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EL HACEDOR DE MUNDOS 

Por Mauricio Vallejo Márquez 

Ahí estaba, sentado en mi sillita de hierro y hule con su sombrero de cuero agitando la Cuma. Mi abuelo mantenía a raya la grama haciéndola semejante a una alfombra. Con esmero la mantenía a pocos centímetros del suelo. Pero no se ponía en cuclillas para afeitarla, usaba mi sillita para pasar la larga jornada bajo el sol. Ese era mi abuelo, Mauro Márquez, con sus gafas de carey concentrado en poner la regla para medir la altura de la hierba.

A mi abuelo le gusta la jardinería. No se dedicaba únicamente a la grama. Cuidaba los árboles frutales del jardín y las rosas que estaban en la entrada de la casa. Tres rosales que dinamizaban la cuadra de la Avenida Lincoln que con el tiempo pasó a llamarse Avenida Izalco. Me contaba Karla y Marisol que se acercaban cuando eran niñas para ver si podían llevarse una rosa. Mi abuelo con su seriedad y ternura salía con una tijera de podar y le daba una rosa a cada una. Y aquellas niñas salían felices con sus flores, inhalando aquel delicioso perfume que identificaba la casa de mis abuelos maternos.

Se dedicaba a sus plantas mi abuelo, pero también ocupaba tiempo en la lectura del periódico. Ocupaba su lugar en algún sillón de la casa y con aquellos anteojos de carey cafés devoraba los tabloides con una dedicación que yo no comprendía. Leía desde la madera hasta los clasificados, mientras que yo le tenía interés sólo a las tiras cómicas. Sin embargo, me enredaba en sus brazos para interrumpirle su lectura. Y él siempre me obsequió su cariño, era un hombre serio y cariñoso. Detenía un momento la lectura y hablaba conmigo.

Como me gustaba escribir cuentecitos y a él se le daba el dibujo, ilustraba mis ocurrencias. Yo le decía cómo imaginaba los escenarios y personajes y él  los elaboraba con mucha fineza a pesar de que su pulso le temblaba un poco. Aquellos temblores no impedían que aquellas figuras resultarán valiosas piezas que debimos guardar, pero como siempre ocurre con la vida no quedó uno de ellos para el recuerdo, al menos en mis manos. Así como las bases de GIJOE, una serie de caricaturas que me gustaba en esos años, que él me hacía de cartón y madera. Mi abuelo era sumamente creativo. Me ayudó a hacer muchos escenarios y me enseñó que todo es posible si se intenta. Sabía utilizar el serrucho y el martillo, además de cuchillos afilados como si fueran navajas para cortar el cartón.

Tenía nueve años cuando mi abuelo falleció el 21 de agosto de 1989. Quizá fue breve el tiempo que pasé con él y pocos los recuerdos que tengo. A pesar de eso es puntual lo que aprendí de él. A partir de ese momento yo ilustré mis cuentos y me atreví a hacer mis propios dioramas y escenarios. Hasta maquetas hice sabiendo que mi abuelo lo hubiera hecho de esa manera: con cartón, plástico y otros objetos que para el ojo de cualquier resultara inservible. Después aprendí a usar plastilina, chicle, barro, alambre  y tirro para intervenir muñecos y hacer nuevos personajes. Los que más sufrieron esos cambios eran mis Hemanes repetidos.

Hoy con todo lo que ha avanzado el mundo, así con sus cambios tan atropellados, siguen siendo tan necesarias esas enseñanzas que quedaron sin pretenderlo en la forma que se movía mi abuelo y resolvía la vida. Mi abuelo era un hacedor de mundos.

Ver también

«Orquídea». Fotografía de Gabriel Quintanilla. Suplemento Cultural TresMil, 20 abril 2024.