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El Homo Perfectus (1)

René Martínez Pineda
Sociólogo, UES

El sarcasmo es el biógrafo de los siglos desde que el hombre creyó que estaba muy por encima de todo lo existente, incluido el tiempo y el espacio, así como el infalible antídoto que se recetó cuando tuvo conciencia de la muerte. El siglo en el que el hombre se burló de la realidad afirmando que había construido la sociedad del conocimiento, dijo que puede poner los dos pies en Marte gracias a naves espaciales privadas y anunció, desde un laboratorio de genética al estilo del mundo feliz de Huxley, la conquista total de la inmortalidad sin enfermedades, debilidades o malformaciones (para quien pueda pagarla al contado, claro está) nos azotó como huracán furioso una pandemia que nos empujó hasta la época medieval, exactamente a los mortales años cuando la peste negra, burlándose de las máscaras y conjuros desesperados, aniquilaba los países del viejo mundo y, sin pudor, dejaba una larga fila de cuerpos abandonados en las calles para festín de las ratas.

El siglo XXI, que iba a poner en el trono de lo imposible al ser humano (mediante la cuarta revolución industrial, la revolución-diosa de las revoluciones previas) y a partir de ello se ufanaría de que con él se acaba la evolución humana porque no hay nada más perfecto en ninguna dimensión de la física teórica, el “homo perfectus”, inicia su segunda década barriendo las calles, las fábricas, los centros comerciales y los aeropuertos de todos los países del mundo, o sea a los del primer, segundo, tercer y cuarto mundo, mandándolos a todos al otro mundo. En el Coliseo Romano lo único que deambula en soledad son los gritos de muerte del virus y el bramido de los gladiadores victoriosos hace siglos; el Walt Disney World “donde los sueños se convierten en realidad” es un panteón de lujo reclamado como propio por los animales que hablan; la Riviera Francesa y las islas exóticas se han quedado en purgatorio silencio como haciendo un mea culpa por el perdón de sus pecadores; la ciudad de Paris -como la de San Salvador- se ha quedado vacía, muerta de miedo, el mismo tipo de miedo que obliga al confinamiento hasta en la imposible de confinar ciudad de Nueva York (la grandiosa y bulliciosa ciudad que es la capital del mundo capitalista) que se duele de ver a su calle en Times Square vacía como nunca en su historia, ni siquiera en el inicio de su historia.

Desde esa todavía considerada como la capital del mundo hasta la ciudad más pobre y anónima del planeta, un virus que no está ni vivo ni está muerto (independientemente de si es un virus creado o no) ha logrado doblegar la infinita soberbia del ser humano justo en los días en que los intelectuales virtuales más brillantes y los científicos más prolíficos pregonaban que –emulando la hazaña de Neil Armstrong, apellido más sospechoso que casual- el ser humano (el ser-capital, se entiende) había dado el paso definitorio en la evolución del Universo -que no de la Humanidad- del que ahora se considera como un salvaje “homo sapiens” hasta el hombre del futuro en pleno presente, el que llamo “homo perfectus”. ¿Qué ha sucedido en estos cinco o seis meses? Siempre hemos dicho que lo que nos separa de los animales es el trabajo que sólo es posible porque surge del pensamiento simbólico (como máxima expresión de la racionalidad e inteligencia) y que ese pensamiento es el que, como conciencia de sí mismo, nos lleva a la búsqueda de más conocimiento para dominar a los otros y a lo otro; nos forja el ansia de progreso en beneficio de unos pocos, y cuando más disfrutaba el ser humano de su delirium tremens viene la naturaleza a recordarnos que somos tan indefensos, vulnerables y frágiles como cualquier otro ser, como cuando apenas entrábamos a la Edad de Piedra, lo cual encaja bien con el sarcasmo porque nos hemos quedado paralizados como una piedra.

Pensar que algunos pensaban (o querían creer) que se había llegado a ser el “homo perfectus” no es descabellado si la ciencia se analiza al margen de las necesidades más básicas de la humanidad, que fue lo que hizo el famoso historiador e intelectual israelí Yuval Harari quien acuñó hace algunos años el término “homo deus” (el hombre dios de sí mismo). Solo por conocer el optimismo o prepotencia adquirida de Harari, podemos remitirnos a su libro “Homo Deus”  en el cual tuvo la patente osadía de describir el futuro en detalle (obviamente a imagen y semejanza del capital) sobre la base de su principal supuesto, el supuesto más sólido y más endeble a la vez: las ciencias ya se han desarrollado en todos los campos imaginables. Harari es citado por muchos de los intelectuales de pensamiento crítico a quienes les parece cuando menos patético su patrón de razonamiento, y unas de las citas preferidas de todos ellos es la siguiente: “Si en verdad estamos poniendo bajo control el hambre, la peste y la guerra, ¿que será lo que las reemplace en los primeros puestos de la agenda humana? Como bomberos en un mundo sin fuego, en el siglo XXI la humanidad necesita plantearse una pregunta sin precedentes: ¿qué vamos a hacer con nosotros? En un mundo saludable, próspero y armonioso, ¿que exigirá nuestra atención y nuestro ingenio? Esta pregunta se torna doblemente urgente dados los inmensos nuevos poderes que la biotecnología y la tecnología de la información nos proporcionan. ¿Que haremos con todo ese poder?”

De más está resaltar que las aseveraciones son falsas o, en el mejor de los casos, verdades estratificadas o verdades con intereses de clase: no se ha controlado el hambre en el mundo que sigue matando a por lo menos ocho mil quinientos niños diariamente, se ha controlado a los hambrientos; no se han controlado las guerras, se ha garantizado que la industria de armamentos siga siendo próspera en las calles y en las barriadas, y se ha garantizado que los países invasores tengan la menor cantidad de bajas posibles, tanto humanas como en infraestructura, lo cual ha llevado a lo que se conoce como “guerras biológicas”; no se han controlado las pestes, se ha controlado a los pestilentes y a los que padecen todas las pestes posibles cuyo paciente cero es la pobreza.

Leer las afirmaciones sin apocalipsis de Harari mueven a la risa irónica porque un virus demuestra que vivimos en la también infinita sociedad de la ignorancia; porque un virus sin rostro impone un confinamiento prolongado y feroz a –sin exagerar- cientos de millones de personas en todo el mundo y ha paralizado –abriremos hasta nuevo aviso, restricciones aplican- la actividad económica mundial (con la excepción de la que forma parte del capitalismo digital). Leer las alegres afirmaciones de Harari en la solitaria soledad de las cuarentenas provoca convulsiones y un rechinar de dientes que hace juego con el tronar de dedo.

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