El Despertar

Eliézar Romero

Escritor

Aquella noche, las ciudades fueron sumergidas en una profunda y temida oscurana. No hubo calle o avenida iluminada, la única fuente de luz provino de la luna que brillaba medio pálida desde el cielo y que pude contemplar desde mi cama a través de la ventana.

Con mis ojos puestos en la luna y recordando lo agitado que fue llegar a casa ese día, por los intensos combates entre fuerzas armadas, caí en profundo sueño poco a poco. Al cerrar mis ojos, me vi de pequeño sentado en un columpio del parque al que solía ir por las tardes después de hacer mis tareas de la escuela.

El lugar estaba lleno de gente, habían niños corriendo y gritando por todas partes, madres despreocupadas chismeando entre ellas mientras sus hijos se mecían por cuenta propia en los columpios cercanos; jugando en el sube y baja, limpiando con sus ropas el tobogán viejo y mohoso que había al centro del parque, unos jugando a la pelota, otros recogiendo tierra con sus manos.

Las hojas de los árboles hacían un poderoso pero agradable sonido al ser sacudidas por el viento vaivén que de pronto se sentía. Era octubre, y muy a lo lejos, se alcanzaban a ver en el cielo diminutos puntos de colores volando sin aparente rumbo en la gran inmensidad azul.

– ¿Cuánto hilo se necesita para desaparecer una piscucha en el cielo? – me pegunté al verlas alejarse cada vez más.

Cuando regresé la mirada al parque, se encontraba una niña de cabellera rizada y castaña en el columpio de la par con un libro en sus manos. Me miró fijamente, su presencia era inquietante; a primera vista pensé que era hermosa. Tenía raspadas sus rodillas descubiertas y en sus ojos había cierta tristeza. Me dijo que se llamaba Elena sin que yo le preguntase su nombre. Tenía sus ojos puestos en mí, entonces yo le pregunté:

– ¿Por qué me miras tanto?

– Porque eres el niño más bonito que he visto desde hace mucho – respondió.

– Me gusta tu cabello.

– A mi tus labios – añadió.

– ¿Por qué estás triste? – le pregunté.

Y entonces se escuchó el ¡Bam! ¡Bam! Un ventarrón se vino y sacudió con tanta fuerza los árboles que algunas ramas cayeron al suelo. Las madres al escuchar aquel estruendo salieron a buscar a sus hijos despavoridas en medio de la enorme nube de polvo en la que se sumergió el parque.

Se empezaron a escuchar explosiones, cada vez más cerca. Parecía que unos aviones sobrevolaron con rapidez el cielo que yacía sobre nosotros, cortando a su paso el hilo de las piscuchas. Entonces, el ventarrón cesó y el polvo se desvaneció tan pronto como cuando se levantó.

Las risas, el sonido chillante de los columpios al mecerse, todo se lo llevó el viento y el polvo a su paso, no quedó nadie en el parque, estaba desolado completamente. Se seguían escuchando explosiones a los lejos y alcancé a ver sobre los tejados de las casa s que habían alrededor densas nubes de humo que se elevaba hasta el cielo.

Me volví al columpio para ver si Elena seguía ahí. Ella no se columpiaba más, su cabello estaba un poco despeinado y sobre sus mejillas se deslizaban pequeñas lágrimas que caían una tras otra en el libro que aun sostenía en sus manos. Le pregunté por qué lloraba y entonces me miró, se inclinó para besarme los labios y a lo que sucedió después todavía no le encuentro explicación.

De pronto, un poste de tendido eléctrico cercano hizo corto circuito. Los cables chisporroteaban sin cesar y al sentir que las chispas podían llegar hasta nosotros le dije a ella que nos fuéramos a otro lugar. Sin embargo, ella se quedó en el columpio, su libro cayó al suelo y de la nada Elena empezó a arder en llamas.

Fui testigo de cómo sus ojos se hundieron en su rostro hasta volverse dos puntos negros debajo de sus cejas, su cabello era una potente llama de fuego que se extendió hasta sus brazos y torso. Al verla como se quemaba me pregunté qué ocurría, si las chispas la habían alcanzado. No tuve oportunidad de hacer nada, todo pasó rápido, y al salir de la impresión de ver semejante cosa, su cuerpo ya estaba hecho ceniza y pronto se desvaneció.

Me quedé de pie frente al columpio, completamente solo, sin nadie a mí alrededor, con el libro de Elena a mis pies sin ninguna letra o dibujo en su interior. Las casas cercanas al parque permanecían expulsando humo de sus tejados y el cielo ahora era anaranjado. De nuevo el ¡Bam! ¡Bam!, una y otras vez, cada vez más fuerte, más cerca… Entonces desperté.

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