Garcilasa de la Vega

EL PORTAL DE LA ACADEMIA SALVADOREÑA DE LA LENGUA.

GARCILASA DE LA VEGA

Eduardo Badía Serra,

Director de la Academia Salvadoreña de la Lengua.

Sabía llegar siempre unos cuantos minutos antes de la hora convenida, tiempo que aprovechaba para ordenar un poco las mesas, limpiar la vieja pizarra y colocar la tiza en la canastilla. Verticalizaba el esqueleto humano que estaba a la par de la puerta, y hacía girar un par de veces la esfera del mundo que tenía en una esquina de su mesa sobre la tarima de madera. Abría de par en par las ventanas que daban a la calle, dejando entrar una rafaguilla de suave fresco viento que iba siempre a terminar en el amplio patio, y esperaba entonces ya sentada en su silla venerable de Maestra de Escuela. Se llamaba María, María García. Los chicos le decían doña Garcilasa. Doña Garcilasa de la Vega. Era, pues, la Maestra Garcilasa.

Al poco, al escuchar la vieja campana con su sonido seco y vibrante, se colocaba rauda al lado de la puerta de entrada al salón, justo en el corredorcillo. Los chicos, uno a uno y en fila ordenada, iban pasando frente a ella mostrando sus manos hacia arriba y hacia abajo, y su dentadura simulando una risa seca y entera; unos, descalzos, otros, calzados, botones abrochados a veces y a veces no, la cabeza aun mojada por el reciente peinado mientras pasaba la “revisión”, y el cincho, o la pita cuando más no se podía, bien amarrada al calzón flojote que a duras penas llegaba a los tobillos; ellas, con sus faldas largas hasta el tobillo, el cabello trenzado, y su reboso de colores. Ella iba colocando sus manos sobre las cabezas menudas de los piricuiles, mesando los cabellos y sonriéndoles cariñosamente. Cada quien ocupaba su mesa sin confusión alguna, depositando sus instrumentos de enseñanza sobre ella sin confusión alguna, y el morral de pita a un lado sobre el suelo. Allí, los juanes y los jesuses, los pedros y manueles, migueles, benjamines, julios, uno que otro Isaías, más de alguna hortensia, cruces, lupes y josefinas, un par de chabelas y casi siempre más de tres marías. Todo sabía comenzar de tal manera. Siempre.

La primera clase era de geografía. Como todos estaban frescos y limpios, se mostraban muy animados y prestos a comenzar. Doña Garcilasa era una experta en mantenerlos despiertos y en iniciarlos en el juego de aprender.

  • ¿La capital de España?
  • ¡Madriiiiiid!
  • ¿La capital de Italia?
  • ¡Roooooooma!
  • ¿La capital de Honduras?
  • ¡Tegucigaaaaalpa!
  • ¿La de Japón?
  • ¡Tooooookio!
  • ¿La capital de Surinam?

¡Silencio sepulcral! Era el viejo truco de la Maestra, que maliciosamente entonces, les complicaba la vida para luego mirarlos con sana burla mientras los pequeños no acertaban sino a sonreír apenados, unos viendo hacia abajo a la tabla del pupitre, otros hacia el vecino en mirada mutua, no pocos a las ventanas…. Era el truco. Sabían más o menos la respuesta, pero no cómo pronunciar tan raro nombre, que se les enredaba en la lengua haciéndoles un garabato cada vez que lo intentaban. Preferían callar.

  • ¡Paramariiiiiiiiibo! – contestaba doña Garcilasa, y se paraba sobre la tarima, regla en mano y cara seria, como amenazando con un castigo que nunca sabía aplicar.
  • ¡Paramariiiiiiiiibo! – contestaban, entonces sí, todos colorados y guacos, parados frente al pupitre, para luego volver a tomar asiento ya un tanto despercudidos, y esperar la que venía.

La Escuela ocupaba un caserón viejo y ruinoso, medio de adobes y bahareque, con muchos cuartos, eso sí, que servían de aulas, de oficinas y de bodegas. Había un amplio patio con muchos árboles frutales que todos degustaban en su momento sin recato y sin límites. Se llamaba Delfina de Díaz, y aun se llama así. Ahora es un enorme complejo educativo, en nada parecido a la noble institución de antaño. Cuando terminaban los sextos grados, todos los graduados buscaban entonces sus vocaciones con amor y deseo. Aquellos juanes y marías se hacían zapateros, costureras, sastres, cocineras, y uno que otro, herrero, forjador de hierros. No pocos volvían a sus campos a arriar los novillos y a cuidar los sembrados. Pero, sobre todo, se hacían buenos hombres, personas de bien, gracias a las enseñanzas que día a día habían recibido de las tantas Maestras Garcilasas, con sus Paramaribos enredados que todos conocían pero no podían pronunciar, sus medios calzones ajustados con las pitas, las falditas largas y los rebosos, y sus cabellos mojados que recibían día a día la mano dulce y suave, agitándose entonces como con agradecimiento.

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