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El maravilloso vuelo del cisne (segunda parte)

Armando Molina,

Escritor

Desde el balcón de la ventana de su casa en Douglass Street por donde se miraba la resplandeciente ciudad, Rudy contemplaba el exterior con languidez. Era una noche clara, sin viento, y la atmósfera parecía estática. Estaba absorto en sus pensamientos. Cercano al balcón de su casa, por una iluminada ventana dos edificios más abajo se veía la esbelta figura de una mujer joven moviéndose alrededor de una habitación. El movimiento de la mujer captó la atención de Rudy. La observó con interés por unos instantes. Notó que la mujer estaba semidesnuda y tenía un cigarrillo en la mano. Era una mujer con un hermoso cabello brillante y un cuerpo delgado pero atractivo; se asomó por la ventana y por un momento Rudy tuvo la impresión de que le había sorprendido observándola. Se sintió cohibido momentáneamente. Pero la mujer únicamente se acercó a la ventana para cerrar las cortinas.

Rudy aspiró con fuerza el aire de la noche. Volvió a sus pensamientos y a contemplar las parpadeantes luces de la ciudad. Pensaba en las últimas tres semanas; tres semanas que le parecían las más felices de su vida, así mismo las más tristes. Era por eso por lo que Rudy parecía melancólico. Pensaba que todo aquello era ya parte del pasado… inexorablemente.

¿Dónde se encontraba Rudy Flamenco? Sabía con certeza que ahora estaba en su casa. ¿Qué habría ocurrido con Ana; por qué le había abandonado? Él lo ignoraba. O tal vez no lo ignoraba del todo. Pero sabía que ya poco le importaba. Era parte del pasado, volvió a decirse. No quedaba nada de ella. Ya estaba decidido.

Un pájaro aleteó desesperadamente en el oscuro follaje de un árbol cercano.

Rudy se apartó del balcón y volvió a la sala; se puso a pasear de arriba abajo de un modo febril. Comprendía claramente que sus relaciones con Ana habían terminado tres años atrás; terminado para siempre. Este último pensamiento le llenaba de desconsuelo. Pero también comprendía que esta idea no debía de absorber su atención en lo sucesivo. Ahora debía de ocuparse en un solo asunto que se le imponía con gran fuerza: su vida… La idea de Ana volvió a su mente.

«¿Por qué te ocurre todo esto? Sentís un gran dolor y una gran alegría. El recuerdo de esa mujer te produce un agudo dolor que jamás habías experimentado. Pero eres libre de nuevo. Y es entonces que recordás que se ha ido. Ya nada importa, después de todo. Decís que sentís hacia ella una repulsión y un odio invencibles; pero, sobre todo, que experimentás una repugnancia hacia vos mismo que te enferma la vida. La verdad es que siempre estuviste demasiado satisfecho de vos mismo, de tus antiguas costumbres; de tus amigos y del maldito dinero con el que pensabas saciar las necesidades de aquí dentro… ¡Mierda! ¿Por qué no podés librarte de su recuerdo? Y lo cierto es que no querés olvidarla. Así de sencillo. ¿Tres años de cárcel? Eso es fácil de dejar atrás y emprender el camino como después de una larga pausa. Pero con respecto a ella ya nada podés hacer. Simplemente aceptarlo e intentar recordar lo mejor de todo; recordar que siempre que te encontrabas con ella el único problema era descubrir un lugar donde poder ser felices; que cuando estaban solos ningún día podía arruinarse. Y sabías de todos modos que después de cualquier asunto que podía crear inconvenientes volvía siempre la felicidad. Lo único aterrador entonces era imaginar que algún día aquello fallara. Por tu maldita soberbia nunca pensaste que les fallaría. Pero el día llegó, implacable».

Rudy estaba convencido de que no había razón para que ella no hubiera confiado en él. Pensaba que Ana le conocía demasiado bien; sabía que el estar junto a ella le inspiraba optimismo, le brindaba tranquilidad de espíritu. Ana era siempre encantadora, sonriente y amorosa; con su cara vivaz de rasgos finos, sus ojos pardos tan vivos como los de un animalillo y tan alegres como los de una niña. Tenía las piernas bonitas y era alegre, y se interesaba siempre en sus sueños y anhelos. Nadie le había dado nunca más ternura que ella. Rudy jamás dudó de eso.

