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Violencia y autoritarismo

José M. Tojeira

Estamos acostumbrados a que la autoridad controle la violencia. Pero casi nunca reflexionamos entre la íntima relación entre autoritarismo y violencia. Algunos sectores conservadores suelen decir que tanto en tiempo de Hernández Martínez como de Somoza, Carías o Ubico en el resto de Centroamérica, se podía dormir con las puertas de la casa abierta sin que te pasara nada. Pero lo real, al menos en El Salvador, es que la violencia ha sido endémica a lo largo de todo el siglo XX. Tanto en tiempos de dictadura como en democracia las cifras tienden a ser parecidas. El trabajo del historiador Knut Walters demuestra claramente lo que aquí afirmamos. Puede ser que en los lugares donde el dictador estaba más presente hubiera menos crímenes. Pero en las zonas alejadas de la capital o de las ciudades, con la generalizada ausencia del Estado, mucha gente arreglaba sus problemas a machetazos. La muerte violenta era endémica. Y con algunas diferencias, el panorama no era muy diverso en el resto de Centroamérica.

En general el autoritarismo produce violencia. Quien es víctima de violencia, si ve que no hay recurso contra ella, puede aguantarse. Pero tiende a reproducirla cuando siente que tiene poder y dominio sobre otros. Es lo que la sociedad le ha enseñado, incluido el propio Estado y sus gobiernos. Si el Estado busca siempre el castigo como primera prioridad antes que el diálogo, si en la escuela el castigo es parte de la pedagogía, no es difícil pensar que haya una tendencia también en el hogar  reproducir la violencia. Al final se trata de un ciclo, o tal vez podríamos decir mejor, de un círculo vicioso. El fuerte se impone por la violencia y provoca que  quien por edad, ganancias, conocimiento, etc., se va fortaleciendo, acuda a formas diversas de violencia para imponerse, sean físicas, psicológicas, económicas o sociales.

En situaciones de calamidad -como la que estamos viviendo- es imprescindible tomar decisiones y exigir su cumplimiento. En otras palabras la autoridad es más necesaria que nunca. Pero la autoridad es siempre una forma de relación social que se debe ganar. Un título, un grado militar o policial, un puesto gubernamental no produce inmediatamente autoridad. Porque la autoridad se gana desde el diálogo, desde la relación humana y desde la búsqueda honesta del bien común. El poder se tiene por cargo y por posición social. La autoridad se gana a través de una relación de servicio, conocimiento y diálogo. En ese sentido el poder puede tener un bajo nivel de autoridad, aunque tenga un alto grado de autoritarismo. Hitler, Stalin o nuestros dictadores militares latinoamericanos pudieron en algunos momentos tener un poder que parecía casi absoluto. Pero eran autoritarios y por eso la misma historia terminaba privándoles de autoridad. Martin Luther King, Gandhi, monseñor Romero tenían autoridad aunque no tuvieran poder ni fueran autoritarios. Y la siguen teniendo incluso después de muertos.

El Gobierno actual ha tomado medidas que en buena parte son las adecuadas para proteger a la población de la pandemia de COVID-19. Pero algunas de las decisiones las ha tomado con poco o nulo diálogo y ha gestionado las necesarias medidas de una forma autoritaria, más inclinada al castigo de los incumplimientos que al diálogo con las necesidades de las personas. Se podrá discutir si en tiempo de emergencia se puede emplear más o menos tiempo en dialogar. Pero es evidente que tanto el diálogo como la rectificación de algunos errores son necesarios para ganar autoridad. Pensar que con autoritarismo se superan las contradicciones es siempre un error que se acaba pagando con el correr del tiempo. El Gobierno actual, que desde relativamente se ha inclinado hacia formas autoritarias en el combare de la violencia y en su relación con la Asamblea Legislativa, debería reflexionar sobre este punto. Le quedan cuatro años por delante y tiene tiempo de sobra para corregir errores antes de que el autoritarismo produzca formas más graves de violencia.

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