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Voces que claman en el desierto

Carlos Girón S.

La dureza del corazón del hombre sube hasta sus oídos y se los taponea de modo que ni siquiera puedan oír, pills menos escuchar las voces que le hablan del bien, viagra sale de la bondad, nurse la caridad que debe hacer, y por los caminos rectos por donde debe ir.

Profetas, santos  y avatares han dejado claros mensajes de guía y orientación al hombre para que sea bueno, que se quiera a sí mismo y pueda querer a sus prójimos, servirles, compartir, convivir en paz y armonía en el reino de gracia que Dios dispuso para él, no en el espacio ni en el más allá, sino aquí mismo, en la Tierra, en esta bella y hermosa y pródiga morada.

Sus voces y mensajes, sin embargo, se han difuminado en el éter. Los humanos seguimos como si tal, viviendo peor que los animales irracionales, despreciándonos, odiándonos unos a otros, en vez de amarnos; esquilmándonos, estafándonos, en vez de repartir y compartir; y lo peor, matándonos unos a otros, arrebatándonos con mano asesina el aliento vital que emana de la propia esencia de Dios, por el mero gusto de matar.

En el vacío han caído en nuestro país, y también en otros vecinos y del entorno, las voces, el clamor amoroso y justiciero de uno de los más recientes profetas venidos a la Tierra: el beato Romero, Oscar Arnulfo Romero, cuyo infame martirio parece haber sido totalmente inútil. Pese a todas sus prédicas inspiradas en los Evangelios y por inspiración directa de la Divinidad, nuestras conciencias siguen endurecidas, ciegas y sordas.

Recordemos que antes de él hubo otras voces clamorosas y de denuncia de los problemas sociales que no eran naturales, sino artificiales, producto del egoísmo, la avaricia y codicia, que son la misma causa de la situación de necesidad que padecen gruesos segmentos de nuestra población. El recordado Monseñor Oscar Arnoldo Aparicio, Obispo de San Vicente, fue otro Pastor que toda su vida alzó su voz de denuncia contra las injusticia y falta de humanismo, motivo por el cual también fue odiado, lo mismo que el padre Rutilio Grande, por similares razones.

Con Aparicio, célebres e inolvidables fueron las denuncias que hizo en sus homilías, desde el púlpito, en su diócesis, Y no le bastaba hacerlas desde allí. Cada vez que iba al Vaticano, en Roma, aprovechaba para lanzar su grito de protesta condenando las injusticias de que era víctima, en particular, nuestro campesinado.

Nadie olvida las condenas que lanzaba diciendo que en las fincas de café, los perros eran mejor alimentados que los cortadores, y que mientras los canes dormían en aposentos confortables, los campesinos lo hacían en el suelo, entre los cafetales. Sobra la paga, igual denuncia y condena.

Como Romero y Grande, Aparicio era querido y seguido por el pueblo, y despreciado por aquellos contra quienes dirigía su dedo acusador. ¿Habrán cambiado mucho las cosas en la actualidad? Dudoso. El milagro fue que el obispo vicentino no haya corrido la misma suerte que Rutilio Grande y Oscar Romero y los padres jesuitas de la UCA.

El caso es que –como es harto sabido—la guerra fratricida de doce años que sufrimos todos nosotros tuvo como causa y origen aquellas condiciones de pobreza y  miseria, denunciados por los sacerdotes, en que eran mantenidos grandes sectores de nuestra población, principalmente los campesinos, y los laborales en otros sectores de la vida económica y productiva del país. Y todos seguimos preguntándonos: ¿sirvió de algo, tuvo alguna utilidad, esa cruel guerra, se logró alguna ganancia mejorando sustantivamente las condiciones de vida el pueblo trabajador? La respuesta parece obvia.

Hay quienes consideran que sería del caso y valdría la pena, en memoria del obispo mártir, que volvieran a difundirse las homilías del beato Romero, difundirlas por los diversos medios, ello para que las conciencias de la gente no terminen de estragarse, insensibilizarse y deshumanizarse. Podría ser un merecido homenaje post mortem para el beato, y una demostración de que ya no nos calan ni asustan sus palabras, su incendiarias homilías, puesto que hemos cambiado o al menos estamos convirtiéndonos en mejores personas, mejores hermanos, para ayudarnos los unos a los otros, y unidos, para remontar las condiciones de precariedad que se mantienen en muchos sentidos en nuestro país. Dar muestras de que ahora queremos y estamos siendo más solidarios unos y otros, como buenos cristianos que somos. Pero el punto es que, la verdadera conversión que podría haberse esperado y que se anhelaba grandemente y cuyo sentimiento acaso palpitó en todos los que asistimos al solemne e histórico acto del 23 de mayo pasado en la Plaza del Salvador del Mundo, no se advierte con claridad por ningún lado.

Prueba es la guerra en todos los frentes que los poderosos libran desde el primer momento de iniciado contra el actual Gobierno, con más ferocidad que la que le hicieron al anterior… todo por el crimen de estar trabajando en beneficio de las grandes mayorías, con el afán de resolver muchas de sus vitales necesidades.

Y si todo es así, ¡oh tristeza!, inútil sería que continuaran surgiendo en nuestra tierra más santos y profetas, que vinieran a recordarnos las enseñanzas de Jesús, para despertarnos a todos los salvadoreños la caridad, la compasión, y sobre todo el sentimiento del amor, poderosa fuerza que lo vence todo… Sus clamores seguirían siendo clamores en el desierto.

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