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Situaciones problemáticas en la educación superior

Luis Armando González

La situación actual (en El Salvador y en el mundo) ha dado pie a situaciones problemáticas sociales, culturales, económicas y políticas que constituyen un interesante desafío para la investigación científico social, en sus distintas disciplinas. La educación superior –y no solo ella, por supuesto— es un ámbito más que atractivo para la investigación educativa, pues aquélla dando lugar a fenómenos (situaciones problemáticas) que invitan no solo a reflexionar sobre ellos, sino a indagar sobre los factores subyacentes que los explican, condicionan o, por lo menos, se les asocian de manera estrecha. Pero lo primero que tiene que hacerse, antes de cualquier exploración sistemática, es meditar sobre los problemas (o algunos de los problemas) que se están haciendo presentes, en estos momentos, en la educación superior. Lo que aquí se hace es, precisamente, una primera reflexión sin más pruebas que unas cuantas apreciaciones sumamente (y también vagamente) cualitativas.

Ante todo, se tiene que decir que la coyuntura suscitada por el coronavirus y su impacto social ha dado pie a que, por un lado, se generaran situaciones problemáticas novedosas (o relativamente novedosas) en la educación superior; o, por otro lado, que se pusieran de manifiesto problemáticas que eran actuantes, pero a las que no se les prestaba la atención debida. Hay ejemplos que ilustran, mal que bien, ambos asuntos.

Lo primero quizá se puede ejemplificar, de entrada, con el “traslado” de lo presencial a lo virtual, forzado por la coyuntura mencionada. Importantes universidades alrededor del mundo tuvieron que hacer ese traslado, pero el mismo, de volverse permanente (o de prolongarse por un largo tiempo), dará lugar a que persistan (o se hagan más complejas) situaciones educativas contraproducentes (y por ello problemáticas) que ya en 2020 hicieron su aparición.

Las instituciones universitarias de avanzada y más serias, que antes de 2020 habían venido trabajando en carreras virtuales, tenían claro que los tiempos, los ritmos, los recursos y los hábitos, de profesores y estudiantes, en las carreras virtuales no son equivalentes (semejantes o iguales) a las presenciales. Las instituciones que entraron abruptamente en lo virtual, sin ninguna o con muy poca, o mala, experiencia en ese terreno, lo hicieron a partir de una equivalencia que no es viable y que si se busca (o se impone) termina siendo negativa en la dinámica educativa. Para el caso, si una asignatura presencial contempla 3 o 4 horas continuas de clase en un día, cumplir con esa misma exigencia en lo virtual se convierte en una práctica que agota y tensiona al profesor y los alumnos, siendo ambas cosas lo menos propicio para una asimilación y comprensión razonable de las ideas y los argumentos que tejen el proceso cognoscitivo. Y ello en el supuesto de que los alumnos estén presentes, activos, atentos y concentrados, durante toda la sesión, lo cual, si bien no es imposible, solo se puede lograr mediante un esfuerzo, no poco extenuante, físico y mental.

En un rubro parecido se ubica el ejemplo que sigue. Un colega me comentaba que su sobrina de 19 años –a quien por cierto conozco— ha iniciado su primer año de universidad con una asignación de horas de clases que, durante todos los días de la semana, salvo los viernes, inicia a las a las 7:30 o 7:40 a.m. y termina un poco antes de las 5 p.m. Al mediodía, hay un corte que termina a eso de la 1:00 p.m., cuando inicia clases en otra asignatura. Durante 2020 esta joven estuvo en casa, llevando su segundo año de bachillerato de manera virtual, debido a la epidemia de coronavirus.

Las preguntas que surgen, con una carga horaria de clases que cubre prácticamente toda la mañana y toda la tarde, no son en qué momento está estudiante va a leer los materiales de clases o en qué momento va a realizar sus tareas, pues es obvio que, si no quiere perder el ritmo, tendrá que hacerlo después de las 5 de la tarde hasta antes de irse a dormir. Las preguntas son de otro calibre: ¿cuándo y en qué medida va a procesar y asimilar lo que recibe en las distintas materias?, ¿cuándo va a poder vérselas con conocimientos distintos a los vistos en clase leyendo, por ejemplo, revistas y libros que le permitan ampliar sus conocimientos y tener un juicio crítico sin en el cual la educación superior es una quimera?

Y si bien esas interrogantes apuntan a lo mental, no se debe dejar de lado la salud física-emocional (inseparable de la mental) que se sostiene en las relaciones sociales cara a cara, caminar y correr, recibir el sol, el viento o la lluvia, sentir el entorno socio-natural, y comer y dormir adecuadamente. Una de las peores cosas para el desarrollo y la estabilidad mental y emocional de los seres humanos, en especial de niños, niñas y adolescentes, es privarlos del (o limitarlos en el) ejercicio físico, las interacciones con otros, la alimentación y el sueño.

¿En qué momento de sus jornadas de clases diarias esta joven tendrá espacio para estas dimensiones esenciales de su realización como persona?, ¿cuál es el impacto que eso puede tener –o ya está teniendo, dada su encierro en su hogar (y en lo virtual) en 2020— en su desarrollo físico, emocional, moral e intelectual y en su capacidad de relacionarse socialmente? No es una pregunta ociosa: entre los 14 y los 20 años se viven procesos biológicos y psicológicos que en contextos socio-culturales poco propicios pueden verse severamente perjudicados.                                

Se trata, pues, de asuntos que merecen reflexión y sobre todo investigación. A ellos se añade otro que no puede ser dejado de lado: el crecimiento de algunas instituciones universitarias y la pérdida de calidad asociada a ese crecimiento. Esto es solo una vaga intuición, que si es equivocada será un alivio para quien esto escribe. Planteo mi intuición como una sospecha: la de que el crecimiento de algunas universidades, en distintas naciones, se ha decantado por aumentar el número de sus edificios y aulas con la finalidad de recibir un mayor número de alumnos, y con ello aumentar los ingresos económicos recibidos por los servicios educativos ofrecidos. Es decir, que la búsqueda de rentabilidad ha sido el motor, si no exclusivo, sí el principal, de ese crecimiento. Y si ello es así, no es extraño que la calidad educativa en esas universidades se haya puesto en riesgo.

Hubo un tiempo que la palabra “rentabilidad” no aparecía como un fin de las universidades. Pero apareció; y fue tomada como algo novedoso e innovador, al punto que terminó por convertirse en un dogma: debía buscarse la rentabilidad a cualquier precio. Y así, lo que era (y es) un propósito válido en determinados ámbitos administrativos y empresariales, aplicado sin correctivos en la educación superior se tradujo en una dinámica de búsqueda de ganancias y reducción de costos que ha afectado negativamente la calidad de la educación ofrecida.

En fin, parece ser que, para algunas universidades, “más grande” no ha significado ni significa “mejor”. Pero la falla no está en lo más grande (en el crecimiento) en sí mismo, sino en los móviles que lo guiaron. En ese sentido, “más pequeño” tampoco significa “mejor”, pero algunas universidades pequeñas o medianas, que han apostado por la calidad educativa y no por la rentabilidad como algo exclusivo (o principal), son las de mejor desempeño en su aporte formativo en educación superior. Y algunas de las que crecieron en las dos últimas décadas, cuando eran pequeñas o medianas tenían un desempeño académico extraordinario. Moraleja: las universidades no deberían crecer por razones ajenas a sus capacidades reales para asegurar unos niveles de excelencia en la educación superior. Crecer teniendo como motivo el aumento de la rentabilidad de sus servicios los empobrece, siendo la sociedad la perjudicada.

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