En el bajo mundo

Álvaro Darío Lara

Escritor y docente

 

Siempre memorioso don Marlon Chicas llega, puntual, al café de los sábados. Su apretada mirada vaga por el centro comercial, hasta que nos ubica frente a una humeante taza de café. Viene con su Diario Co Latino bajo el brazo, y como siempre inicia sus evocaciones, con una pícara sonrisa. Ahora es el turno de los bajos fondos, escuchémosle, contritos:  “ Recordando a famosas celestinas como Fernande Grudet (conocida en los años sesenta y setenta como Madame Claude), Lilian del Carmen Campos Puello y Heidi Fleiss entre otras dedicadas al comercio del oficio más antiguo del mundo, Santa Tecla también tuvo lo suyo.

Viene a mi mente la conocidísima doña Ramona (alias Moncha), una proxeneta, quien pocas veces se vía en público, por razones de sus particulares menesteres.  Mujer regordeta de tez blanca, con vistoso delantal  anudado; sandalias con las uñas a medio pintar; dedos  engalanados con gruesos anillos de oro; relampagueante cadena al cuello; cabello rizado,  y poseedora de un vocabulario sacado de los abismos más infames de la lengua.

Semejante personaje, solía recorrer el país, con su ejército de bellas mujeres, dispuestas a satisfacer los más oscuros deseos de los parroquianos, que frecuentaban los improvisados bares ubicados en el extinto predio Columbus (donde actualmente funciona el Mercado Dueñas).

Dicha actividad de tan bellas damas del placer, dejó de realizarse de esta forma “tan escandalosa”, en los años ochenta, quedando prohibidos los establecimientos ya descritos porque, según las autoridades: “lesionaban las buenas costumbres y moral del pueblo tecleño”.

Otro negocio que perdura, más discreto y en el ocaso,  es la “Pepa”, en honor su propietaria doña Josefina, de la que desconoce mucho, ya que siempre se manejó en la más rigurosa clandestinidad.  Lo que era recurrente en dicho centro de tolerancia  eran los zafarranchos de fin de semana en la que algunos desafortunados visitantes,  entraban caminando y salían sin brazos, sin dedos, con la “cara cortada”, sosteniéndose el abdomen ante unas vísceras que pugnaban por escaparse.

Otro negocio similar era el de don Concepción (conocido como “Concho”), propietario del Bar “El Oriental,”, un antro más viejo que el retorcijón y que todavía perdura, para la felicidad de muchos,  frente a otro insigne establecimiento en el que algunos tecleños tuvimos nuestra primera aventura íntima, la “Pensión San Antonio”, en honor a uno de los santos más milagrosos de la iglesia.

Don Concho era un hombre que usaba silla de ruedas, de piel morena, tupido bigote, cabello negro y corto, y de pocas palabras. No era raro encontrarlo en dicho bar, del cual brotaban (¡y brotan aún!) fuertes emanaciones de alcohol. Este bar se caracteriza por una puerta principal con un biombo calado por el que se adivinan en su interior: mesas de mil batallas, luces tenues y  una veterana rockola, sin faltar las sugerentes damas de la medianoche, fumando sus  inseparables tabacos de la espera. Viejas y siempre presentes historias, para usted, mi querido lector, esperé la segunda parte…”.

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