Rudy se detuvo en medio de la sala. Se llevó las manos a la cabeza. Sentía una especie de trozo de metal entre su pecho, que le producía una sensación de angustia. Se miró detenidamente en el espejo de la sala y vio a otra persona; pero ya no le parecía tan extraña. Comenzaba a acostumbrarse.

«De modo que así estamos pues» —continuó diciéndose—. «Te estás convirtiendo en un cabrón pusilánime. Parece ser que no aprendiste nada en todos estos años. Ni siquiera sos el mismo de antes. Podrías intentar al menos eso. Pero decís que te has cansado. Y sin embargo querés empezar algo nuevo. Pero ¿qué? ¿De qué se trata?; ¿lo sabés ya? ¿No? Sabés bien que ya no sos el mismo. Te aterra la idea de empezar… ¡No jodás! ¡No puede ser que te hayás convertido en un cobarde! Esa sí que sería una bonita situación… Pero no. Está bien así. No te gusta la idea. Ahora afrontá el resto, sea lo que sea. Sabés con exactitud quién y cómo sos ahora. Entendelo bien. No querrás que te ocurra lo mismo que a tu amigo Paul Corona. Aunque en tu caso también sería una excelente idea la del cisne. Paul decía que ya nada tenía que perder; en cambio vos decís tener tu vida todavía. ¿Estás seguro de eso? Recordá siempre que la alegría de Paul era auténtica. Creía en su maldito sueño del cisne y fue por eso por lo que se mató. Lo creyó hasta el final. ¿O creés que era apenas el comienzo? Él comprendía que era la única vía para su liberación. Su vida consistía en la muerte, y se acercó a ella como quien se acerca a beber agua a un pozo venenoso dispuesto a aplacar su sed. Sabía que en ella radicaba su ideal. Pero ¿y el tuyo? ¿En qué consiste? Dilo. Vamos, dilo. ¿No tenés nada que decir? Está bien entonces; seguí devanándote los sesos con necedades y cursilerías. Pero jamás olvidés a Paul y su maravilloso vuelo del cisne. Puede que algún día hagás uso de ello… Sí, ahora sabés bien lo que hay que hacer».

De modo que Rudy Flamenco sabía —al parecer— lo que tendría que hacer con su vida; no obstante volvía a sentirse triste después de recordar a su amigo Paul Corona. Él no era por naturaleza una persona trágica, y decía haber perdido la capacidad de sufrimiento personal; o al menos así lo creía. Estaba convencido que sólo podían afectarle las cosas que eran realmente verdaderas; pero luego se dijo que tendría que descubrir cuáles serían a medida que se presentaran en su nueva vida.

Y así dejó las cosas.

*     *     *     *

Después de ducharse y vestirse Rudy pensó que iba a sentirse mal durante el resto de la noche. Por un momento, la idea de tomar la noche libre pasó por su mente. Pero se dijo que no. Pensó que sería mejor trabajar unas cuantas horas en el negocio y luego ir en busca de Víctor y tomarse un par de tragos como en los viejos tiempos. Estuvo de acuerdo en que sería lo mejor. Se asomó de nuevo por la ventana y miró el cielo claro que resplandecía con las luces de la ciudad. El teléfono sonaba. Lo dejó sonar. Aspiró el fresco de la noche y cerró las puertas del balcón. Aceptó que se sentía mal, pero no demasiado mal, después de todo. Entonces se dio cuenta que no se había puesto su reloj de pulsera. Volvió a su dormitorio y lo encontró sobre la cómoda, junto a una foto donde aparecía el sonriente rostro de Ana. Ah mujer, ¿dónde estará ella ahora? Aquello le arruinaba la vida. No podía soportar la idea. “La muy puta…”, masculló en voz alta. Las manecillas de su reloj indicaban las ocho de la noche. Se puso su elegante traslapado y apagó la luz del dormitorio al salir.

Se cercioró de que tenía todo lo que necesitaba, y luego de contar el dinero en su billetera, salió de su apartamento. Mientras esperaba el ascensor se miró en el espejo que estaba colocado junto a un precioso cenicero de mármol. Su rostro le pareció alegre ahora. Reconoció que no tenía demasiado mal aspecto; lo había tenido antes y probablemente lo tendría mañana, pero en cualquier caso necesitaría de un par de whiskies para olvidarse de eso. Las puertas del ascensor se abrieron y Rudy se metió en él.

