Responso por Juan

 

Antonio Teshcal
Escritor y artista

 

El dieciocho de mayo el mundo se consternaba ante la noticia de la muerte de un cantante de trayectoria, considerado fundador y revolucionario en su género, relativamente joven, y en maduración de su obra. Se encontraba de gira y fue hallado muerto en el hotel donde se hospedaba, la investigación esclareció que se trató de un suicidio –ocurrido la noche del día anterior– a pocos minutos de bajar de los escenarios donde dio un concierto exitoso como muchos. Lo llamaremos John.
Ese mismo día llegué tarde a mi trabajo, la congestión vehicular de rigor fue peor, el autobús en que viajaba se desvió de su ruta normal porque sobre la calle próxima al mercado Zacamil estaba bloqueada. La policía había cerrado el paso, luego me enteré que se procesaba el escenario de un asesinato (tristemente asunto cotidiano): un vendedor de trayectoria como muchos, joven. Se encontraba trabajando y fue acribillado luego de bajar de una unidad de transporte como lo hacía tantas veces a diario. Lo llamaremos Juan.
La música de John no es precisamente mi predilección, sin embargo una de las bandas que formó –exitosa como toda banda a la que perteneció–, lanzó su primer disco en 2002, del cual el «sencillo» principal me cautivó. Como cualquier ciudadano asalariado (entonces explotado en una tienda hasta horas extras, por un salario mínimo con mayor poder adquisitivo que el mínimo de hoy) busqué la copia pirateada del disco. En esa ocasión la vendedora, que tuvo que auxiliarse de algún joven para saber a qué banda me refería, encontró el disco y para probar su buen estado lo puso a sonar en pleno mercado a todo volumen. La canción de apertura del disco –con intro de percusiones apretadas y luego un riff reiterado propio de hard rock (también buena canción, no la había escuchado hasta entonces)– sobresaltó a la vendedora, frunciendo el ceño y mirándome de pies a cabeza (yo pesaba menos de cien libras, estaba macilento y vestía pantalón formal y camisa celeste de mangas largas) me dijo: «no se vaya a matar con esta música, cipote, usted se ve bien formal». Me hizo sonreír, aunque también me apenó. No hubiera imaginado que el suicida, varios años después, sería el cantante de esa canción.
Las ventas de Juan no eran precisamente mis compras habituales, no porque no me gusten las tostadas, los refrescos y los tamales, dejaría de ser ciudadano de este país si no fuera así, pero nunca hago compras en el autobús, cosa de costumbre. Quizás porque cuando se viaja de pie, apretado, lleno de sudor propio y ajeno, pensado que en cualquier momento se subirán a asaltar, lo que menos preocupa es hacer compras. Desde hace varios años que Juan se subía a ofertar sus ventas (cuando lograba entrar, si no lo hacía paseando por las ventanillas), era particularmente reconocible por su animoso pregón: «tostadas con wifi, familia, a cora», «tamales de labios de pollo, de cusuco y de garrobo», «tamales de gallina muerta», «refrescos a cora, familia, también le llevo de cuatro por el dólar»… y aunque su sentido del humor nunca me cayó en gracia (soy amargado de hueso colorado, herencia paterna) si vi mucha gente reírse de sus ocurrencias. Como toda buena propaganda lograba hacerse notar, hasta hoy es el vendedor de la zona que más tengo presente de los varios que se ganan la vida en la zona. Nunca se me ocurrió que ese hombre sería asesinado después de varios años de verlo casi a diario, pero eso pasa porque la condición de engrosar esas estadísticas nos es tan omnisciente que ni siquiera nos damos cuenta que lo llevamos sembrado como cuchillo gestante. Sucede como respirar, no sabemos que lo hacemos hasta que algo nos lo hace pensarlo deliberadamente (ahora estaremos pensando en que respiramos…).
De John hay innumerable número de notas en los medios de comunicación, desde antes de su muerte era fácil encontrar esbozos biográficos, y ahora que murió con todos los aderezos que acarrea la celebridad –en hotel, con dinero, y diversos proyectos exitosos, en la cumbre profesional–, aparecen mayores noticias, sendos reportajes en las revistas de farándula más prestigiosa, en los periódicos de primer orden alrededor de todos los mundos (primero, segundo, tercero, cuarto, quinto, el nuestro…), en las cuales sus allegados opinan y cuentan anécdotas y encuentros con él. La familia ha solicitado respeto y discreción a los medios. Está de más decir que todas las fotografías de John, que aparecen en estas notas, son de estudio cuando no icónicas, como en las que aparece cantando bajo las luces. Su vida sigue siendo célebre, su muerte llena de homenajes.
