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El Santo de los pobres

Álvaro Darío Lara

Escritor y poeta

 

Otro aniversario del martirio de Monseñor Óscar Arnulfo Romero, nos encuentra, como país, presas de una particularísima coyuntura, donde más allá de los caminos tan complejos de la política, es el dolor, la pobreza, la orfandad, el miedo, lo radicalmente real en la historia cotidiana de las personas.

Más allá de los escritorios, y del aire acondicionado de las oficinas, donde se discute y discute, es el clamor de los más golpeados “por las estructuras del pecado social”, lo que importa y conmueve. Esto lo supo siempre Monseñor Romero.

Antes de la intelectualización del escenario nacional e internacional, el pastor partió  de la luz salvífica del evangelio. Del ejemplo de “un tal Jesús”, nada complicado, sencillo en su enseñanza de amor y de misericordia hacia el prójimo, hacia  el desconocido que camina junto a nosotros.

Recuerdo perfectamente, ese convulso 1979, cuando la voz de Monseñor Romero se escuchaba dominicalmente a través de la emisora YSAX. Era una voz amplificada, enraizada en la gente, que podía ser seguida a través de cuadras y cuadras en los barrios, residenciales y colonias de la ciudad; y en los pueblos, cantones, caseríos y villas del campo.

Era una voz que jamás se agotaba. Diáfana, suave, pausada; pero enérgica en su agudeza profética, en su señalamiento de la injusticia. Así se tratara de los ricos que se resistían a desprenderse de sus anillos; del aterrador ejército y de los brutales “cuerpos de seguridad”; de los círculos de poder del partido oficial, o de los mismas organizaciones populares y grupos revolucionarios, hacia quienes siempre tuvo una palabra solidaria, en todo lo que consideró justo; pero a quienes también criticó en su excesos e irracionalidad.

La tarde en que el siniestro francotirador acabó con la vida física de Monseñor Romero, y cuando su cuerpo inerte yacía en la antigua Policlínica de San Salvador, yo bajaba por la cuesta del viejo edificio del  Externado de San José,  después de la diaria jornada de estudio, sin saber que el pastor ya había iniciado su camino a la eternidad.

Esa temprana noche, “la poderosa YSKL”, YSU, y las radioemisoras de la época, daban la infeliz noticia. Ese día, algo se rompió para siempre en el corazón de los salvadoreños. Ese día quedó completamente claro que la guerra era necesaria e inevitable.

Nunca olvidaré ese silencio, tras la muerte de Monseñor. Un silencio hondo, de desamparo, pero también de decisión. Naturalmente, otros festejaron, como bien recuerda el Cardenal Rosa Chávez;  otros lanzaron frenética cohetería en las colonias exclusivas.

La palabra de Monseñor Romero sigue vigente, en su mensaje de consuelo y de esperanza, a las familias de los desaparecidos, perseguidos y asesinados del terrible hoy; en su condena a la violencia estructural.

Asimismo, en su desaprobación a la política farisea. Su voz, ahora en los altares eclesiales, nos continúa exigiendo desenmascarar a esos “lobos con piel de oveja” que, ambiciosos y babeantes, no cesan en su intento de pervertir el futuro.

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