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Criminalidad organizada contra el medio ambiente

Elizabeth Fuentes

Tomado de Agenda Latinoamericana

Las definiciones que se hacen sobre la criminalidad organizada están orientadas a expresar que se trata de grupos que están estructurados para la realización de delitos o actividades delictivas orientadas, en algunos casos, a que les generen beneficios económicos y en otros para beneficios políticos. Así se considera que la finalidad política perseguida por la estructura del grupo es la denominada organización terrorista y los que tienen una finalidad económica son atribuidos al crimen organizado propiamente dicho.

Una de las diferencias entre ambos fenómenos es que el terrorismo tiene como finalidad política la destrucción del sistema contra el que se opone, mientras que el crimen organizado de tipo económico se beneficia del sistema en el que está insertado e interactúa como parte del engranaje de ese sistema, de hecho, no busca su destrucción sino beneficiarse de sus limitaciones.

El crimen organizado opera al margen de la estructura capitalista de medios de producción y tiene como finalidad el lucro a cualquier precio, genera escenarios para dar y adquirir comisiones lucrativas y aprovecharse de la corrupción pública y privada u otros fallos del sistema para beneficio de la organización.

Tanto un grupo como el otro poseen finalidades distintas, pero en determinados momentos realizan actividades que no son sus fines esenciales. De hecho, algunos grupos de crimen organizado pueden realizar acciones terroristas puntuales para crear terror en la población o intimidar al Estado con la finalidad de erradicar la presión social o legal ejercida contra ellos. Y también algunos grupos terroristas pueden generar una práctica criminal de tipo lucrativa para conseguir el objetivo terrorista.

Por lo general, cuando se pone imagen o se hace referencia a la criminalidad organizada transnacional o a las mafias, se tiene la imagen mediática de grupos ligados a escenas de una violencia brutal que ejercen contra sus enemigos y víctimas. O la de los carteles de la droga que comercian con mercancías ilícitas alrededor del mundo y que, en ocasiones, no dejan rastros de violencia visual y se mueven entre la legalidad y la ilegalidad. Si bien esta criminalidad es un cáncer para nuestra humanidad, hay otros grupos bien organizados que comercian con productos que no son ilegales, gozan de prestigio y actividad comercial legal, pero que en ocasiones actúan con formas de esa misma modalidad criminal de una manera más sutil, más organizada, lo que las hace tan o más peligrosos que las ya tradicionales y conocidas.

En raras ocasiones se vinculan formas de criminalidad organizada transnacional cometidas por empresas multinacionales contra los bienes comunes de la humanidad: el medio ambiente, los ecosistemas, la tierra, el agua, la soberanía alimentaria, etc. Tampoco se juzgan ni resuelven, bajo esa modalidad delictiva, los asesinatos que se cometen contra personas defensoras de estas causas. Sin embargo, la mayoría de crímenes contra el medio ambiente y ambientalistas poseen rasgos de esa modalidad criminal: delitos contra el medio ambiente como la contaminación de las aguas y destrucción de ecosistemas, entre otros; con la diferencia de que muchas de esas prácticas se encuentran amparadas por permisos gubernamentales que atentan contra el propio orden constitucional.

A lo largo de la historia, las sociedades se han ido transformando. En esas transformaciones han cambiado, entre otras, las formas de organización social, económica y política. También las formas de criminalidad y el ejercicio del poder por parte de los Estados. En la actualidad diversas son las leyes y tratados internacionales que procuran la protección de los derechos humanos: se han creado instituciones nacionales y supranacionales con la finalidad de perseguir delitos de gran envergadura para la humanidad y los Estados. No obstante, a la par de estos también crecen, y con mayor rapidez, leyes y tratados internacionales en materia económica que permiten la profundización del capitalismo. Creadas también por instituciones que potencian el enriquecimiento lícito, pero injusto y criminal, de empresas multinacionales y capitales transnacionales en detrimento de los derechos humanos y de los Estados en su conjunto.

Tratados de libre comercio que generan más desigualdad y pobreza en los países en vías desarrollo y mucha riqueza para empresas de países desarrollados, y contratos entre empresas y Estados que permiten múltiples formas de extractivismo de los bienes de la naturaleza y que perjudican seriamente los ecosistemas, el agua, la salud pública y la propia vida humana. La mayoría de leyes que rigen esas prácticas se fundamentan en una ideología capitalista que les permite crear sus propios tribunales de inversiones y de arbitraje cuando hay discrepancia entre los Estados y las empresas. Tales normativas pasan por encima de la soberanía de los Estados puesto que, aunque sean avaladas por los gobiernos y políticos de turno, la mayoría de esos acuerdos implican modificaciones a las leyes nacionales para que sean los estados los que se adapten a esas normas y no las empresas a los Estados, y así las actividades delictivas contra el medio ambiente estén amparadas en una legalidad viciada.

Sumado a ellos, el poder de perseguir y castigar de los Estados tradicionalmente no se hace contra la criminalidad organizada transnacional que comete delitos contra el medio ambiente, o instrumentaliza personas y escenarios para actuar con impunidad. La contaminación y destrucción que provocan en muchas ocasiones está permitida por acuerdos legales entre éstas y los políticos de turno, por lo que, teóricamente y en principio, no habría delito que se le pudiese atribuir a una persona jurídica. Por el contrario, los delitos que han surgido contra el desistimiento político como las asociaciones ilícitas, delitos de usurpación o incluso de terrorismo se aplican a aquellos que defienden la tierra, sus territorios, su naturaleza, su ecosistema, sus luchas legítimas. En la mayoría de ocasiones los poderes públicos han aplicado delitos que no corresponden a personas que no encajan en esas modalidades delictivas.

Pero, además de la impunidad legalizada para los primeros y la represión para los segundos, los asesinatos que se cometen contra los defensores de los bienes comunes de la naturaleza han tenido una modalidad amenazante a las propias víctimas a las que terminan segando la vida y pretenden generar miedo a los colectivos que representan. El poder público y la fuerza policial en algunos países, sobre todo latinoamericanos, se saña contra sus defensores. Por citar algunos ejemplos: los casos de movimientos indígenas en Honduras que defienden la tierra (Berta Cáceres), El Salvador (por defender el agua han sido procesados como terroristas) y otros países latinos y africanos que experimentan estas formas de actuar del capital transnacional con la complicidad de gobernantes corruptos. La militarización ha tenido la tendencia histórica de servir al gran capital económico en diferentes épocas y con diferentes discursos reprimiendo las reivindicaciones sociales de los más vulnerables: indígenas, campesinos y mayorías populares.

Por ello, una de las cosas que debemos exigir como sociedad es la ilegalización de las prácticas del extractivismo, los monocultivos, la minería metálica. Y también la aplicación del derecho penal que ya existe en las legislaciones de esos países, por medio de la responsabilidad penal, a la empresas a las que se les pruebe la destrucción del medio ambiente por medio de modalidades de criminalidad organizada y a los políticos que lo permiten.

No se trata de expandir el derecho penal sino de aplicarlo a los criminales que lo practican. Unas buenas leyes sociales y ambientales deben ser una herramienta eficiente para combatir las prácticas criminales que nos conducen a un punto de no retorno. Parece una misión imposible pero, como en el mayo francés de 1968, hay que reivindicar: “ser realistas, para exigir lo imposible”

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