Un gato negro, con un parche blanco en el ojo izquierdo, saltó alarmado cuando Rudy encendió la luz del pasillo que conducía al parqueo. El animal se detuvo en lo alto de una ventana por donde probablemente se había colado dentro del edificio. El gato se volvió hacia él y Rudy notó que se relamía los bigotes mientras le miraba con una expresión severa. Rudy miró a su alrededor; se fijó en el frágil cuerpecito de un pajarillo de color pardo brillante que yacía junto a la puerta del parqueo. Estaba ensangrentado y advirtió que tenía el cuello totalmente deshecho. La escena le pareció desagradable. Abrió la puerta rápidamente y pasó de lado sin volver a ver el cadáver del pajarillo.

En la animada calle de Noe Valley, tras los ventanales del elegante restaurante de Rudy Flamenco, había mucha gente. La vista de aquello terminó de animarle. Entró y rápidamente se le acercó José a saludarle.

—Excelente noche, ¿no le parece? —Rudy asintió y sonrió. José se pasó su mano delgada y morena por su bien peinado cabello. —Sí todo sigue como hasta ahora, no tendrá que preocuparse por más tiempo. Es una suerte tremenda tenerlo de nuevo por…

—¿Cómo están las cosas en la oficina? —le atajó Rudy cortésmente.

Se dirigió hacia el bar respirando profundamente. Saludó a un par de conocidos entre un grupo de hombres robustos y elegantes con aspecto de ejecutivos sentados ante una larga mesa que se veía llena de botellas de champán y que celebraban una reunión de negocios. Pasó de largo la barra, cruzó la cocina donde saludó a sus empleados, y se metió en su oficina que quedaba al final de una escalera de ocho peldaños. Sentado ante su escritorio sintió ya claramente que sería una noche excepcional.

Había mucho trabajo por hacer: cuentas que pagar, contabilidad retrasada, sueldos que aumentar, libros viejos que revisar; de modo que Rudy salió a llamar a José y le pidió que le trajeran la cena a la oficina. Era cerca de medianoche cuando terminó con los asuntos pendientes y salió de su oficina para tomarse un descanso. Se dio cuenta de que el restaurante ya había cerrado. En la barra charlaban José y Marcelo, el barman de la lamentosa cara. La cocina estaba a oscuras y olía a desinfectante. En la penumbra brillaban los cacharros y los utensilios de cocina que colgaban de unas perchas adosadas a la pared. Había tres hombres y dos mujeres en el bar. Rudy se acercó a José. Le preguntó:

—¿Has visto a Víctor esta noche?

—Llamó hace una hora más o menos. Me pidió que no le interrumpiera. Dijo que le estuvo llamando a su casa, pero que nadie le contestó las llamadas.

—Bien. ¿Te dijo dónde estaría más tarde?

—Creo que mencionó el nuevo nightclub ese, El Palmira. Es el club de Fredy Medina.

—El nightclub de Fredy, ¿eh? ¿Dónde queda eso?

—Queda en la Veintinueve, en la Misión. No le recomendaría que fuera por allí. El antro ese siempre trae problemas.

—Gracias José. ¿Puedo pedirte que cerrés antes de irte? Veré si encuentro a Víctor.

—Claro, no hay problema. Tal vez me reúna con ustedes después. Soy amigo de Fredy y creo que tengo buen crédito—. José hizo un guiño de ojo a Rudy.

—Muy bien. Nos vemos más tarde entonces.

—Tenga cuidado, Rudy —fue lo último que dijo José.

Rudy volvió a su oficina por su saco y su abrigo; guardó todos los papeles de trabajo en una gaveta de su escritorio y luego le echó llave. Eran las doce y cuarentaicinco de la noche cuando salió a la calle.

