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Hago la señal de alto a mi autobús

Caralvá

Intimissimun

He tomado mi asiento, mi uniforme escolar delata mi transformación de infante a escolar tengo siete años, pero mucho más en curiosidad por el mundo, no tengo idea cómo viajar en autobús porque usualmente éste domina la sociedad que vivimos.

Es mi primer día de estudio.

Mis padres me acompañan al sitio indicado donde esperaré la llegada del transporte, es un largo vehículo sin distintivos, pero plagado de chicos, con un profesor viajando en el primer asiento y nosotros en cualquier lugar, he aprendido la ruta con las vistas relucientes porque siempre es el mismo camino, en cada parada reconozco a los usuarios, van con nosotros compañeros mayores o menores, en ese tiempo también los colegios de señoritas tienen sus  propios transportes, ahí les veo mientras saludo su partida.

Desde la ventana observo al mundo en multitud de tiempos, pero el mundo me observa igual; una mano que responde, el adiós que no volverá en mucho tiempo, los aserraderos plagados de virutas con máquinas enormes que desaparecerán años después, la ventana perfecta a la altura de mis ojos con personas desaparecidas, intrigante crecimiento de sitios irreconocibles medio siglo después mientras el recuerdo reconstruye otro paisaje, veo en secuencia otro cementerio con imágenes de personalidades conocidas y muchos más desconocidos, en la ventana he memorizado una guerra terrible que envolvió dolorosos momentos, como la despedida del amigo querido o la amiga combatiente, la ventana del autobús colmada de lluvia que nublada de vaho impide ver el futuro.

En el bus he tomado asiento mientras crezco en una cascada simultánea y emotiva, viajo por el mundo, territorios diurnos y nocturnos con el ruido monótono del día, mientras por la noche las estrellas en completo concierto saludan las carreteras desoladas con extrañas luces que aparecen y desaparecen rodeando el camino.

Viajo en el autobús una vez, pero suelen aparecer miles recuerdos, emociones, sucesos, mi asiento es el mismo. Me observo como pasajero con una mezcla de recuerdos sucesivos, veo día, hora, mes y año en movimiento dentro del filme social de mi historia, ahí estoy alineado en asientos, es una cuadrícula de pares y uno largo como sofá final con ocho o diez espacios; el transporte colectivo está equipado con aire acondicionado, radio, micrófonos para el chofer, timbres de lujo con tapices blancos, mientras en las paredes se identifican la procedencia de fabricación; vivimos  la sociedad fotografiada en diferentes grupos, pero sin distingos de clase social, quizás agrupados por empleos: secretarias, escolares, trabajadores, asalariados, profesionales, viajeros ocasionales, lumpen, ladrones, carteristas, personas de la tercera edad, unidos por el costo del bus, no por un futuro promisorio o la fatalidad a corto o mediano plazo en aquella zona residencial.

Viajar en autobús reproduce el cosmos imaginario de valientes que vencen a los dragones del infortunio por las distancias y sitios rurales, el autobús vence precipicios insospechados, mientras el polvo ahoga tus pulmones, el color añil se pega a tu ropa, en los caminos rurales la visión colectiva provoca la emotividad que te lleva a la nostalgia de otros tiempos, pero también te acerca al increíble encuentro con la maravilla de bosques, ríos, playas, vistas dramáticas con cascadas relucientes,  montañas azules;  mientras el olor a pinos, ciprés de montaña, mirto silvestre, rosas se expande en aromas amigables.

