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Hijos de la melancolia

 

Por Wilfredo Arriola

 

«Entonces entré en casa y escribí: Es medianoche. La lluvia azota los cristales. No era medianoche. No llovía». Aniquila Samuel Becket en su novela Molloy, en su escritura experimental y en esa onda reflexión que le caracteriza.  Se parece tanto a la vida, la que decidimos vivir a pesar de que la realidad nos diga lo contrario. Solemos ver tanto que lo vemos adonde no lo está, parafraseando a Eric Hoffer, en unas de sus máximas.

 

De ver características donde no las hay, de ver promesas que se quedan sin cumplir, de esperar algo que no llegará, somos el combustible de la utopía. Nos gusta estar de este lado de la esperanza, que juega a apostarle al caballo más lento en una carrera de jinetes especializados. Quizá la vida se trate un poco de eso, de ponerle la ficha al destino y hacer del porvenir una suma de colores, los más interesantes, los que puedan darles ese tono lucido a nuestras vidas. Ese auto sabotaje, de esperar a que alguien cambie su conducta, de esperar una nueva oportunidad de trabajo, de esperar una mejoría en nuestra vida y sin propiciarlo, como querer ganar la lotería sin nunca comprar un billete que alimente la sospecha de victoria. Nos inventamos la vida, nos la jugamos, en su probabilidad, porque somos hijos de la melancolía y nos gusta hacer un monumento de la ilusión. Conozco algunos que pareciera que caminan dentro de un poema. Es así, frío y descorazonado, lo que nos vuelve cómplices de una realidad, en muchas ocasiones en blanco y negro, fugaz de incentivos y rica en segundas oportunidades.

 

 

A su momento, pareciera que ese estado de autocomplacencia es, sin lugar a duda un lugar para detenerse a pensar y dejar pasar —otra vez — lo que no pasó. Sin ocuparnos, vivir, detenerse, otra cita con el del espejo noche con noche, a la que, a su vez, es otro que se deteriora con el lento pasar del tiempo, para si mismo, pero de prisa para los demás. No nos percatamos, el calvario va por dentro y a veces, tan dentro que el que se quema no se percata ya.

 

Me he detenido a pensar que este viaje de nuestra existencia, se les delega mucho protagonismo a tantos “extras” en lo propio, y cuando digo “extras” también apelo, a momentos, circunstancias que no deberían tener la trascendencia que suelen obtener de nuestra fragilidad.  Pero sucede, y en ese camino formamos nubes donde hay sol, buscando el lado frágil de la felicidad para alejarla aun más. La costumbre genera impases que luego se quedan de forma permanente, y en ocasiones de ese abismo, cuesta volver, tanto así que a veces ya no se regresa. Nos inventamos la lluvia, en pleno verano, a cualquier sol le ponemos el paragua ficticio para cubrirnos del azote impertinente de la susceptibilidad mal trabajada del tiempo pasado.

 

«Tan amarga que solo la muerte es más que ella». Cita un aforismo elemental que nos recuerda que ya tendremos mucha muerte para vivirla del otro lado de lo inexplicable. Hoy, hacer las paces con la melancolía, nos hará bien para dejar de poner otros adjetivos donde no los hay y hacer de lo propio algo más que una esperanza en blanco y negro. Que la parte por inventar pase a la realidad y nos dé un lugar más digno, más sobrio, un poco más provocador en la alegría.

 

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