Hacía frío y el rocío nocturno daba a las calles un aire despojado y sombrío. Cuando dobló la esquina y empezó a caminar en dirección del parqueo, un viento frío le azotó la cara. Tuvo un escalofrío. Por un momento fugaz pensó en Ana, en su amigo Paul Corona, y en el maravilloso vuelo del cisne en el que había pensado con tristeza esa noche. Mientras caminaba por la húmeda acera recordó su celda con nitidez, como si estuviese allí mismo de nuevo: los cambios de estaciones y los ruidos nocturnos, los catres de metal y las brasas de los cigarros en la oscuridad. Al recordar todo aquello sintió una impresión de angustia en el pecho. Sabía que se sentía muy triste, y, sin embargo, inconscientemente, y no muy seguro de ello, sabía que volvería a ser feliz muy pronto.

—¡Vaya estupideces!; ya es hora de que me olvide del pasado y reorganice mi vida —se dijo.

Se estacionó en la Avenida San José y caminó el corto trecho hacia El Palmira que rebosaba de luz y música. El luminoso letrero amarillo y rojo del nightclub contrastaba violentamente con la tranquilidad de la calle. Entró. El ambiente era cálido, casi hasta el punto de resultar sofocante. La mujer del guardarropa le miraba con curiosidad. Rudy se quitó el abrigo y se lo entregó. Se fijó que la mujer era más vieja de lo que recordaba. Ella le entregó un talón enumerado de color rojo. Rudy miró el número impreso en el talón con la intención de memorizarlo. Setenta y dos, se dijo, y se lo guardó en el bolsillo de su camisa. Luego se quedó unos instantes en el umbral, atisbando el local de techo alto, lleno de cuerpos perfumados, mesas, vasos y humo de tabaco que permanecía atrapado entre la penumbra. No veía a Víctor por ningún lado. La orquesta subió al estrado y, casi al instante, sonó la música.

Fredy Medina, el propietario salvadoreño, se acercó rápidamente al reconocerle.

—Rudy, hombre; tiempos sin verte.

—Viajes de negocios…

—Oí algo de eso. ¿Hizo mucho frío? —preguntó aquel, con sorna.

—Pues yo diría que no —contestó Rudy, y empezó a caminar hacia la barra que aparecía repleta de bebedores. El propietario del nightclub le siguió. Rudy se acomodó en un espacio que encontró hacia el final de la barra.

—¿Quiere tomar algo? —preguntó el cantinero, un tipo fornido con un aspecto antipático y unos bigotones engrasados.

—Whisky con hielo —respondió Rudy.

—Que sea doble, Miguel —dijo el propietario al cantinero.

—Muy amable, Fredy.

—Olvídalo, hombre. A ver, decime, ¿cómo estuvieron las cosas todo este tiempo, Rudy? —agregó Fredy, poniéndole una mano sobre el hombro con familiaridad.

—Hombre, Fredy, preferiría hablar de otra cosa.

—Está bien, como quieras, Rudy. Pero me gustaría preguntarte si sabes algo del hermano de Ana. De vez en cuando se aparece alguien por aquí y pregunta por él.

—Decile que va para cuatro más.

—¿Sabés dónde se encuentra?

—No tengo la menor idea. Ni me importa.

—Oye, Rudy, esa no es forma de hablar de un amigo.

—Me tienen sin cuidado ese cabrón y su hermana.

—Me doy cuenta de que has cambiado mucho, muchacho —dijo el propietario esbozando una triste sonrisa.

El cantinero se acercó y sirvió un generoso trago doble; empujó el vaso hacia Rudy. Éste lo probó bebiendo la mitad del contenido. Sintió cómo un hilillo de whisky se le deslizaba por la comisura de la boca. Se lo limpió con la servilleta que le había sido puesta bajo el vaso. Fredy guardaba silencio. Rudy miró hacia la barra donde esta se curvaba y terminaba frente a un espejo de cuerpo entero pegado a la pared. En el taburete del final había una mujer sentada. Bajo la tenue luz del local Rudy notó que no era una mujer del todo fea. Tenía unos hombros redondos y unos hermosos pechos que aparecían apretados por el escote del vestido de noche. La mujer les sonreía a dos hombres sentados junto a ella; ellos parecían a punto de pelearse. Discutían. Rudy se olvidó del propietario, de momento, y se inclinó hacia adelante con el objeto de mirar a la mujer; también pudo oír lo que los dos hombres discutían. A Rudy le pareció que aquella discusión no valía la pena. Volvió a mira a la mujer. Ella le sonreía ahora. Rudy pudo darse cuenta de que era una mujer más hermosa de lo que él imaginaba. Se preguntó qué diablos hacía ella en un antro como este. Él le devolvió la sonrisa. Se bebió el resto de su trago, y pudo sentir cómo el licor le calentaba el cuerpo. Sentía una emoción familiar hacia abajo del estómago, que le hizo sentir bien. Decidió que la sacaría a bailar. Fredy le interrumpió sus pensamientos:

—Bueno, Rudy, me alegra de veras que hayas vuelto. Buena suerte.

