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Soy los libros que he leído (1)

Sociología y otros Demonios (998)

René Martínez Pineda

 Sociólogo, UES

Al final de todas las cuentas de la vida, lícitas e ilícitas, lo que termina siendo lo esencial es lo que somos por dentro, no lo que tenemos puesto; al final de todas las cuentas cabales soy los libros que he leído. Y es que, como si fuéramos un principito, nuestra esencia está en el ser-saber y no en el tener-quitar, ya que cuando estamos en cuidados intensivos somos lo que no se puede medir con dinero. Sí, yo soy los libros que he leído. En los días en que descubrimos las venas abiertas de América Latina nos damos cuenta de que la vida obra de formas misteriosas y, quizá por eso, en estos densos lapsos sin tiempo de la cuarentena puedo escribir los versos más tristes cada noche, escribir que el cielo es una cárcel sin rejas porque todos los ojos apuntan hacia él en un intento desesperado por hacer desaparecer la hojarasca de la peste que nos persigue día y noche para hacernos entender, a la fuerza, que el Medioevo ha vuelto al planeta; para hacernos comprender que vivimos la mala hora de la sociedad del consumo que nos consume.

Por la noche, la peste es una realidad tangible y temible que pasa sobre nuestro techo, y el viento le hace a mi casa su cadavérica ronda de impotentes sollozos y alaridos vocingleros que no encuentran eco cercano en las cumbres borrascosas del vecindario; y la calma se quiebra y quiebra como un cristal mi grito de auxilio desesperado que clama por volver a mi mundo feliz sin encierros, y en la planicie azul de un horizonte sin límites, aterrado veo morir los agudos crepúsculos de los pechos dolorosos que perdieron la posibilidad de los santos óleos.

Esta perpetua encerrona que nos dará la oportunidad de sobrevivir separados (cada quien en la caverna que tiene por refugio), para que mañana podamos vivir juntos, es tan peligrosa como el virus monárquico que nos acecha porque, si no nos abrazamos cuando la tormenta pase, puede desencadenar una epidemia de odiosa soledad. A toda hora, la rutina de la ruptura de todas las rutinas toma la palabra para que la memoria dicte sus nostalgias a mis seres más amados, a quienes les confieso que me alquilo para soñar con un país en el que ellos regalen sueños de justicia social. Entre cuatro paredes y mil hastíos irrelevantes recuerdo de nuevo cómo era la flor en el último invierno del jardín del vecino. Era la caricia roja y los suspiros como potros desbocados recorriendo los renglones torcidos de la historia de dos ciudades que no tienen calendarios ni saben del confort de los muebles estilo Luis XVI en las salas de emergencia. En su mirada se veía el incendio de la plegaria que vence a cualquier enemigo y enamora hasta al que ha perdido el corazón en la última caminata por el laberinto de la soledad. Las hojas secas de mis días caen en el río caudaloso de las almas de los míos y de lo mío, y entonces el distanciamiento social pierde sus colmillos y cierra sus ojos de perro azul.

El dolor ajeno ya no es tal cuando el silencio se apodera de la noche que, sigilosa, adelanta sus pasos por temor al toque de queda impuesto por el vigía sin ojos que cuida las uvas de la ira que nos obligan a huir de nosotros mismos; el sufrimiento es el mejor designio y fantasma de la democracia que disfrutan quienes mueren de hambre o mueren de fiebre, esa insalvable y triste paradoja que conquista mi conciencia como una enredadera firme y en calma. Estos son los días más peligrosos que he vivido en casi seis décadas, mucho más peligrosos que los largos y cruentos días de la dictadura militar porque, en esta ocasión, repudiamos a los vecinos a quienes vemos como los miserables, sin saber que lo miserable es el capital que nos empuja a la miseria, ese territorio que no tiene primavera ni fiestas patronales.

Es la cuarentena o son los cuarenta años de ilusiones desilusionadas (que, firmes como una piedra, empezamos a contar desde la primera ofensiva general) los que me tienen borracho de eucalipto milagroso y de besos dados de contrabando para no violar la orden del distanciamiento social mientras agonizo; el calor agobiante es un presagio de la fiebre que nos tiende una emboscada en las esquinas sospechosas y en las maquilas insaciables; la tregua es el nombre del barco con el que remonto el mar tenebroso del individualismo y la perversión política que, por costumbre, insisten en que tuerza el rumbo hacia la muerte del diminuto día de los pobres que juegan a la rayuela con el contagio adictivo.

En estas circunstancias en que el calendario es un artículo obsoleto, los días son la oración que repetimos hasta que se produce el milagro de encontrar el tesoro de la isla del tesoro. Pero antes de que eso suceda, todo es igual de pálido y todo sigue atado a la locura que me da el valor para cruzar el agrio sabor de la pandemia; que me da la cordura necesaria para disfrazarme de Don Quijote de la Mancha y luchar contra los molinos de viento en los que se pulveriza el virus con los sonidos amargos de los virus venideros. El mío ha sido un largo recorrido de libros que me han preparado para vencer la soledad que acompaña al distanciamiento social que, de puntillas, me conduce a la bruma espesa de la desolación sin patria. Esta cuarentena es un recordatorio de la cárcel clandestina que tuve que sufrir para ponerle fin a la fiesta del chivo en América Latina; esta cuarentena es un golpe en la frente para que se sacuda el árbol de las prioridades de la historia y vuelva a usar el jabón de cuche que limpia las ideas.

La noche y el día son iguales cuando el reloj se detiene en la mano ajena que, sin inmutarse, escribe la crónica de una muerte anunciada en los pasillos de las salas de cuidados intensivos olorosas a Brylcreem y Old Spice; en estas horas en las que la incertidumbre me oprime la garganta como si capitaneara mi particular Odisea, me refugio en el olor de la guayaba que mi mujer tiene en medio de las piernas; busco la herejía audaz del evangelio según Jesucristo en el valor de los que, descalzos y sin armadura, luchan contra el contagio que nos susurra al oído la sarcástica versión de la divina comedia; procuro recostarme en los hombros de la luna por salud mental; tiro mis redes a los labios oceánicos de la patria para pescar los besos de la sanación colectiva; hago señales de humo para sentirme útil como el faro del fin del mundo que juega al lazarillo de Tormes.

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