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El proceso y la condena a muerte de Jesús, memoria peligrosa de las víctimas (Parte II)

German Rosa, s.j.

Ante el problema del mal nuestras respuestas nunca serán acabadas y siempre serán incompletas. Si es verdad que el ser humano es responsable del mal en la sociedad siempre nos sentimos insatisfechos con esta tesis, pues no se puede simple y llanamente defender a Dios y culpar a la humanidad. Es verdad que Dios no creó el mal, pero Jesús nos enseña que para el cristiano, Dios carga con el mal desde la lógica de la Encarnación, asume la muerte y la trasciende. Sabiendo que el mal no se puede explicar totalmente y que debemos aceptar con humildad nuestra docta ignorancia, pero que la única respuesta eficaz es comprometerse activamente en contra del mal real y moral.

1) La cultura del olvido quería enterrar la memoria passionis con la condena a muerte de Jesús
Quienes querían acabar con Jesús pensaban que con su condena a muerte ocurriría la desaparición total de aquel hombre de Nazaret a todo nivel: biológico, psicológico, espiritual y social. Mientras tanto, Jesús enfrentó su muerte agónicamente, vivió la agitación, la lucha, la angustia ante su muerte que se presagiaba cruenta, despiadada y muy dolorosa.
La lucha agónica de Jesús es duélica. Jesús está desafiado ante su propia sentencia de muerte. Pero esta agonía también es comunitaria y social, porque impacta y la sufren los discípulos, las amistades y la misma familia. Recordemos a su madre María al pie de la cruz junto a Juan y las mujeres que seguían a Jesús. La muerte trágica anunciada y sentenciada es para ellos el final del trayecto de Jesús.
El camino del ministerio público de Jesús ha sido de constantes contradicciones por parte de sus adversarios, de controversias, de lucha interior y exterior, y en la última etapa de su trayectoria se enfrentó al duelo agónico de su propia condena de muerte. La unidad de todo el camino de su vida, es un proyecto y la continuidad del mismo se encuentra amenazada ante el misterio de su muerte. La continuidad de su obra no está garantizada. Pero esta aparece como una continuidad en construcción, aún después de su muerte, está por constituirse en plenitud y continúa hasta nuestros días.
La sentencia de muerte que da Pilatos a Jesús expresa el argumento cínico de que su muerte sería olvidada y este sería el peor castigo. Con el tiempo nadie se recordaría de Jesús de Nazaret ni quedaría ninguna huella de su existencia. Sin embargo, la resurrección de Jesús lo ha perpetuado, inmortalizándolo como expresión de la vida en plenitud.
Algo así es lo que sucede en nuestra sociedad global y posmoderna que va reforzando de manera sofisticada las formas más eficaces del olvido. ¿Para qué necesitamos recordar los acontecimientos más tristes de la vida, de la historia si nos duele y nos tortura? ¿Para qué necesitamos recordar a las víctimas si se puede construir la felicidad sin recordarlas porque nos incomodan? Si esto ocurriera, tal como lo dice el teólogo Johann Baptist Metz: “El modelo de la felicidad sería entonces representado por la amnesia del vencedor, la condición de la felicidad representaría el impetuoso olvido de las víctimas” (Metz, J. B. 2009. Memoria Passionis. Un ricordo provocatorio nella società pluralista. Brescia (Italia/UE): Editrice Queriniana, p. 77). Muchas veces convertimos el cristianismo en una religión que ofrece un sueño de una felicidad libre de dolor, una especie de una amnesia o de olvido de las víctimas. Sin embargo, en la tradición bíblica de la alianza, en la tradición profética y en las narraciones de los cuatro Evangelios, en todos ellos, la memoria passionis está entretejida en la compresión cristiana de la paz y la felicidad. El proyecto del Reino de Dios que predicó Jesús y que hizo presente, se opone a todo intento de reducir las bienaventuranzas a una terapia del olvido.

