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El hacedor de lluvia (1)

René Martínez Pineda *

Nadie sabía por qué, ni para qué, ni desde cuándo, sólo sabían el dónde. Nadie sabía si ese era un acto de desbaratada y cruel locura o un ritual de nostálgica rebeldía premonitoria que, a su manera, camuflaba los miedos escatológicos y los odios oxidados tras el prehispánico conjuro de hacer llover a fuerza de palabras y consignas mágicas como las que hicieron famoso al mar rojo. Todas las mañanas de los últimos veinticuatro años, con todos sus meses y días y horas, salía a la humeante calle de la Desolación, justo en la mítica Esquina de la Muerte, y se ponía a pregonar, a pulmón reventado, y a regalar, a manos llenas, discursos sin orador, ilusiones del mundo feliz en el mundo infeliz, consignas agónicas del pasado y palabras moribundas del futuro que, en código oculto, soñaban y hablaban de utopías amistosas a prueba de balas explosivas, corrupciones presidenciales y dictaduras militares en busca de un curul, incluidas aquellas que componían masacres inconclusas y patéticas como si fuesen una orquesta de cámara de gases con todas las trompetas en sordina.

Y aunque todo era gratis (sobre todo las ilusiones y los sueños colectivos) muy pocos se detenían a oírlo con atención o a aceptar los regalos, porque en la era del consumismo sin buen salario, a las personas les gusta comprar -aunque sea de fiado, o sea en cómodas dificultades de pago, para poder regatear y pedir descuentos-. ¿Cuánto vale? ¿14? ¿No me lo deja en 7?: ese es el juego ideológico del capital en el mercado, pues eso las hace sentir que tienen un gran poder de negociación, las hace sentir que su dinero no es maldito, y porque en un mundo mercantil sólo las cosas que tienen precio son las deseadas, buscadas, imaginadas o disputadas a muerte -como si sus vidas fueran un interminable viernes negro- tal como nos predestinó el Principito y nos terminó de afirmar la propuesta indecente de Robert Redford. ¡Yo lo haría por menos de la milésima parte de eso!

Él, sin embargo, no entraba en ese juego sucio de la alienante moralidad burguesa que busca el control social a través de la cultura, y por eso siempre regresaba a casa con el mismo tanate de consignas y palabras sueltas e ilusiones y discursos con el que salía por la mañana, siempre con una sonrisa bien puesta. Sus únicas ganancias, esos réditos socioculturales no transables que le daban fuerzas para salir a la calle al día siguiente, eran: los mil y un consejos de los vendedores ambulantes de rancio abolengo que le decían dónde ubicarse; unos dos o seis suspiros secretos y miradas lascivas que le mandaban, como besos retenidos en los orgasmos en polvo, las usureras del mercado que prestan dinero para montar talleres artesanales que venden constelaciones siderales de mentira y libélulas de verdad; las sinuosas argucias de las hermosas vendedoras de hierbas milagrosas, incienso de sándalo sin temores y conjuros infalibles para hacer volver al ser amado en tres días sin sus noches; las consignas rojas y palabras y lemas y dicterios corto punzantes de las vendedoras de carne de chancho seco y chorizos de perro callejero; y los chistes creativos y refranes fulminantes de los lustrabotas que él mejoraba, en el silencio solitario de su casa, dándoles un tono de denuncia política: “gallina que come huevo se hace diputada”.

Tanto esfuerzo infructuoso obligó al hombre a tomar una medida radical y audaz, en el límite del disparate suicida, ya que se encontraba en medio de una dictadura militar sanguinaria e insaciable que nunca había dejado de ser y que en lugar de coleccionar obras de bienestar público coleccionaba masacres y expropiaciones de lo público. Ese día supo que había llegado el día preciso y, poniéndose la sonrisa perfecta de la luz cegadora, se presentó con una encomienda certificada en Casa Presidencial, bajo el brazo izquierdo, al tiempo que le solicitaba audiencia en el menor tiempo posible –ahorita mismo- al General Carlos Armando Sánchez Rivera –alias “el teósofo” y que era el Dictador en turno- un tipo de catadura siniestra; mente iletrada; culo hablador, fétido y aguanoso; sobacos belicosos y peludos cundidos de ladillas; prepucio goteante y carcomido de más de treinta centímetros de largo; y un tono de voz funerario que, de cerca y de lejos, era idéntico al de todos los dictadores de la región continental –quienes gobernaban, siendo países distintos, un solo país genérico cuya sal principal era: el sulfato de calcio de los desaparecidos de los últimos días- y lo recibió rodeado de generales de botas virgas y pestañas postizas, coroneles asexuados, mayores matarifes, sargentos escuadroneros, cabos que matan para atar los cabos de la conspiración, secretarios privados de dudosa calaña y perversa reputación, y un ejército de habanos (fabricados en Miami) y tazas de café con piquete –o de piquete sin café- para quitar los temblores de la sangre derramada en el mediodía del asfalto y para espantar el sentimiento de culpa.

La solicitud de audiencia, para no ser desahuciada de oficio, cumplió con todas las reglas del protocolo diplomático de ese nivel al momento de tenerlo frente a él. Excelentísimo e insuperable señor hijo de puta, con todo respeto le traigo como regalo especial, en sobre manila adjunto, su último discurso, dijo, el hombre, sin perder la compostura ni la etiqueta del buen hablar, no obstante que los veintidós guardaespaldas se erizaron del lomo, como preparándose para dar zarpazos letales y continuos y sangrientos. Es muy importante ese discurso que le vengo a regalar, porque a usted nunca se le podrían ocurrir ideas así de grandes, buenas, coherentes, profundas y ciertas, y tendría que improvisar pendejadas y falacias sobre el Estado de Bienestar (¿Estado de Bienestar en una dictadura? Esa es una estupidez descomunal y cínica, pensó) como siempre hace en el púlpito de la demagogia carnicera y fiscal. Le conviene leer ese discurso, le conviene, pues para usted lo que se avecina es el crudo dilema y paradoja de ser la parte más oscura del destino histórico de la regresión en la proyección social y de alguna forma debe, al menos por vergüenza patria, despedirse de sus múltiples atrocidades económicas y políticas de forma elegante, hasta donde cabe esa palabra cuando de militares se trata.

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