La ventana del bus no tiene edad en mis recuerdos, son -gratos e infortunados- eventos sorprendentes, en cierta ocasión viajamos por el bosque de pinos, era una atmósfera de niebla y lluvia de zonas tropicales, al preguntar el motivo los vecinos aseguraban que así era la montaña todo el año, una zona extensa en pinos y húmeda, con fragancia a madera dulce mientras gotitas de rocío llenan los pulmones de ese pequeño cosmos de altura, exhalas vapor con nubes diminutas de aire condensado, ahí no te protege el abrigo, debes poseer guantes y gorros alpinos; ese día el autobús se sobrecalentaba en complicidad con el bosque, así que debimos parar en el paraje silencioso, pero con una sinfonía de ramas de pinos, mientras agudas notas con acordes roncos de choques maderables eran comparsa musical, pájaros con monótonos golpes, mientras el viento aúlla alto y fuerte. Tomamos un descanso, el sitio era excepcional, nunca vi otro sitio igual desde mi recuerdo infantil, la circunstancia parecía congregar duendes, hadas, esferas transparentes, pequeños guijarros de colores, plantas, hierbas, aves que estimulaban la materialidad para convertirla en fantasías posibles, el autobús se enfrió como nosotros, era hora de partir. La ventana del bus era nuestra claraboya al tiempo.

Durante muchos años mi ventana del autobús fue la edad de mi esperanza, todo el mundo era mayor, todos eran superiores a mis realidades, pero no a mis sueños, así observar los anuncios comerciales, la anciana que riega las plantas de su arco familiar, el tendero con sus verduras, el vendedor de periódico con su tono soprano, la multitud agolpada en pequeños cafetines con nombres sugerentes: Tio coyo, Lido,  Sorbelandia, Bella Nápoles, con mercados confundidos en avenidas transitadas, era mi universo creciente desde la altura de mis ojos, siempre observando al exterior acumulando vida con escenas inolvidables, afuera era el caos “ordenado” en las ciudades latinoamericanas con amistosas vecindades, mientras sospechosas miradas se confunden con delincuentes de poca monta.

El recorrido de tiempos sobre ruedas, me lleva a sitios plagados de virtud y otras de vicios, catedrales góticas con fuentes ocultas, abades con nombres grabados en cementerios privados, fechas, arquitectos, en aquellas iglesias aún veo las agujas de pararrayos en sus campanarios, mientras un conjunto de piadosas usuarias del bus hace la señal de la cruz, si pasamos por diez iglesias puedo predecir su movimiento y el conteo de sus ademanes.

El bus contiene sitios especiales, uno de ellos era el primero al lado del conductor, ahí solía viajar una señora que jamás vi conversar, saludar o levantar la vista, permanecía con la vista hacia el piso, nunca elevó su vista al horizonte, ella poseía una figura juvenil, pero con el rito inmóvil parecía que invocaba o clamaba piedad por este planeta, despertaba en mi tanta curiosidad que me atrevía fijar mi vista en su persona, un día desapareció… aún la recuerdo con agrado por su acto devocional.

La dimensión de conducirse en ese espacio se agita o se acorta según la emoción del momento, no existe edad en mi asiento: niño, joven, adulto, anciano, en cualquier sentido u orden, conducirme en autobús es lo mismo, me invade un tema y sonrío por aquellos tiempos colegiales, me conmueve la circunstancia cuando en medio de la guerra civil un retén militar con una formación rígida a ambos lados de la carretera marca “el alto”  al autobús en zona rural, la fila de soldados es impresionante con armas automáticas de largo alcance, su uniforme de combate impacta en mi humanidad, ha cambiado mi situación, ahora soy estudiante-médico, mis pertenencias se reducen a pocas cosas, una sospechosa mochila que afortunadamente dejé en el asiento, pero llevo en mi bolsa de camisa instrumentos odontológicos: pinza, espátula y un alicate, que asomaban sus antenas, en ese instante el frío me consumía a pesar de ser mediodía, recuerdo el rostro sudoroso del soldado con su tez campesina golpeado por el sol con arrugas prematuras pronunciando sus gestos faciales, serían por deshidratación quizás, él observó unos segundos mis instrumentos, las pulsó entre su dedo índice y pulgar, sus ojos se fijaron en los míos, entendí un profundo rencor en su situación, un intenso odio a su condición de leva, mostró indiferencia pero sabía que era parte de la insurgencia… no dijo nada, siguió su registro al siguiente pasajero; en realidad ese soldado nunca sabría la ayuda de esos pequeños instrumentos en decenas de extracciones de muelas inservibles a los campesinos, mientras mi agradecimiento a Dios aún se prolonga décadas después.

