EL JEFE 

Mauricio Vallejo Márquez

Estaba muerto. Definitivamente así me sentía, un cadáver sobre la silla secretarial a la espera de la hora de la salida. Sin embargo, las agujas del reloj no querían avanzar. Tenía días cuando me trasladaron de mis asignaciones habituales como abogado para ser asistente de un jovencito que me enviaba a llenarle un termo de agua, a comprarle churritos, a hacerle encomiendas a su padre, a limpiarle el carro, además de hacer otro conjunto de atribuciones que no me competían.

—¡Gracias a Dios hay trabajo! —me consolaba.

La aguja segundera parecía no moverse, aunque la veía recorrer el contorno de aquel iris negro con números negros. El teléfono sonó.

—Licenciado, hágame el favor de venir para llevarme una correspondencia al otro edificio—y luego el sepulcral silencio de la condena de muerte.

Y así me levantaba de mi puesto para efectuar la solicitud. Entraba a su oficina con el inconfundible olor de un pedo que a pesar de la mascarilla me hería la pituitaria. Esperando que ese sujeto terminara de responder por WhatsApp a su amigo. Luego el silencio de aquella oficina que parecía una caja de cartón pintada de blanco hueso era interrumpido por el sonido del impresor escupiendo con lentitud el memorándum que me obligaba a estar ahí.

—Cuando se lo reciban regrese, quiero verlo. ¿Me entendió licenciado? —me dijo con ese tono ceremonial que me parecía sacado de una mala obra de teatro.

Entonces la firma y la disposición del sello. Listo, ahora a correr para dejar a tiempo la correspondencia.

Al llegar al otro lado alcancé a dejar el escrito, y en lo que di media vuelta la gente había emigrado. Incluso encontré las luces apagadas y la lúgubre sensación de la soledad a mi paso. Retrocedí para volver por donde llegué. Ya habían pasado cinco minutos de la hora de salida y la gente huía en estampida. Me hice a un lado para dejar que el enjambre pasara al reloj marcador.

Dispuse mis papeles en orden y tomé mi maleta empujando por accidente una piedra del tamaño de mi mano que traje del mar. Bajé las gradas a golpeteo de bombo hasta el marcador. Me sentí libre cuando subí al bus, solo era cuestión de minutos para regresar a mi casa. El celular comenzó a vibrar.

—Licenciado, ¿entregó la correspondencia?

—Sí, doctor. Ya fue entregada—le respondí.

—Venga a enseñármela—ordenó para provocar una corriente eléctrica que rebotó en mis extremidades.

—Voy camino a mi casa, doctor.

—Regrésese y me la enseña—impuso el jovencito.

Al retornar a la institución la oficina del jefe estaba cerrada y a oscuras. En medio de aquella penumbra la lámpara de mi celular era la única luz. Salí de nuevo con la firme intención de dirigirme a mi casa cuando el teléfono volvió a sonar.

—¿Dónde está licenciado? Lo estoy esperando.

—Acabo de llegar a su oficina y no estaba, doctor.

—Lo estoy esperando en su escritorio.

Cuando estuve frente a él, la correspondencia recibida había desaparecido. La había dejado sobre el escritorio justo a la par de la piedra, pero no estaba. Vi el basurero y alcancé a ver algunos trozos de papel que supuse ser el papel extraviado. No fue cosa del otro mundo, tomé la piedra y la detoné contra su juvenil cabellera para rebotar sobre mi escritorio. La sangre se esparció en el suelo como las raíces de un árbol y pequeñas gotas de mercurio. Estaba muerto, igual que yo.

 

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