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La hegemonía como factor revolucionario (1)

René Martínez Pineda

El análisis de coyuntura no consiste, y no se reduce, a hacer un recuento detallado de las noticias del día, sino que trata de establecer, en detalle, la lógica política más urgente del movimiento de la sociedad. En El Salvador, la cuestión política urgente es construir una nueva hegemonía en tanto dirección cultural y política –en ese inamovible orden-, lo que implica –aunque el discurso electoral se aparte del concepto- consolidar la dirección ideológico-cultural de un grupo social sobre los otros. Y es que la hegemonía, en el sentido sociológico, es una relación social que transita sin visa ni amnistía por los distintos territorios de la política: su punto de partida es la base material heredada que devela la situación actual de las clases sociales en el sistema económico y la forma en cómo éste se legitima en la superestructura, imponiendo, en conjunto, una concepción del mundo que no es más que la ideología dominante encarnada en los intereses y las acciones del grupo dirigente como si fueran localmente universales, al tiempo que se arraiga en el sentido común del pueblo, en los rituales cotidianos del hambre y, al madurar como nueva propuesta o ilusión de propuesta, en un tipo especial de Estado convertido en sujeto social que busca salir de su condición de simple fetiche, tal cual lo plantea Boaventura de Sousa Santos.

Siendo así, el concepto de hegemonía es un instrumento comprensivo que nos faculta para abordar las problemáticas sociopolíticas propias de la lucha de clases, en tanto conflictos político-culturales coyunturales en los que aquella se produce-reproduce. La construcción de hegemonía (al ser, al mismo tiempo, destrucción de la vieja hegemonía para evitar que ésta resurja de sus cenizas como contra-hegemonía) demanda de un sustento objetivo inherente a la estructura económica, debido a que no se puede construir hegemonía sin tener una base estructural en la que la clase dominante –permeada por el pueblo, si hablamos de verdaderos procesos revolucionarios de transición democrático burguesa- es la clase principal de la sociedad que, por la constante modificación de la correlación de fuerzas, intenta personificar los intereses de toda la sociedad para no perder su condición o para alargar sus privilegios aunque eso implique otorgar inéditos privilegios al pueblo, privilegios que serán el nuevo punto de partida en la lucha por mejorar sus condiciones objetivas a pesar de que, como pueblo, no se sea la fuerza dirigente.

Cuando la clase dominante es permeada –voluntaria o involuntariamente, eso es lo de menos- la sociedad toma la forma de constructo histórico interactivo que tiene como relación social principal la reciprocidad –aunque no igualitaria- en la concesión de privilegios que, si pensamos en el pueblo o desde él, lo coloca en una mejor posición en su lucha por construir una sociedad en la que, teniendo un grupo político dirigente de nuevo tipo, se convierta en clase dominante y, en ese sentido histórico, es un conflicto dialéctico entre la estructura y la superestructura que -sin clausurar lo antagónico ni minimizar lo complejo, pero sí tratando de erradicar la lógica política fundada en la corrupción e impunidad- que expresan la totalidad –mas no el todo- de las relaciones sociales de producción que, se pretende, no sigan siendo un simple reflejo del pasado, sino un constructo de diferentes factores políticos, jurídicos, ideológicos, sociales, simbólicos y culturales con identidad propia y con poder de incidencia sobre la estructura, y viceversa.

Ahora bien, es insostenible afirmar que cada oscilación de la política y la ideología son expresiones instintivas de la estructura, pues eso sería aterrizar en el campo del infantilismo –o de la prehistoria de la política- que, desde distintas posiciones que van de lo teórico a lo político-práctico, denunciaron Marx, Lenin y Gramsci. En esa lógica hay que destacar que es en el plano de la ideología –y la cultura del día a día que se musicaliza con el tronar de dedos por las noches- en el que las personas toman conciencia –y toman posición- de los conflictos estructurales y los convierten en información depurada por el análisis de clase. Si bien en la actualidad el concepto está políticamente degradado por las traiciones a la utopía o por haber sido convertida en simple apariencia (falsa conciencia, o conciencia espejo), la ideología existe en tanto somos cuerpo-sentimientos que delimitamos un horizonte de actuación racional provisto de referentes axiológicos y simbólicos, tal como la palabra “pueblo” lo es.

En ese sentido, la ideología no es arbitraria ni divorciada de la estructura y, siendo así, puede transformar la estructura porque las soluciones políticas siempre son, en última instancia, soluciones ideológicas, aunque por sí sola no es suficiente. Ahora bien, en la actualidad hay que distinguir, al menos, tres tipos o gradaciones de la ideología: la ideología históricamente determinada que emerge de la estructura económica como lógica de movimiento de la sociedad y que se expresa en la organización y movilización de las clases dominadas; la ideología “espuria” que reduce el conflicto político a un conflicto contra una persona (como el hecho patético de afirmar, en el caso salvadoreño, que el enemigo a vencer es Bukele, no el imperialismo, ni la pobreza, ni la desigualdad social) y que busca crear, en consonancia, movimientos en torno a rancios liderazgos que tienen intereses harto oscuros (como recuperar el protagonismo electoral o el cargo público perdido, sin pensar en transformaciones sociales) y a disputas estériles magnificadas para hacer de la incertidumbre y la impaciencia los referentes de la cultura política; y, finalmente, la que llamo ideología en transición o ideología en movimiento que, partiendo de la desilusión y el desencanto electoral, trata de juntar percepciones sobre la sociedad –persuadiendo las voluntades individuales para construir “la voluntad” popular- que hasta hace unas décadas eran inconcebibles. Esto último lo podemos decir desde el imaginario rebelde de Marx o desde la ecuanimidad de la cárcel de Gramsci señalando que, en el marco de la lucha de clases, una persuasión popular tiene a menudo la misma energía que una fuerza material.

En consonancia con lo anterior, la comprensión del proceso de construcción de la hegemonía demanda una aproximación sociológica a la cuestión política que se resume en la densa y tensa correlación de fuerzas que es la que, sólo en última instancia, potencia los procesos históricos en sus múltiples dimensiones, escalas y colores en tanto expresiones concretas de la lucha de clases, es decir, en tanto una concepción del poder que, lejos de verlo de forma compacta o acabada, se va desagregando en las ciudadanías y que va mutando en el talante de los liderazgos (los presentes y los ausentes) para profundizar en los distintos factores y actores de la nueva modernidad que avanza sobre los hombros de la digitalización y mira con los ojos de la complejización creciente.

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