2) El grito de Jesús en la cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt 27,46)
Esta es una plegaria interpelante de Jesús a Dios Padre porque hay tantos gritos sin voces en la historia que se han acumulado por tantas víctimas inocentes conocidas y anónimas. El teólogo Johann Baptist Metz dice que el grito de Jesús evoca el Salmo 22 y expresa que: “En aquel grito se puede escuchar reunida la entera historia de la pasión del género humano” (Metz, J. B. 2009. Memoria Passionis. Un ricordo provocatorio nella società pluralista. Brescia (Italia/UE): Editrice Queriniana, p. 105). No podemos dejar de escuchar el grito de Dios en la cruz, es el grito de la salvación de la humanidad, es el grito por aquellos que sufren injustamente, es el grito de las víctimas y de los fracasados de la historia. El grito de Jesús es la plegaria de Dios que grita con el ser humano, y no lo humilla sino que se solidariza con él. La fe es grito, es canto, es lamento y es alabanza.
El grito de Dios en la cruz es el grito del pueblo de Israel en Egipto, es el grito de las guerras en Siria y el Medio Oriente, es el grito de las víctimas de las dictaduras, de la represión de los golpes de Estado y de los pueblos en resistencia ante los fraudes electorales, es el grito en el desierto de los torturados y desaparecidos, es el grito de los jóvenes que no tienen futuro ni oportunidades, es el grito de las víctimas de la violencia, es el grito de las víctimas de los terremotos, los huracanes y de las catástrofes naturales. El grito de Jesús en la cruz es el grito de los migrantes, de la naturaleza depredada, de las víctimas condenadas a la pobreza y la exclusión social por la globalización, etc. Ahí en los rostros sufrientes de la historia hay experiencia de cruz y de pasión que se convierte en memoria histórica de los pueblos crucificados. Es el grito sin palabras ante el rostro oscuro de Dios.
El sufrimiento de Jesús es el sufrimiento de los otros. El dolor y la pasión de Jesús son el dolor y la pasión de los crucificados en la historia. Incluso de la historia anónima de sufrimiento en el mundo. El Evangelio dice: “Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y te dimos de comer; sediento y te dimos de beber, o forastero y te recibimos, o sin ropa y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y te fuimos a ver? El Rey responderá: En verdad les digo que cuando lo hicieron con alguno de estos pequeños, que son mis hermanos, lo hicieron conmigo” (Mt 25,37-40). La autoridad de Dios se manifiesta en los rostros sufrientes como aparece en el Evangelio. Los que sufren tienen una autoridad evangélica.

Pero el sufrimiento de Dios en la cruz no es para perpetuar infinitamente el sufrimiento. El sufrimiento de Jesús en la cruz no es para duplicar el dolor de la humanidad. En la cruz Jesús carga con el dolor y su respuesta práctica es que no se multiplique el sufrimiento humano. Recordemos todos los milagros que Jesús realizó para liberar del dolor y del sufrimiento a las personas. El sufrimiento de los demás nos obliga a la práctica de la compasión y nos inquieta con una interpelación apasionada. Jesús nos ha enseñado una mística de los ojos abiertos que nos compromete a ser solidarios con el dolor de los demás. La memoria del crucificado es para mantener fresca y presente la historia de sufrimiento humano.
Lo original de nuestro Señor Jesucristo crucificado es que cargó con el mal del mundo para salvar la humanidad y la creación entera, él cargó con el pecado de la humanidad, con el dolor y el sufrimiento de la humanidad, pero no lo creó, ni lo reprodujo, ni lo incrementó: “Vengan a mí los que están cansados y agobiados que yo los aliviaré” (Mt 11,28).

