese tropo tórrido sucedía un constante oscilar entre la geografía y la palabra.  Como ese “pico de pato” —sin palmípedo ni plumas— que hacía de la metáfora la única manera de referir un mundo esquivo.  Breve en su recorrido, la playa negra y magnética la cercaban dos cuevas enigmáticas.  Hacia el norte, se izaba una enorme peña a rascacielos florido en la azotea, abierta al medio.  En su refugio guardaba pedruscos, igualmente hendidos, y los valiosos desperdicios que arrojaban las oleadas.  Conchas, maderos, tortugas y sirenas.  Hacia el sur, pese a su altura similar, la cueva formaba una verdadera gruta estrecha que los murciélagos habían hecho suya.

La tradición familiar le atribuía una leyenda holliwoodesca a la playa.  Una encantadora historia de amor.  A lo Disney, según la horma de los cuentos infantiles, siempre existía una prueba a superar antes de obtener la mano de la prometida.  Empero, ese happily ever after no eludía la paradoja.  Una pareja dispar.  La sirena viviría mar afuera; el campisto, en la cresta de la ola.  La utopía enlazaba los opuestos.  Haría crecer el café en la espuma de los tumbos y los peces nadarían bajo los madrecacaos de la cumbre.  La idea lo estremeció fulminante esa semana en la que recibió una propuesta insólita.

—Niño F., le sugirió el campisto que acarreaba los caballos del casco de la hacienda hacia el mar, ¿qué le parecería si yo fuese su padre y en vez de regresar a la ciudad se quedara a vivir aquí?  Así conocería mejor la vida de esta región, en vez de leer libros en el colegio.

Perplejo y escéptico, no respondió al ofrecimiento.  Quizás ahora sembraría milpas en las laderas, arriaría ganado y cortaría café.  Cabalgaría galápagos entre las peñas.  Mas la pregunta resonó por años en sus adentros.  Como ideal de reconciliación imposible en un país por siempre dividido en su geografía, cultura y población.  Pensó que río arriba vivían las Ilamas.  Viejas consejeras acusadas de brujería.  Vueltas peces en el olvido, pese a su rancio consejo de nobles curanderas.  Se guarecían en una poza sombría y mohosa del riachuelo que recortaba la playa del poniente al oriente.  Las ancianas le dictaron el dilema final.

—Si te resulta trillado que el mar viva en la montaña y la montaña en el mar, imagina la ciudad en el campo y el campo en la ciudad.  En su lengua ancestral agregaron.  Cujx ijxcu, icpac titachiazque in tiueuetque, in titlamatque in cuzcat, in quetzal.  El moho y el musgo que surge de nuestra sombra te acompañará siempre.  Que tiñan tu recuerdo de este verde oscuro de níspero sin flor.

Al regresar a la ciudad su percepción había cambiado.  Por influjo de las Ilamas, ya no percibía calles ni casas en la capital.  Alucinado, pensaba que los cafetales en flor de la cumbre se diluían en espuma.  Hacia la blancura de la neblina que inundaba Los Planes cada invierno lluvioso.  Observaría siempre el juego mítico de las Reverendas Señoras.  El reflejo del campisto en las calles.  En la lejanía, confuso por el toluache de la memoria, recordaría el presagio expuesto ese día.  Al acercarse a la muerte, el sinsabor del bálsamo le repetiría.

—Teixpan y miq’ in azo telpuchtzinti omilamaui.

 

Verano formativo

La semana santa de 1968, un año antes de graduarse, F. T. viajó con un par de amigos al puerto de Acajutla.  La idea de las vacaciones la propuso un compañero íntimo cuyo apodo singular desafiaba todo tabú.  Evocaba la fogosa masculinidad de quienes aceptarían la invitación.  Su hermano realizaba el trabajo social de medicina en la costa.  Nadie manejaba ni poseía vehículo.  Había que moverse en autobús público o pedir jalón, asomando el pulgar a la salida de San Salvador hasta el desvío a Santa Ana y Sonsonate.  Ahí la calle se bifurcaba y debían agitar de nuevo la mano en solicitud de otro impulso al puerto.  La fortuna dispuso que un cañero casi vacío se detuviera a recogerlos.  Acostados en la caña, se atrevieron a pelar algunos cogollos y chupar el líquido viscoso que maceraba en el estómago como trapiche.  Una parada imprevista les sació el hambre.

—Los cocos —les decía el camionero— no son una simple fruta.  Su forma curva nace del cráneo de una mujer decapitada cuyo marido lo sembró por consejo de un cura.  Por eso, la pulpa es tersa como la piel y el agua, dulce como el beso.  Ya verán en el puerto.  Uds. ahí van de pícaros.  Se les ve en la cara.  Si no me creen, vayan al pueblo por la noche y se darán cuenta que el coco recobra su forma original.  Póngale coco al asunto y ya verán que es cierto lo que les digo.

Los muchachos sólo sonrieron antes de abordar de nuevo el camión que continuó su rumbo de la salida de Sonsonate a Acajutla, una de las pocas carreteras rectas, en las que la velocidad no menguaba.  El viento húmedo de la costa les removía los cabellos que crecían a la moda.  En rima, la novedad  la transcribían los acordes de guitarra que afinaba el músico del grupo.  “Here comes the sun”; “Ahí viene la plaga”; “Aquí todo es playa”.  Los demás coreaban jubilosos hasta entrar al puerto.

