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Los mil y un miércoles (1)

René Martínez Pineda

Sociólogo, UES

Los miércoles son especiales para mí desde el 30 de julio de 1975, a las cinco de la tarde en punto, porque desde ese entonces tan lejano empecé a deambular por la vida cortando los pétalos de la margarita de una utopía social tan escurridiza como el escarabajo de oro, la que, no obstante serlo, quiero creer que era y sigue siendo un anhelo colectivo e íntimo como el de beber una taza de café con un pedazo de semita alta recién horneada en las manos del pueblo, ese pueblo que se persigna doce veces antes de salir a la calle a enfrentar una muerte probable que siempre es mejor opción que una muerte segura. Cuarenta y cinco años después, este debería ser para mí un miércoles especial y vocinglero y compartido porque (como muestra de una inconsulta y pírrica capacidad literaria o, mejor aún, como prueba de la necia disciplina que se requiere cuando somos combatientes de la justicia que hará del país un lugar soberbio y bien peinado y perfumado) estoy publicando el artículo número mil, lo que no habría sido posible sin la ayuda incondicional de mi amigo Francisco Valencia.

Pero ¡oye tú, insumiso escribiente, las cosas no son tan fáciles cuando el tiempo es un simple péndulo! En las últimas semanas, un leve y diminuto virus me ha hecho ver, con los gerundios sofocados en el puño izquierdo, que mi país no existe como idea unificadora y feliz y titánica en la mente de los políticos, de los funcionarios y de los intelectuales que, sin ponerse de acuerdo, cosifican la vida y, con un gesto de cíclope sifilítico, convierten en número a las personas; que solo es un mal retrato que me hicieron cuando estaba distraído contando las historias de la abuela que era capaz de vencer toda enfermedad y todo mal con solo pasar sobre mi frente unas hojas de ruda machacadas con alcohol alcanforado; que solo es una palabra raramente bonita o un himno fascinantemente falso que, de niño, le creí al enemigo purulento que meció mi cuna para espantarme los sueños con tétricos escuadrones de la muerte que, como la energía, no se destruyen, solo se transforman.

En este largo, sinuoso y cruento recorrido por las palabras y por las denuncias gritadas desde el tejado sin ser un violinista, mil veces quise creer (justificando con el alma en carne viva la falta de avances significativos de eso que otrora llamé revolución social) que, simplemente, el país era muy tierno y que, por eso, no daba la talla suficiente como para tener al mismo tiempo un norte y un sur claramente delimitados por el cielo del este… Pero a esta hora de la noche se que no existes más allá de mis delirios de Orfeo y, para terminar de joder, también se que vives los días más peligrosos de tu historia porque no se oye a las madres clamar por tu amor y protección, y eso es igual a que nadie te necesite. Siendo así de lapidario, debo pensar y debo aceptar, con cristiana y futbolística resignación, que a lo mejor me inventé un lindo país para no morir de hastío y en lugar de estar en cuarentena domiciliar debería estar en cuarentena perpetua en el manicomio, porque todo el mundo sabe que solo Dios y los locos y las celestinas pueden inventar cosas de ese tamaño. Entonces, por ser el país que me inventé entre poemas levemente odiosos, hoy me pagas inventándome tú a mí después de mil intentos, de modo que soy un invento del invento, o sea algo así como Hamlet hablándole a Hamlet o Macondo soñando a García Márquez.

Las crisis y las hazañas nos enseñan, a los países y a las personas, a cerrar los ojos para vernos por dentro. En estos días en que se junta la crisis del país con la hazaña de mi disciplina de tinterillo o de indigente de las palabras, puedo decir que veo enormes grietas en la oscuridad tempestuosa del país; profundas y largas grietas, cada una con sus fechas cabalísticas barridas por su propia sombra de unicornio azul, porque hasta el sol de mediodía se come los pasos de los transeúntes que tapan su miedo con mascarillas piratas que tienen más agujeros que puntadas… Y sin embargo protegen hasta de las malas miradas y del aliento fétido de los diputados. A toda hora cruje el dolor de pueblo en el frío glacial que le agita un pañuelo blanco al viento que no sabe cómo entrar en tu territorio para hacerle la prueba del puro al amor colectivo del pueblo y así averiguar, de una buena vez, quién le está siendo infiel.

En el delirio de los hermanos que huyeron de ti, patria, por falta de patrimonio, eres como el mar de la distancia sin fin donde los abatidos pueden soñar que son el mejor piropo para los pezones impasibles que se vacían en las champas como si fueran el maná cotidiano que resucita a cualquiera; eres el alfabeto instintivo de los que no saben leer ni su nombre; eres el horizonte difuminado que los muros engullen sin dar las gracias o pedir permiso; los pericos, las piscuchas y el jadeo de la iguana mitológica que huye de la educación a distancia son la primavera de tu perenne invierno; la vida en el vecindario de la pobreza es una pirámide en ruinas que solo puede ser restaurada -y mantenida hermosamente en pie sin necesidad de cuarentenas- por la insurrección del fuego más agudo de la dignidad como infalible pronóstico del clima; de la dignidad como imborrable huella de la tortuga que, sin dar paso atrás, va arando el desierto que impide conocer el oasis del corazón con barriga llena.

Desde mucho antes de emprender esta tortura alegre de los mil y un miércoles que se comen la hostia de la utopía social con cada palabra, amé esos cantones y caseríos y pueblos dispares que parecen haber sido sacados de la boca de los cuentos de hadas del barro; pequeños y dulces caseríos y cantones escondidos en los pies de los barrancos sin protección civil; nidos bulliciosos en la salina borrachera del hambre que va sin camisa; pueblos como prófugos temblando de frío entre la tupida bruma llena de luciérnagas silenciosas y furtivas; enormes pueblos que se creen ciudades colosales enfrentando al copioso y largo temporal del desempleo instalado por los políticos de siempre; traicionado país de vigías ciegos y pregoneros mudos que escriben desesperados poemas de amor bajo la luz de un candil con la lengua destrozada por la nostalgia del que está condenado a recordarlo todo; maquilas que tienden emboscadas letales entre las postreras palpitaciones de los manglares y las milpas con un largo cuchillo que tiene sed de cuellos delgados y bocas pintadas con achiote.

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