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La gran conspiración electoral (2)

René Martínez Pineda

Director Escuela de Ciencias Sociales, UES

Es falso que la exigua participación ciudadana en las caravanas de alquiler de las elecciones resuelva los graves problemas que sufre la gente, principalmente los problemas estructurales como la miseria, impunidad, delincuencia, inseguridad, carencia de oportunidades para los jóvenes, desempleo, bajos salarios, etc., y eso es una prueba tajante de que no existe una democracia integral, pues ella no se reduce al acto de votar en un contexto dado para y por las élites privilegiadas y, siendo así, se traduce en demagogia y en fachada de democracia. Y es que la democracia es la participación de todos los habitantes de un país en la cosa pública, pero para hacer posible eso, necesitamos líderes sociales, no amañados líderes políticos. La democracia electorera y sucia excluye a la ciudadanía en la legislación, en la designación de los ministros y, ante todo, en la justa distribución de la riqueza. La exclusión deliberada y mezquina de los ciudadanos en los asuntos públicos ha hecho de El Salvador un partido político de rancia estirpe, así de simple y tétrico.

A los vicios y trabas repetidas del régimen electoral –comprensible solo para quienes tienen cierto grado de escolaridad y viven en lo urbano- agreguemos que concentra todos los derechos efectivos para -en la complejidad de una caja negra sin llave ni clave- proteger a partidos, candidatos y políticos oficiales en función de garantizar que solo ellos -o sus secuaces, pero a través de ellos- puedan acceder a cargos de elección popular. Por su lado, al votante pedestre se le niega, sistemática y deliberadamente, el derecho a participar, directa o indirectamente, en la readecuación del orden jurídico-electoral y sus instituciones de oficio, o les permiten participar, a lo sumo, en acciones de bajo perfil (como el conteo de votos en las juntas receptoras después de que el fraude ideológico está consumado). Si realmente se le quiere dar transparencia ideológica a las elecciones (en su parte institucional): ¿por qué en lugar de hacer un sorteo entre los ciudadanos para integrar las Juntas Receptoras de Votos no se hace un sorteo similar –con personas idóneas propuestas por las universidades, por ejemplo- para integrar el Tribunal Supremo Electoral?

La respuesta es obvia y es congruente con la no aceptación de las otras figuras de participación ciudadana, tales como la revocatoria del mandato por incumplimiento de promesas, la consulta popular, el plebiscito, el referéndum, etc. Al no permitirle a los ciudadanos tener derecho positivo a esas figuras de participación directa, estos deberían exigir no ser ellos –con sus impuestos estatales y empresariales (se les exigen cuotas a los trabajadores de algunas empresas)- los que carguen con todas las obligaciones, entre ellas, repito, el gravoso financiamiento a partidos y campañas.

Como mecanismos desesperados, casi agónicos, ante el incumplimiento de las promesas, la sinuosidad del sistema electoral y el juego sucio que prima en todas las elecciones, los ciudadanos han optado por realizar acciones que, por sus resultados, terminan siendo inocuas, tales como: el voto nulo, el voto en blanco, el abstencionismo y la ingesta de papeletas frente a las urnas. Entonces, si esas acciones de protesta son inocuas, lo que queda, en su mayoría, es el voto forzoso por el partido y candidato menos malo, en términos individuales. Así de lamentable es y con el agravante de que se olvidan los intereses de clase y, de esa forma, triunfa el sistema electoral –tanto en El Salvador como en el resto de América Latina- que, salvo un par de excepciones, protege al capitalismo y su democracia electoral.

El periodista mexicano Carlos Loret de Mola, en su artículo “¿Por quién voy a votar?”, dijo que: “la experiencia más agria de la vida profesional de este reportero ha sido la cobertura de las elecciones (antes y después del 2 de julio) de 2006. Mucho antes de la cita en las urnas me quedó claro que ningún candidato era capaz de comprometerse con lo que me interesaba más que nada: la libertad de expresión. Lo mismo podríamos decir aplicando la reflexión a El Salvador y al partido ARENA y, de inmediato, saltarían estas preguntas: ¿vamos a votar por ARENA que –aunque hoy prometa trabajo (no mejores salarios) y luchar contra la corrupción- da muestras de que quiere regresar al poder no como un partido reformado en democracia y justicia social, sino presumiendo de que sus viejas y voraces prácticas eran las que funcionaban y ahora las puede ejercer con el aval de las urnas?

Yo, más que creer en la democracia creo en la utopía social de un El Salvador justo, otro El Salvador posible (que era el referente de la lucha guerrillera de los años 80), porque la primera es “lo menos malo”, y la segunda es la mejor opción para construir humanidad. Entre lo uno y lo otro: el desencanto y la desilusión de la gente de distintas generaciones de lucha; entre lo uno y lo otro: la búsqueda desesperada de nuevos referentes masivos de acción política que permitan –o al menos den la ilusión- cambiar las cosas; entre lo uno y lo otro: nosotros y los otros y aquellos, jugando a ser amigos enojados o enemigos amigables; entre lo uno y lo otro: los monumentos de mármol dedicados a genocidas o traidores y las lápidas sin inquilinos de los miles de desaparecidos durante la guerra; arriba de lo uno y lo otro: las madres de los desaparecidos y el hartazgo del pueblo que, según parece, anda en busca de frenar la patética degradación y vileza de la política, de los políticos y de los politiquitos, y, así, enviar una señal de desprecio contundente como respuesta al menosprecio al que lo han sometido desde que la primera elección vino al mundo.

No se puede negar –a menos que cerremos los ojos a la vida o que hagamos caso omiso de los lamentos populares que se trepan hasta el cielo- que hay muchas y poderosas razones para cambiar las cosas y muy pocas para dejarlas como están, pues quedarse de brazos cruzados –o comiendo papeletas- sería una solemne traición a nosotros mismos y a todos aquellos que dieron la vida –o postergaron sus sueños particulares- por construir un país distinto, sin niños en la calle, sin platos de comida vacíos, sin cuadernos baldíos, sin sueños por cumplir.

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