José Roberto Alas
Cuentista
Caminé con sigilo por entre los arboles de conacaste y la alta maleza. Me detuve, rx él también lo hizo, malady nervioso paró de comer del frijolar. Nuestros instintos estaban altamente tensionados, trabajaban a su máximo punto: yo, ser humano, utilizaba tecnología, armas, estrategias aprendidas por otros expertos (quienes desde tiempos atrás conocían este arte). Él, solamente, lo que la evolución le había permitido desarrollar: su olfato, su velocidad y su agudo sentido auditivo.
Me acerqué unos cuantos pasos más para poder alinearlo mejor. Sin embargo, no fuí lo suficientemente cuidadoso, su instinto de supervivencia lo puso en alerta, movió la cabeza velozmente y dirigió su mirada hacia donde me escondía, su pata delantera derecha tomó posición, listo para emprender la huida. Pocos segundos bastaron, mientras mi dedo halaba el gatillo, aquel escurridizo animal, ese maldito venado cola blanca, había desaparecido dando bruscos saltos hasta perderse de vista.
Me dije en vos alta: ¡ otra vez será. Ya nos encontraremos de nuevo cara a cara, maldito! Enseguida saqué del bolsillo de mi empapada camisa color verde una cajetilla de cigarros mentolados. Encendí uno para apaciguar la ansiedad del momento y el frío de la montaña. Desconcertado por lo sucedido me senté a meditar en un carcomido tronco, con el fusil al hombro, observe al cielo como si fuera la primera vez que un hombre lo hacía. Me quedé extasiado, lo contemple por largo tiempo, preguntándome si esos puntos luminosos allá arriba en la oscuridad insondable serían mundos parecidos al mío.
¡Bah! Qué más da, respondí con desgano y dando la última bocanada al cigarrillo. Tiré la colilla haciendo uso de mis dedos pulgar y medio, con sus últimos destellos de lumbre danzó con lentitud girando por el aire, como una luciérnaga ebria hasta consumirse totalmente en la terrible oscuridad del monte.
El camino hacia el cálido hogar era largo. Sin perder más tiempo emprendí la marcha inmediatamente, el viento se colaba entre las copas de los centenarios arboles como espíritus enfurecidos, me faltaban aún por lo menos hora y media de camino hasta donde mi vehículo se encontraba estacionado. Mi lámpara de mano era bastante potente, llevaba baterías nuevas. Definitivamente no había por que temer , además nada resistiría el impacto de un fusil calibre 22 mágnum. Nada que estuviera vivo, nada que fuera natural, con ese consuelo proseguí el viaje confiadamente.
Al bajar una pequeña pendiente: escuché no muy lejos de mí algo parecido a un grupo de niños conversando. Me detuve. Alumbré hacia la profundidad del monte, sólo las ramas de un viejo morro se movían. Levanté la ceja como un gesto de extrañeza, y caminé cuesta bajo. Al pasar por una enorme peña, surgió de nuevo la conversación, pero esta vez acompañada de risas, extrañas risas y un quejido. Algo de entre las ladera resbaló. Cargué el fusil y alumbré otra vez esperando encontrar algo que explicara todo. Un pequeño deslizamiento se observaba en el camino para mi sorpresa. Segundos después un grito de pena surgió de la nada, automáticamente pregunté: ¿alguien esta por ahí? Me sentí estúpido al decir eso, pero era lo único que se me ocurrió preguntar aunque me respondí: ¿Quién putas puede andar entre estos cerros a las 3:30 de la madrugada? ¿Quién? y menos aún niños.
Sentí que el corazón me palpitaba rápido, un sudor helado empapó todo mi cuerpo. Mis manos estaban húmedas, casi se me escurría el fusil de entre ellas, no paré de caminar, sentía que algo me seguía, escuchaba un trote ligero detrás de mí, cercano por momentos y otra veces lejano, pare un instante, el terreno era un poco inestable, una voz gutural mencionó mi nombre en dos ocasiones: ¡Alfonso! ¡Alfonso! Lo dijo con claridad, con intervalo de unos cinco segundos. Me quedé paralizado. Sólo se me ocurrió preguntar por el nombre de mi amigo muerto un año antes. De una gran ceiba un crujido desgarrador surgió, era una rama que al caer al suelo sacudió lo mas profundo de mi trastornada alma. Un escalofrió recorrió mi cuerpo. Quite el seguro del fusil y en un acto desesperado y sin sentido alguno disparé contra el árbol, contra la nada. Una, dos, tres veces. No recuerdo con exactitud. Al callar las explosiones una risa macabra surgió de la espesura de aquellos secos matorrales. Seguidamente un viento descomunal levantó una polvareda que me cegó por unos instantes. Al alumbrar los matorrales estos proyectaban con sus sombras formas grotescas, imágenes demoniacas. Creí desvanecerme por el miedo, cuando en ese instante una piedra de mediano tamaño salida de no sé donde cayó a mis pies. Lo que me hiso reaccionar. Mi potente lámpara se apago. Después de eso corrí desenfrenadamente sin saber siquiera hacia dónde.
En realidad huía no sé de qué.
Mientras cruzaba una estrecha vereda poblada de amates, múltiples voces acechantes surgían de la copas de los arboles, de entre el tupido follaje algunas simplemente reían, otras decían mi nombre repetidamente, casi en mi oído. Me insultaban, blasfemaban, nombrando a personas muertas que yo conocía, murmullos, quejidos de dolor, llantos profundos, gritos, gritos, mas gritos. Sombras cruzaban el camino delante de mi. Formas tenues, tristes y solitarias como caprichos de la noche.
Aquella vez fue la última en mi vida que salí de cacería. Solamente Dios en su infinita sabiduría sabe qué ocurre cuando en luna llena el hombre se adentra en la soledad de la noche. Solamente Dios o el Demonio conocen el verdadero rostro de lo que se oculta entre el monte.