La ventana cambia en las siguientes décadas, lo mismo el color, forma, posición vertical, horizontal, ahora es transparente, oscura, oval o panorámica como en aquellos autocar de doble nivel. Recuerdo una ciudad náutica, ignoraba la distancia entre la Praça do Comercio y los tramos de la Avenida Da Liberdade en Lisboa, con tiempos o movimientos atlánticos, múltiples imágenes que gratuitamente se formaban en mi conciencia. Nombres de calles con brújula en mano, Sur de Lisboa, saliendo de la Av. Duque D’Avila, luego tomando la Avenida Fontes de Melo, la Avenida Da Liberdade hasta llegar al Rossio, de ahí recorrer los pasajes peatonales, un inventario testimonial, mientras el autobús me conduce a diversos puntos de la ciudad, en algunas ocasiones con límites marinos, otras son colinas urbanas. Impregnado en mi ser aún veo el arco del Río Tejo, los apacibles ferris abanderando el mar, llegando a bordes que expanden historias desde las columnas semisumergidas de la  Praça do Comercio.

Me invade la transición del acá y del allá, ese puente de plazas con la bandera de Portugal: rojas y verdes.

Soy un forastero en estas tierras, nada se repite en mi consciencia, menos en la memoria, acaso re-construcciones de lecturas infantiles, por ello desde la ventana observo mosaicos de cerámica con blancos y celestes combinados, escudos de apellidos añejos, el castillo de San Jorge imponente; mi autobús es otro, la ventana otra, no obstante la humanidad es la misma, ella aspira al bien, la verdad, a la justicia en todos los rumbos, mientras las campanas ofrecen una plegaria sonora que llama al rito y la memoria. En una ciudad nueva, todo es posible, da igual Norte, Sur, Este, Oeste no importa el rumbo, serán callejones y laberintos, edificios antiguos con rótulos en inglés, un cine anuncia la película La Bella Época, mientras la tarde se consume en las avenidas, los turistas beben café sobre la Avenida Da Liberdade.

Aquella tarde tomé el autocar hacia Madrid, fue mi insólita decisión que casi me cuesta la vida, en realidad tenía un exiguo ahorro para la travesía, mis viajes me educaron a guardar todos los regalos de los vuelos aéreos, incluso las bolsas que mis compañeros o compañeros de viaje dejaban yo las atesoraba, así obtenía muchas semillas, postres, embutidos, etc. los cuales guardaba religiosamente en mi bolsa de mano, las miradas de otras personas ya las conocía, eran de asombro, pero igual… esa reserva me alivió tanto en mis viajes que ahora es una norma, no importa el lugar; entonces abordé un bus con rumbo a Madrid, ahora lo confieso fui temerario, en mis memorias conservo la imagen de puentes, el mar, ciudades  como: Alcochete, Barroca de Alva, Foros de Trapo, Pegões, Setúbal,  São Sebastião de Giesteira, Évora, Nossa Sra. de Machede, Badajoz… el autocar tenía la música en una antena portuguesa que inmediatamente en la frontera entre Portugal y España cambió de  idioma, avanzamos por Médida, Malpartida de Cáceres, Cáceres, Talavera de la Reina y Madrid… para el hambre mi reserva de semillas.

Había apostado el futuro en la visita arriesgada, jugar con el destino, creer lo imposible, pues bien, ese era mi deporte, asumí el desafío para conocer el Museo del Prado, un sueño documental que me invadía desde mi niñez, sus alamedas, las avenidas, la historia vivida desde mis evocaciones librescas, el sentido ideal del ciudadano forastero en una urbe lejana, yo no era yo, sino mi espíritu infantil explorando la ciudad del Rey, con mi distal amistad latinoamericana, desde el otro lado del Atlántico, donde quinientos años no son suficientes para olvidar el tiempo colonial.