De Juan nadie se enteraba, hasta ese día en que tuvo sus cinco minutos de fama de la manera más trágica. Ahora que murió con todos los aderezos que acarrea nuestra triste realidad –en la calle, sin dinero, pensando en la venta del siguiente día, sobreviviendo a las duras–, su noticia aparece en los periódicos (seguramente solo en los nacionales), y en algunos hasta se leen los decires de sus conocidos, los que se atreven a opinar. La familia calla, o al menos no aparece en las notas, quizá porque pedir justicia, en este país, hasta puede ser motivo de ejecución. Está de más decir que cuanto más morboso sea el periódico en donde esté la noticia (me refiero a esas muecas que se hace llamar periódicos), más clara es la imagen del cuerpo. Su muerte sigue siendo irrespetada como la vida de los que somos nadie y pagamos hasta los impuestos ajenos sin rédito alguno.
John tuvo un medio social propicio (no dudo que tuvo sus dificultades, a su tiempo y a su modo; sufrió con las drogas, pero pudo tomar tratamiento acorde a su estatus), logró el éxito musical con el beneficio económico que éste trae, tuvo muchos amigos –ricos y famosos también–, sin embargo decidió acabar con su vida. Su esposa y sus hijos no lograron suficiente peso para que cambiara su decisión.
Juan se crio (como mucho de nosotros, nació en plena guerra) en un entorno donde ser honrado y decente parece ser la opción más peligrosa, y a pesar de las dificultades, no solo económicas, no hizo mala cara a la vida, su amigos –otros como él, como nosotros– lo recuerdan carismático. Construyó su familia, su esposa y su hija eran suficiente motivo para vivir, y fue asesinado cobardemente.
¿Qué relaciona estas dos muertes aparentemente antagónicas desde el más profundo tuétano? Uno adinerado, con fama, sobra de ofrecimientos a su profesión y además suicida; el otro «coyol quebrado», coyol fiado a pagar a saber cuándo, un nadie excepto para su familia, sin empleo formal y además asesinado… probablemente nada, o eventualmente mucho si se considera que los opuestos tienden a acercarse. Lo que si podemos afirmar es que revela la atroz paradoja a la que nos hemos arrastrado a grades escalas y a todos los niveles, esa «crisis mundial» de la que los poderosos hablan con discurso vacíos, y que nosotros sufrimos a cada paso muchas veces sin advertir. Estamos amolados, pero otros están peor –y no es que eso deba ser consuelo ni nada parecido, a fin de cuentas es penoso–, pues teniendo tela donde cortar sienten frío, y nosotros que andamos desnudos padecemos calor.
El contraste de estas muertes, de realidades distintas, dejan entrever que nuestra estirpe, nuestra gente, es fuerte, porque «cualquier otro pueblo ya se habría muerto» (o se habría suicidado). Y en cuanto al título de esta nota –que seguramente a pocos interese más que las referentes a la muerte de John– lo que quiero expresar es que preferiría seguir escuchando el pregón de Juan que las canciones de John (el disco se me perdió hace más de diez años). John es, a fin de cuentas, y bajo auxilio dialéctico, irreal, y no me necesita. Juan era parte de mi realidad, mestizo como yo, y como todo ciudadano de cualquier rincón del país –de Mejicanos, Soyapango, Quezaltepeque o Malpais–, necesita de mí para que su vida nos recuerde que podemos ser dignos hasta que la muerte nos asalte. La dignidad no reside por decreto en la profesión, mucho menos en el dinero, tampoco en la fama ni en los colores y cargos; bien puede perderse en cualquier momento y a costa de todo, incluido lo más valioso; y ganarse a plena calle, sin un centavo, y sin haber pisado nunca la universidad. El valor de la vida lo determina la dignidad humana que se expresa en ella.
Juan ha muerto, lo mataron, todos hemos muerto un poco en él, y no podemos ser indiferentes. ¿Por quién no doblan las campanas (porque hasta de eso estamos privados «los nadies» en nuestra muerte)? No doblan por nosotros, pero que en ese silencio se fermente la memoria, que se formen los fuegos que hemos de encender –esperemos que en un futuro próximo– cuando finalmente nos cansemos de esta oscuridad. Amén.
01 de junio de 2017

 

 

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