Por David Alfaro
16/10/2025
En el país Cool de #Bukele, donde se presume que ya no hay pandillas, el ministro de Seguridad, Gustavo Villatoro, ha decidido declararle la guerra a un nuevo enemigo: un niño de once años.
Sí, un niño. No un sicario, no un cabecilla de ranflas liberado por Bukele, no un financista del crimen organizado, no el narco «Chepe Diablo» liberado por Bukele, no un descuartizador liberado o una ex primera dama liberada. Un niño que tuvo la osadía de tomarse fotos con los dedos haciendo una seña del «Cornudo» que, según el ministro, lo convierte en «miembro de una organización terrorista».
Mientras los verdaderos criminales de cuello blanco saquean el Estado bajo el disfraz de la «guerra contra las pandillas», Villatoro, un ex «amigo» del Cartel Los Perrones, se siente victorioso capturando a un menor que probablemente no entiende ni el peso simbólico de sus gestos. Y como si no bastara con detenerlo, el ministro decidió exhibirlo públicamente en redes sociales, prometiéndole «décadas de carcel por su acción, borrándole la infancia con un clic, convirtiéndolo en espectáculo político y trofeo digital de un sistema que confunde justicia con venganza.
¿De verdad alguien puede creer que un niño de once años es una amenaza a la seguridad nacional? ¿De verdad la dictadura, con toda su fuerza, necesita aplastar a un menor para demostrar poder e imponer terror? No se trata sólo de un abuso de autoridad: es una violación descarada de derechos humanos, de derechos a la niñez y de sentido común. En cualquier sociedad que se respete, un menor en riesgo sería protegido, resguardado, no criminalizado y condenado con anticipación. Pero en la dictadura de Bukele, la represión se maquilla de orden y se aplaude como si fuera virtud.
Lo irónico, y profundamente cínico, es que mientras este niño será procesado por «terrorismo», hay pandilleros reciclados en el gobierno: alcaldes, concejales, diputados suplentes y funcionarios con pasado manchado de sangre, también pandilleros convertidos en soldados del régimen.
Incluso el propio Bukele y sus diputados hacen el símbolo del «Cornudo» con sus dedos, pero a ellos nadie los captura.
El discurso de Villatoro habla de «erradicar generaciones sumergidas», como si la pobreza y la exclusión fueran una enfermedad hereditaria y no el resultado de décadas de desigualdad. Su frase «aunque duela», revela la arrogancia de quien nunca ha sentido en carne propia el abandono de la sociedad ni del Estado. No duele lo mismo desde un despacho con aire acondicionado que desde un barrio sin escuela, sin clínica, sin agua, con techo de lámina y sin futuro.
Un niño de once años no elige su contexto. No elige si en su colonia hay pandillas, si en su casa hay hambre o si su única distracción es un viejo celular prestado para ponerse a «tontear». Pero sí el Estado elige qué hacer con él: rescatarlo o destruirlo. En este caso, eligió lo segundo.
Y mientras tanto, el ministro está plenamente convencido de haber «hecho historia», cuando en realidad acaba de escribir una de las páginas más tristes, negras y vergonzosas de este país. Porque cuando un gobierno celebra la humillación de un niño como una victoria, lo que ha perdido es el alma.
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