3) La memoria passionis engendra una mística religiosa y política de compasión y de justicia
Recordar al crucificado es ir en contra de la cultura de la amnesia o del olvido de las víctimas. ¿Por qué se promueve tanto la cultura del olvido de las víctimas? Porque hay quienes quieren olvidar sus clamores desesperados, porque no quieren hacer realidad sus sueños, les causan terror sus ideales y sus utopías. Las víctimas subvierten el statu quo, nos desinstalan, nos interpelan, nos incomodan y preferimos huir desesperadamente hacia el futuro. Las víctimas desenmascaran la injusticia social y estructural, con las cuales posiblemente somos solidarios y cómplices. Las víctimas nos exigen cambios radicales y profundos, nos exigen conversión personal, social y política.
Es verdad que en los Evangelios la “memoria passionis” y la “memoria resurrectionis” son inseparables. Y para el cristiano la resurrección tiene un sentido salvífico y de justicia escatológica o trascendente. Pero la muerte y el misterio del mal de la injusticia, no se borran de la historia de la salvación, sino que los narran de manera enriquecida y con muchos relatos extraordinarios que nos describen hasta dónde es capaz el ser humano de hacer el mal con toda su monstruosidad. El proceso del juicio del Sanedrín y de Pilatos a Jesús trasluce de manera explícita cómo la encarnación y el modo cómo vivió Jesús, fue asumiendo la condición humana del Siervo de Dios del que nos habla el profeta Isaías.
Por esta razón la muerte del inocente y las víctimas no nos pueden dejar impasibles, como simples espectadores, sino que nos debe mover a una compasión que busca la justicia. La compasión es activamente comprometedora, porque nos afecta el dolor de quienes sufren sin culpa, es una reacción que nos lleva a corresponder participativamente ante los dramas y las tragedias humanas. El encuentro con Jesucristo crucificado nos recuerda la misión transformadora de los cristianos y de la Iglesia.
La compasión implica una mística política-social del reconocimiento del otro que nos remite a los conflictos políticos, sociales y culturales del mundo actual. Por esta razón, la compasión es imprescindible para cualquier política de paz, para cualquier forma de solidaridad social, cultural o religiosa.
La mística de la solidaridad con el sufrimiento humano que poseen las grandes religiones de la humanidad, podría potenciar la compasión sociopolítica y ayudaría a crear una oposición común contra las causas del sufrimiento injusto, el racismo, la xenofobia, la guerra, la represión en Honduras y Nicaragua, etc. Compasión que nos hace falta para resolver la discriminación en contra de los inmigrantes, la pacificación en Siria, concretar los acuerdos de paz en El Salvador y en Colombia, etc. El ecumenismo no sería solamente un tema de carácter religioso, sino también de carácter político. La palabra ecumenismo viene de la raíz griega “Eukemene” y significa “el mundo entero”. El ecumenismo es una práctica de responsabilidad común ante las causas de sufrimiento injusto del mundo.
La compasión con Jesús y las víctimas de la historia es un modo de resistencia ante la apatía y una forma desinteresada de compartir las tristezas y las alegrías, las angustias y los gozos, incluso el sufrimiento de las víctimas. Esta forma de compadecernos contribuye a restablecer la dignidad humana.
En la pasión y en la muerte, Dios se revela como el crucificado, pero este acontecimiento tiene un sentido radicalmente redentor y liberador. La salvación es histórica y también futura y trascendente. Jesús es la Palabra crucificada que da testimonio contra la idolatría al poder del Cesar que manifiesta Pilatos. La memoria passionis evita que seamos indiferentes y colaboradores ante la muerte, la injusticia, y los males reales de la historia.
La pasión y la muerte de Jesús constituyen un misterio incomprensible para la reflexión teológica. Siempre será un tema recurrente e inagotable. Ante el misterio de la muerte de Jesús nos posicionamos desde una experiencia de fe. De hecho la fe cristiana es un camino, el camino de Jesucristo, y el cristianismo siempre será sorprendido por el misterio de Dios. Es interesante cómo lo formula el teólogo Bernard Sesboüé: “una religión que explicaría todo no sería más que una filosofía. Una religión que excluya la razón sería solo una superstición ciega. Una religión que no muestre la verdadera naturaleza del hombre, que no enseñe a amar y a adorar a Dios, que no proporcione las pruebas históricas de su verdad, es una religión falsa. El verdadero espíritu religioso consiste en la búsqueda sincera del verdadero Dios y de la verdad. Las pruebas de la religión solo pueden ser a la vez claras y oscuras” (Bernard Sesboüé, Introduction à la théologie. Histoire et intelligence du dogma, Éditions Salvator, Paris, 2017, p. 42).
La cultura del olvido es una cultura de ciegos. La cultura de la memoria passionis desencadena una acción comprometida con los que sufren. También desencadena un ecumenismo de la compasión. Todas las grandes religiones del género humano convergen en una mística de la solidaridad con los que sufren y promueven una compasión en el mundo. Se puede hacer mucho desde la fe cristiana para bajar de la cruz a los crucificados. La Iglesia es considerada la institución global más antigua del mundo. Esto nos anima para construir un mundo de paz y de justicia compasivamente con las víctimas.
Cuando acaece un sufrimiento como el que vivió Jesús en la cruz, y un sufrimiento análogo de las víctimas, muchas veces la respuesta más solemne es el silencio. Un silencio elocuente como el silencio del Viernes Santo y el Sábado Santo antes que se vislumbre la gloria de la resurrección, un silencio comprometido compasivamente con las víctimas y los que sufren. El teólogo Jürgen Moltmann dice que el sufrimiento solidario de los que creen es esperanza para los que sufren. La memoria de la pasión también nos interpela para hacer posible una acción política de la compasión con aquellos que están crucificados con Jesucristo. ¡Y cuánto nos hace falta una política de la compasión en Centroamérica!

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