Observé el monumental edificio desde el autobús, luego conocí una señora de nombre: Margarita Rozola ella podría contarte el resto de esta leyenda… mi vida parecía abrir un libro de cualquier biblioteca de Historia, hablar con turistas tan despistados como yo para intercambiar algunas palabras del destino, tratando que el sueño no terminase en pesadilla. Uno no puede dormir con tan corto tiempo, ni encontrar un hostal en tan pocas horas, pero me encomendé a un pequeño ángel (en realidad era mi intuición), activando una extraña antena conectada al infinito, de manera que sin dormir esa noche me dedique a vagar por la ciudad ¿para qué dormir?, por la madrugada me encontré frente a la Puerta de Alcalá junto a unas meseras rubias que parecían modelos de la Benetton, entre cervezas nada calientes y cantos junto a otros alegres turistas como yo, explotamos de felicidad por los nuevos rayos de sol y la historia ante nuestros ojos.

Uno no puede desperdiciar el tiempo en dormir, simplemente es un anatema a la curiosidad infantil, mi ángel intuitivo al cual podría otorgar el nombre Aroch como un guía próximo, fue visible en (lejanos-cercanos) sueños, el momento era feliz, ese día vibrando de emoción acudí al Museo del Prado, visité diversos salones hasta encontrarme con una señora que explicaba los conceptos de los cuadros, me observaba desde la distancia, solemne, grave, sin inmutarse le pregunté por el cuadro. Al observar el cuadro, destellos luminosos emergían de mi pecho hacia el cuadro y viceversa. Ella relató la historia, sus palabras coincidieron con las del ángel.

Ese momento desvaneció mi ansiedad por España y el destino. Tenía la extraña sensación de cumplir un evento o ajustar cuentas, era la finalización de un viaje, el génesis del cosmos, mi vida en deuda extrema por la vida.

Regresé a Lisboa, en la noche más larga de mi vida, pero ese es otro cuento.

Viajar de noche en autobús es una gran experiencia, puedes descansar con tus audífonos trabajando en la música preferida, la noche estrellada, el horizonte cuajado de siluetas lineales por las naves que zarpan a otro continente, observas en Cascais la línea curva de faros generada por la costa que orientan a los buques, lo puedes hacer porque un diligente chofer conduce con precisión a los pasajeros a bordo, mientras en el otro lado del Atlántico como México desde el autobús retornando de Cuernavaca hacia el DF observas un Valle luminoso tan extenso que parece que la tierra se dilata hacia el horizonte, no importa el sonido monótono, en tu sitio estás cómodo, del mismo modo el conductor viaja a velocidad que imaginas una infinita línea recta, si es curva juega con las luces altas y bajas, para observar si otro autobús se aproxima en sentido contrario, es una dinámica para expertos.

Aquella noche mientras un profundo cansancio me permitía dormir a gusto, por extrañas circunstancias entre dormido y despierto me encontré observando extrañas luces que rodeaban el autobús, éramos chicos de educación primaria y viajábamos por Centroamérica, atravesando los países vecinos, con mucha facilidad. La noche acompañaba nuestro destino, pero esas luces aparecían y desaparecían, en ocasiones nos rodeaban atravesando de un lado a otro el vehículo, los mayores les llamaban carbuncos, en el prado se veían aterrizando o mejor dicho surgiendo en medio del campo, como fumarolas de gas, eran azules que rápidamente se desvanecían, nunca supimos una explicación contundente.

Veo los autobuses que acompañan mis recuerdos, les he tomado mucho cariño, les he visto convertirse en bibliotecas, transportes familiares, vehículos deportivos con equipos profesionales, artísticos, cinematográficos, circenses, teatrales,  promocionales de belleza, militares, hospitalarios o quirúrgicos, también en ritos funerarios conduciendo a las familias dolientes, así desde mi ventana puedo entonar melodías de mi infancia, juveniles o coros deportivos… pensar que todo se inicia en una parada de autobús como esperando el destino, pero es el destino que nos abraza en un asiento hacia el horizonte.

Hago la señal de alto a mi autobús… luego disfruto el viaje con la lluvia de recuerdos que me invaden.

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