Rudy se limitó a esbozar una sonrisa. Se sentía irritado por la interrupción. Estrechó la morena mano que el propietario le extendía y dijo algo de lo que no estuvo seguro. Fredy se alejó. Rudy volvió sobre su asiento y miró a la mujer. Ella seguía sonriéndole. Pidió otro trago al barman. Y éste se lo sirvió sin siquiera mirarle. Rudy pensó que aquel tipo le resultaba verdaderamente antipático. Pero no le dio importancia; tomó el trago y se dirigió hacia la mujer. Los dos hombres seguían discutiendo. Cuando advirtieron que Rudy rodeaba la barra, se callaron. Él se acercó a ella sin fijarse demasiado en los dos hombres. Ellos le miraban con desdén.

—¿Baila? —le dijo Rudy con suavidad, cuando llegó a la mujer. Ella sonrió, mostrando un bonito hoyuelo en la mejilla derecha. Rudy se dijo mentalmente que era un hombre con suerte; le extendió la mano y ella se la tomó para incorporarse del taburete. Puso su trago junto al de ella y rápidamente echó una mirada a los hombres. Éstos seguían mirándolo sin decidirse a abordarle. Eran dos tipos de cuidado, se dijo Rudy. Justamente cuando pasaban junto a ellos, uno de los hombres le agarró por el brazo.

—¿Qué quieres? —le preguntó el hombre.

—Voy a bailar con ella —respondió Rudy refiriéndose a la mujer.

—Oye, Samuel —dijo el que le tenía agarrado del brazo, dirigiéndose a su amigo que intentaba enfocarle con unos ojillos suspicaces y semicerrados—. ¿No crees que este va muy rápido?

—Déjalo, Martín; este cabrón tiene agallas. Es digno de admirarlo.

Rudy notó que el hombre que le agarraba del brazo tragaba saliva con dificultad. Era alto y tenía una cicatriz a la altura de la mejilla, que se miraba fresca y brillaba a la luz del bar.

—Será mejor que me sueltes, amigo —dijo Rudy sin dejar de mirarle a los ojos. La orquesta empezó a tocar una suave música tropical. —Pienso bailar con la señorita si es que a ella no le molesta.

La mujer sonrió.

—No puedes hacer eso. Yo estaba aquí antes que tú.

—Por qué no se lo preguntamos a ella.

El hombre le seguía mirando fijamente.

—Pues pensándolo bien, creo que a mí sí me molesta. ¿Qué dices, Samuel?

—¡Déjalo, mano! —dijo Samuel, con un gesto de desprecio.

—Dije que será mejor que me sueltes, cabrón. No me gusta que me interrumpan —dijo Rudy con firmeza. Puso su mano sobre la del hombre, y con un movimiento brusco se deshizo de ella.

—Pues a mí no me gusta tu cara, hijo de puta —dijo el que se llamaba Martín, levantando un puño. En ese momento, un garrote negro golpeó el puño del hombre, haciendo un ruido seco como de huesos quebrados.

—Vamos, amigo; este es un lugar para divertirse decentemente —dijo el seguridad mulato, en un acento panameño.

—¡Mierda, cabrón! ¡Me has jodido la mano, negro maldito!

—Esos no son modales, amigo. Vamos pa´fuera, buscapleitos. Tú también, roñoso —dijo el seguridad, dirigiéndose al otro hombre que se había levantado de su taburete—. Hora de dormir pa´los dos.

El seguridad les indicó hacia la salida. El del golpe en la mano no dejaba de proferir maldiciones; se agarraba el puño y hacía gestos desesperados. El otro miraba a Rudy con desprecio en tanto el seguridad panameño les empujaba hacia la salida. Ahora parecían cualquier cosa, menos un par de bravucones.

