Ronda en la fuente

Ronda en la fuente

(Rob Escobar)

La luz de la luna y la de los faroles le daban una apariencia de oro a mi placa de policía municipal. De las catorce a las veintiuna horas estaba destacado en los alrededores de la fuente del parque central. La alta temperatura que parecía derretir a la luna, más el tedio a causa de ninguna novedad, se había apoderado de mi frente coronada por la gorra debajo de la cual brotaba un sudor que bien pudo alcanzar para rebalsar aquel manantial. Pero no era preciso echar más agua, ya rebalsaba por un chiquillo de unos tres años que rebosante agitaba el agua con su diminuto cuerpo. Su rostro era el recuerdo de los ángeles de la Capilla Sixtina, aunque con un poco menos de carne en sus pómulos, un poco más de rojo tropical sobre sus medianos labios y unos centímetros más en su ondulado cabello. Pensé fugazmente que se trataba de uno de los ángeles desprendido de la urna del santo entierro que recién finalizaba su apenado periplo. Sin duda el juego de las luces de contrapicado y las sombras de la fuente traicionaron mi vista. Juro, por mi generoso sentido común, que en algún momento le vi unas cortas alas que parecían helechos.

Cerca de la fuente frente al templo, al tiempo que la feligresía coreaba el último canto que caía como dardo en sus obstinados corazones, escuché sollozos de mujeres que consolaban a otra que se descomponía en un llanto descontrolado y sazonado de gritos. El ruidoso público preguntando como seca matraca sobre la causa de su llanto me impidió certificar si lloraba por el crucificado recién enterrado santamente. No presté más atención por volver a mis funciones y decidí no sacar al chiquillo del espacio público por dos razones. Primero porque lo vi gozando y para mí el gozo sincero e inocente no contraviene ninguna ley. Su presencia llenaba con aroma de nardo todo el ambiente y era muy gracioso. Hacía gorgoritos contra el cielo que luego caían en una lluvia de perlas que tragaba a boca llena. Improvisó barcos con hojas secas y con botellas plásticas de refresco. En definitiva, a través de él vibraba la felicidad y a través de esa fuente vibraba un alegre mar. Segundo: yo andaba sin dinero y sin esperanzas de horas extra por mi régimen laboral y frente a mí, debajo de los pies arrugados del chiquillo, vi monedas con las que me propuse recuperar la fertilidad de mis bolsillos.

Aunque eran pocas me agradó pensar que el precio de las monedas en una fuente no es la del metal sino el del valor que representan los deseos por las que fueron lanzadas. Creo que en cada fuente cabe todo el universo, estoy seguro que en toda fuente duerme el universo y mientras duerme frescamente escucha como en sueño los sueños, los deseos y los secretos de quienes lanzan monedas con sinceridad.

Cuando el reloj de la iglesia parecía recordar once veces la longitud de la noche en un ambiente de 33°C que me embotaba toda voluntad y la luna seguía derramando su cobertura de oro sobre mi placa, al escamoteo para que no me denunciaran, pedí al chiquillo que recogiera las monedas y me las entregara, a la vez que fingí jugar con él. Una y otra vez repetí mi petición y mi disimulo, pues el muchachito se desconcentraba ligeramente con sus improvisados juguetes.

Logré reunir para el desayuno del siguiente día y para una recarga de saldo de mi teléfono móvil. Mientras contaba el dinero los llantos incesantes acabaron. Al dirigirme al niño para ofrecerle papas fritas en recompensa por su labor, solamente encontré juguetes a la deriva en una ondeante y silenciosa fuente. A lo lejos puede observar una nueva procesión que con algarabía seguía a una mujer de ropas empapadas que llevaba en brazos a un niño, mientras la luna le robaba el brillo a mi placa al ocultarse por un instante tras una espesa nube y fue como si la noche me guiñara su ojo en señal de complicidad.

 

 

 

 

 

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