El puerto se dividía en tres zonas: el este pujante, el antiguo oeste y el centro residencial, donde se hospedarían en casa del hermano médico.  Al oriente, se extendía el nuevo muelle, símbolo de lo moderno .  El único atractivo lo ofrecía la visita de barcos que vendían cigarros importados y otras mercancías de contrabando.  Una refinería, Cepa, donde trabajaban técnicos extranjeros.  Sepa de dónde eran, salvo una familia argentina que conocieron por tener una hermosa hija rubia.  Al occidente, se hallaba el viejo pueblo donde residían los soldados de aduana, un viejo cuartel, un antiguo hotel, restaurantes y, el mayor atractivo, los burdeles.  Los visitaron por las noches en esa curiosidad adolescente que sólo la colmaba el deseo satisfecho y el cansancio matutino.  El padre de F. T. se lo había advertido, al confesarle cómo sus normas religiosas contradecían las costumbres del país.

—Para iniciarte a la vida adulta, hijo, yo debería llevarte a uno de esos lupanares de mala muerte.  Pero vos conocés mis convicciones religiosas contrarias.  Así que te pido que me perdonés por no hacerlo.  Algún día comprenderás que hay valores que ninguna costumbre puede profanar.  Por obligación parental, aquí esa visita nocturna hace parte de la formación de varones.  Así te volvés hombre.  Si esta conducta nadie la testimonia, es porque la mayoría pertenece a “la secta del Fénix”.  Su devoción les prohíbe revelar el secreto de una práctica ancestral, bastante arraigada.

Esas salidas le demostraron a F. T. cómo los decires populares los vivían en carne propia algunas habitantes del poblado.  Las llamaban Descarnadas y Siguanabas, ya que su cuerpo lo tatuaba el furor masculino.  Lo estampaba el mismo avío de escribir que apodaba al amigo anfitrión.  También las apellidaban así porque, luego de la jugada, mudaban su silueta hacia lo macabro del abandono.  Según la mirada viril que las recreaba, exhausta y satisfecha.  Tal cual el machete sin filo luego de pelar tanto coco.  F. T. pensó en el cañero.  No había nada nuevo bajo el sol, salvo lo “antiguo y olvidado”.  “El secreto” que nos “une” en el silencio.

Mientras bebían una cerveza, recordaban en agudo humor la reciente expulsión del profesor de anatomía.  Atrevido, ante los alumnos había declarado que esos antros cumplían una función social semejante al deporte.  Canalizaban la agresión viril y mantenían la armonía entre los iguales.   La osadía le valió el desempleo.

—Ya me imagino —comentaba el músico— que en el colegio hubiera equipos como los de básquet y fútbol.  Seríamos parte de la selección.

—Nunca estaríamos en la banca sino delanteros al ataque, aseguró F. T.

—Al fin entiendo por qué el libro clave de Sonsonate se llama “agua de coco”, añadió el del seudónimo insolente, calca la suavidad que contemplamos.  Ya ven que el camionero tenía razón.  Los mitos cobran forma durante las noches en vela.

Entre el vaso espumoso, F. T. recordaba que los profesores novicios habían confirmado la mayor asistencia de estudiantes de sus colegios devotos que de las escuelas públicas.  Por una simple cuestión monetaria, les argüían a los más viejos y tradicionales.  El valor vertía su sentido ético hacia el material y al del matonismo.  Ahí no había ángeles sino hombres en su flaqueza.  La advertencia de quien los hospedaba —el hermano mayor del amigo con apodo procaz— los indujo a detener esas primeras noches de juerga.

—Tengan cuidado, con tanto marinero las enfermedades venéreas abundan en estos lugares.  Y esos achaques, ni yo que soy médico se los curo.  Ahí les va a salir la Siguanaba, quien de verdad se transforma.  Dense cuenta que la belleza de Venus también se reviste de un horror final, al causarles algún trastorno.  Así que ya saben, cuidado o Uds. acabarán de siguanabos llenos de pústulas.

La casa del hermano se hallaba en la zona residencial al centro, casi al borde de un acantilado, aun si atendía la clínica de salud popular.  Era una amplia casa de verano, con jardín al frente, donde pasaba la calle que conectaba ambos extremos del pueblo.  Hacia atrás se extendía una extensa colonia residencial en la cual vivían los profesionales de Cepa.  Al cruzar la calle, se podía bajar a la playa por una escalera en caracol como la espiral que, según la leyenda del lugar, conducía al paraíso.  Por tal coincidencia, al descender a la playa una mañana soleada, se encontraron con varias chicas, con quienes se ennoviaron de inmediato.  Dos ahuachapanecas y una rubia argentina.  Sus arias se sumaron a las de los jóvenes en una melodía melosa que describía el hallazgo mutuo.  “Una vez se da el corazón y lo demás es sólo ilusión”.  Las muchachas obligaron al músico a revertir su afición al rock inglés por baladas sentimentales que describían el azar del amor.

—Me alegra, les comentó el anfitrión, eso necesitan.  Enamorarse para que no se vuelvan siguanabos llenos de chiras sin alivio.  Es mejor que las verrugas del amor y la amistad les cuezan el alma, en vez de desgastarse como jugados.  De lo contrario, acabarán rodando como “Juntacadáveres” a la escucha de “pájaros” que pían “nombres ignorados”.  Y vos, F. T., “harás creer que no sos un fantasma, en tu convicción futura de estar muerto”.  Muerto en vida al recordar este día en un escrito.

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