Rudy retomó la mano de la mujer, y la guio hasta la pista de baile. La música continuaba suave y cadenciosa. Empezaron a bailar. Rudy sintió el cuerpo sano y macizo de la mujer en sus brazos. Le volvió la sensación bajo el estómago y sentía cómo su virilidad se agolpaba en sus genitales. Le pareció una sensación casi nueva y pensó que le gustaría acostarse con la mujer esa misma noche.

«Esto está bien», se dijo Rudy mientras bailaba con la mujer. «Lo único que sé es que no voy a tener a nadie más. Esta mujer es suficiente para tranquilizar a cualquier hombre. Yo puedo hacer otro tanto con ella. Me gusta. No tenemos diferencias. Somos un par de extraños y nos hemos conocido en un extraño lugar y en extrañas circunstancias. Eso es todo. No sabemos nada el uno del otro, y ese es un buen comienzo. Podrías empezar por preguntarle su nombre, ¿no creés? Es mejor que empecés de una vez. Estás perdiendo el tiempo, camarada. Suficiente tiempo perdiste ya con esos dos cabrones. Y no se ha ganado nada. Tal vez te hayás hecho de un nuevo par de enemigos. Tal vez no. Los dos estaban borrachos, eso es todo. No les agradó tu forma de quitarles esta mujer de sus propias narices. ¡No jodás, hombre! ¡A nadie le gustaría, claro! Pero no lo hice por maldad. Fue puro instinto. En fin, qué sé yo por qué lo hice. Dejá de pensar en estupideces y mejor decile algo a esta mujer. Es realmente hermosa. Eso probará algo por lo menos, que tenés ganas de empezar. Me pregunto si lo hago por maldad. A quién le importa de todas formas. En verdad que es una mujer muy hermosa. Sin duda alguna.»

Después de la cuarta canción, Rudy le pidió a la mujer que se sentasen a una mesa para beberse un trago. A ella le pareció que la ida estaba bien; sonreía y Rudy había tenido la oportunidad de darse cuenta —con seguridad— de que se trataba de una mujer que había aparecido precisamente para él. Llamó a una de las meseras y pidió un Tom Collins para la mujer y otro doble de whisky para él. Aquella sensación de desolación en el pecho se había esfumado. Era posible que hubiese ocurrido esta vez. Se sentía libre, ligero y despejado de todo sentimiento de culpa. Sin pensar más en ello Rudy se disculpó de la mujer con intenciones de ir al servicio, y a la vez de ir a echar un vistazo en busca de Víctor Galeano. Ella sonrió, mientras encendía un cigarrillo. Realmente era una mujer preciosa.

Rudy se alejó hacia la barra; allí preguntó al propietario si había visto a su amigo Víctor Galeano, y de paso preguntó dónde quedaban los servicios de caballeros. Fredy no sabía nada de Víctor, pero sí había visto entrar a José junto con dos mujeres hacía unos diez minutos; y luego señaló hacia la penumbra de un extremo de la pista de baile donde era probable que estuvieran sentados; agregó también que los servicios se encontraban en el segundo piso al final de las escaleras, segunda puerta a la izquierda. Rudy hizo un ademán que expresaba agradecimiento no sólo por la información del momento, sino también por el incidente con los dos bravucones.

—Dale las gracias a Ricky —dijo el propietario. Se refería al seguridad mulato panameño.

—Dile que se tome algo de mi parte.

—Es un tipo de gustos finos.

—Que sea doble, entonces.

Rudy caminó por el estrecho pasillo entre las mesas frente a la barra, salió a la pista de baile y, disculpándose, la cruzó hasta llegar a las gradas que conducían al segundo piso. La música allí sonaba fuerte. Tocaban una canción tropical de ritmo rápido. A Rudy la música le pareció violenta: sonaba con desesperación. Pero no le dio mucha importancia a la observación y se fue escaleras arriba. La violencia de la música fue afelpada ahora por la alfombra sobre los escalones y por unas paredes adornadas con fotografías de músicos y cantantes latinos. Fredy hacía lo que podía, se dijo Rudy cuando entró al servicio de caballeros.

