Los pericos

LOS PERICOS
Por: Evenor Saavedra.
Escritor.

El cielo estaba cerrado, la mañana húmeda y el Mango topado. El desayuno ha de tomarse
temprano, cuando espera un día de ajetreante trabajo. Las catalnicas aleteaban y parloteaban
sobreexcitadas, intercambiando impresiones sobre la llegada al país de su celebridad preferida: el
Invierno. Una parvada de chocoyos acababa de llegar y pescueceaban buscando mesa. ¡Todo
ocupado!, los gigantes pericones ya colgaban de los mangos desgarrados, haciendo refulgir el
jugoso manjar amarillo, que deslumbraba los ojos pelones de los chocoyos, babeantes en su mirar.
Un solitario cambray, faltándole el astro rey, seguía atentamente las peripecias del bullicio aquel,
pensando, tal vez, que Don Cheyo se llevaría una enorme sorpresa al querer llevar sus mangos al
mercado, porque ya días que los pericos los habían descubierto. Siendo el Mango un local
anticuado, no contaba con servicio de radio y televisión; pero, para poner el ambiente, había un
cenzontle ejecutando una y otra vez el mismo número musical, adormeciéndose impasible, dejando
que aquel torrente de dulzura fluyera a gusto de su garganta, para luego perderse en el griterío de
una clientela indiferente. ¡Siempre lo mismo! Muy cerca de ahí, dos pericones se columpiaban en
un mango, riendo a carcajadas, ya borrachos del néctar milagroso. Esponjada y toda envuelta en
rocío, una diminuta catalnica, con su bufanda naranja y su vestidito verde, ya paliducho del uso, se
ocultaba detrás de las hojas, esperando a que un elegante señor acabara de comer. Éste, impecable
en su traje esmeralda, con la flema indispensable de todo un caballero, limpiaba su pico en la
cárdena servilleta de cáscara. Como la catalnica era pobre, su reducido piquito era insuficiente para
proveerse semejante manjar, pero de sobra sabía que esos señores –a los que nunca les faltan los
verdes– sólo comen la mitad y abandonan el resto en la mesa, más que suficiente para saciar a una
pechuguita verde limón. Más abajo, dos chocoyos embravecidos se batían con sus afilados alfanjes,
yendo y viniendo a lo largo de una musculosa rama, mientras un corro de clarineros apostadores,
saltaban y pitofleaban alrededor, cada quien dando ánimos a su guerrero favorito. El sol, pequeñito,
se estiraba de puntitas entre las nubes, tratando de atisbar, inútilmente, aquella gresca que tanto
amedrentaba a las tortolitas. En eso volvió la lluvia, y, como para no quedarse atrapados en el
Mango y faltar al trabajo, media pericada pegó guinda aérea, al punto de no atinarse cuál era cuál o
quién iba con quién. Un chocoyito, que apenas había probado mango, se quedó cavilando un

momento, como preguntándose si el verde tenía existencia real o nominal; pero más pudo el instinto
y pronto salió pitando, sin saber con certeza cuál mancha debía seguir.

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