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DE AZTLÁN A CUZCATLÁN

Memoria histórica sin archivo

Testimonio de F. T. 

 

Rafael Lara-Martínez

Tecnológico de Nuevo México

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Desde Comala siempre…

 

…No basta recordar.  Hay que saber olvidar si los recuerdos abundan…

Hace unos veinte años —cuando el concepto de memoria carecía de valor— F. T. rescató la huella que el actuar humano imprimía en el mundo.  Por honda convicción creía que no existía vida terrestre —de la mineral a la humana— que no depusiera un testimonio de su paso por el mundo.  Toda presencia no la resolvería un simple recuento de una tabla periódica en resonancia íntima y subjetiva.  Ni la evocación certera ni la añoranza nostálgica bastaban a la hora del recuerdo.  En cambio, la solventaba el indicio actual de una figura ahora ausente.  La estancia de ese trazo señalaba una estría.  A manera de surco, florecía en un hálito tan sutil como la fuga que habían provocado el exilio y la muerte.

Con un ímpetu trasnochado, F. T. recolectó un raudal de escritos sin archivo en el origen. Lo propio de su nación se componía a menudo en la lejanía.  La distancia brotaba en enredadera.  Como un bejuco a raíces ocultas, siempre se disimulaba en la exuberante pasión que abonaba un trópico fecundo.  El tropo era prolijo en entusiasmo y en provocaciones contrapuestas.  Se decidía en antípodas estacionales.  Del agudo verde invernal, transcurría a la opaca aridez veraniega y marchita.  Con frecuencia, en una continuidad carente de eslabón intermedio.

F.T. ignoraba la razón que inducía las antípodas a moverse sin un obvio paraje liminal. Así lo celebraban sus conversiones periódicas el 3 de mayo y el 2 de noviembre, en el ciclo revolucionario de las temporadas. En esas pascuas, se hallaban notas tan discordantes como el xupan y el tunalku marcaban zonas contrapuestas en pugna complementaria.  Jamás se eliminaría al contrincante, so pena de inducir el fin de la historia, Apocalypsis now, en un universo sin controversia.  Si el zenit y el nadir se ofrecieran en diálogo inconcluso, se negaría la aurora y el ocaso como conciliación de los extremos.  El diálogo lo iniciaría la expulsión de la diferencia; el debate, la migración de toda alternativa que no fomentara una nueva hegemonía.

Quien no se catalogaba como “poeta nacional” ni sus fans invocaban su ocaso criminal —“todavía no se sabía quién lo había asesinado” (1987), i.e., mis dirigentes — yacía disperso en bibliotecas extranjeras.  Por su afán de documentar el pasado, F. T. recolectó una obra que seguía tan diseminada como la población misma se esparcía de ese país remoto hacia los confines del mundo.  Su identidad social la recreaba la perenne exclusión de los habitantes hacia fuera del territorio.  Acaso la emigración de lo propio afianzaría el bienestar económico —concedería un impulso intelectual— pese a un inesperado retoño violento.  En todo caso, los reflujos migratorios —las exclusiones partidarias— se constituían como rasgo indeleble de la nación.  Por una clásica paradoja, si el aprendizaje de la soledad precedía el amor del otro, la visita de lo ajeno entregaría el sentido auténtico de lo propio.

La labor de pesquisa fue minuciosa.  Había de hurgar la biblioteca de Babel en todos sus estantes —reales y virtuales— hasta localizar la vida publica del poeta en su flujo ambulante, las publicaciones errantes.  Si tal obra representaría una nación en su conjunto, los lugares más idóneos para transcribirla se llamarían México, Cuba, República Checa, Chile, etc., Vietnam quizás.  Acaso la verdadera patria no la establecía un lugar; la instituían una lengua y una temática nacionalista.  Por estatuto poético, lo económico y determinante los regulaban lo político e ideológico.  El idioma que calcaba lo real imaginaba el destino de un país desde la distancia.  La “patria” no la limita un territorio geográfico sino se extiende por “el tiempo de lo poético”.

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