El mal aspecto que Rudy Flamenco creyó haber tenido al salir de su casa había desaparecido del todo cuando se vio ante aquel espejo alumbrado por una amable luz amarilla. Veía un rostro sereno, relajado y hasta demasiado alegre. Corrió el agua de la taza del excusado, se lavó las manos y se pasó las manos húmedas por el negro cabello. Se dio cuenta con sorpresa, de que aún no sabía el nombre de la mujer. Sabía que todavía no importaba. Pero ¿quién sería? ¿Qué querría ella realmente con él? Ninguna de aquellas preguntas tenía importancia. Ya tendría tiempo de averiguarlo, sonrió con satisfacción. Se peinó rápidamente y se arregló el cuello de su traslapado. Se encaminó de regreso a la mesa donde le esperaba aquella hermosa mujer de ojos vivaces y alegres. «No está mal», se iba diciendo Rudy mientras descendía las gradas. «No está del todo mal, mano.»

Rudy había llegado al final de las gradas; estaba de nuevo frente a la pista de baile que se veía repleta de parejas que apretaban el violento ritmo tropical. Sabía que podía encontrar algún conocido, pero prefirió no hacerlo. No tenía importancia el saber aquella noche dónde se encontraban sus amigos, y si de veras le agradaba su nueva situación, realmente no quería echarla a perder. Decidió no cruzar la pista de baile, y en su lugar la rodeó con intenciones de llegar a la mesa por uno de los costados. Cuando llegó al final de la pista donde comenzaba la hilera de mesas, Rudy vio a la mujer que le esperaba. Estaba de perfil y fumaba un cigarrillo; los destellos de luz de la esfera prismática en medio de la pista llena de parejas bailando, caían sobre la mujer como en un efecto de teatro. Se dijo que era una mujer maravillosa y casi al instante hizo una serie de planes fantásticos en su mente. Volvió a sonreír. La música era más fuerte, como una especie de aullido doloroso. Se acercó a la mesa y sonrió a la muchacha que había vuelto su rostro hacia él.

Lo que Rudy creyó ver de pronto le hizo sentir incómodo. Sintió un escalofrío al ver aquellos pómulos huesudos y las mejillas hundidas.

En ese momento, de la penumbra rojiza de un rincón lleno de mesas a sus espaldas, alguien le llamó. No mencionaba su nombre. Sólo le llamó. Era una voz femenina.

—¡Hey, tú allí! A ti te hablo, sí…

Rudy se volvió hacia la penumbra, pero no pudo distinguir nada. Entonces sintió algo caliente que le golpeó la mejilla como una bofetada y le hizo ver chispitas en la oscuridad. Rudy se inclinó hacia adelante para ver de quién se trataba. Iba a decir algo, cuando de nuevo algo caliente le quemó a la altura del cuello. Intentó hablar, pero la sangre se le agolpó en la garganta. Empezó a retroceder torpemente. Derribó dos mesas llenas de tragos y se desplomó de lado sobre el piso alfombrado. Su última visión fue una quemadura de cigarro sobre la gastada alfombra y un par de zapatos de mujer que se movían frenéticos.

Se oyeron gritos.

De la sucia penumbra emergió la silueta de una mujer. Tenía una pistola de calibre potente en la mano. Se acercó al lugar donde había caído Rudy. Antes de que encendieran las luces, la mujer descargó cuatro disparos más sobre el pecho de lo que había sido Rudy Flamenco. Un tiro le penetró por el costado de la mandíbula.

La luz del local cayó sobre el cadáver. La mujer dio un grito espantoso.

—¡Dios mío, Dios mío! ¡No es él! ¡Ay Dios mío!

El seguridad mulato se acercó a ella con cautela. Ella seguía gritando sus dos frases.

—Será mejor que me entregue el arma, señorita —empezó a decir el mulato en una voz amable—. Tendrá que acompañarme…

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Armando Molina, escritor y novelista nació en San Salvador, El Salvador en 1957. Es el autor de las novelas ´El amanecer de los tontos´, ´Bajo el cielo del istmo´ y su más reciente, ´Epicentros´, publicadas por Editorial Solaris de California. Este cuento forma parte de su colección “Almuerzo entre dioses y otros relatos”, también publicada por Solaris.

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