El presidente de CESTA Ricardo Navarro expresó que se debe regular el uso de teléfonos celulares para prevenir daños a la salud de niños y niñas. Foto Diario Co Latino/Ludwin Vanegas.

Encuentros

Marvin Guerra, 

escritor

 

El día en que conocí a Juliana, dejé de fumar por unas horas, eso por aquello que el olor a tabaco no gusta a la mayoría de las mujeres.

Hice todos los preparativos, escoger la mejor camisa, sacarle brillo a los zapatos, recortar la barba, lavarme el rostro, y rebuscar las últimas gotas de perfume caro, de los que antes usaba a mi antojo.

Salí del lugar en que vivo con buen tiempo de antelación, para dejar mi destartalado carro, lejos del sitio en que habíamos convenido.

Desde hacía mucho no tenía esta sensación entre manos, las que por cierto, estaban húmedas y frías.

Después de revisar el móvil por décima ocasión, el corazón me dio un vuelco inesperado, cuando en la pantalla apareció su llamada.

Aunque nos conocíamos en fotos, y habíamos tenido largas charlas en una aplicación de citas, aún no habíamos tenido el gusto de conocer nuestras voces.

—Hola Sebastián, ¿Cómo estás? — La voz sonaba femenina y fresca, tenía ese tono de distinción de la gente fina.

—Pues bien, aquí buscándote —Eso fue lo único que puede decir, con un disimulado temblor en las palabras.

—Pues no me busques más, que ya estoy acá. Dime ¿Dónde estás? —y ante esta pregunta los nervios se me arremolinaron en el estómago.

—Aquí parado, a la par de la marisquería, pero no sé ¿dónde estás vos? —y escuché una risa a mis espaldas.

Cuando di la vuelta, me encontré con una esbelta chica, a quien sus fotos no le hacían el honor merecido. Su cabello era ensortijado y rubio, su sonrisa lucía una ortodoncia perfecta, y su rostro distinguido, de empresaria exitosa, distaba mucho de aquellas imágenes en situaciones casuales y caseras.

—¿Dónde iremos? —me dijo, mientras me daba un abrazo.

—Pues a tomar un café con charla —respondí, mostrando una buena sonrisa. Aquello era lo único que mi quebrada situación, de ingeniero desempleado, podría permitir.

Caminamos por el pasillo de aquel pomposo lugar, y encontré una cafetería al alcance de mi bolsa.

Noté su consideración, cuando ordenó un simple café, fuera de toda la variedad que uno nunca entiende, y pide solo para sentirse distinguido.

Conversamos largo rato y de temas tan variados, lo que menos hicimos fue hablar de nosotros. No sé si fue el complejo de gusano que traigo encima, desde que he caído en la ruina. Pero sentía una barrera insalvable.

Nos despedimos con un beso en la mejilla, y un abrazo que me pareció sincero.

Mientras caminaba por una calle vacía a esa hora de la noche, me di cuenta que ese encuentro, quizás forzado, no se volvería a repetir. Pues Juliana era de seda y yo de la más gruesa lona.

Cuando por fin llegué a mi carro, la vi pasar acomodada en su todoterreno de año reciente. Mi cara enrojeció, y solo pude extender un saludo.

Como siempre sucede, nos obsesionamos con aquello que nunca podremos tener.

No recibí un mensaje de aviso sobre su llegada a casa, ni volví a contactarla. Revisaba cientos de veces el móvil, buscando como desesperado por sus señales. Y aunque intentaba escribir, la barrera insalvable, me lo impedía.

Para no sufrir más penas tomé la decisión de eliminar la “méndiga aplicación”. El nudo en la garganta y los sentimientos apelotonados no son para mí, y aunque fantaseaba con una vida junto a ella. Sabía que era imposible.

Luego de un par de meses, sabiendo que el tiempo cura estas heridas, decidí de nuevo entrar al chat de citas.

Tan pronto cómo lo abrí, recibí una parpadeante notificación “Juliana te ha enviado un mensaje”.

Lo abrí con expectativas y nervios arremolinados. Estaba fechado hacía un mes, y en una escueta línea decía:

—¿por qué nunca me llamaste?

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