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El derecho a caminar sobre el agua (2)

René Martínez Pineda *

¿Y si al despertarnos y abrir las puertas la ciudad no tiene indigentes, ni mesones de la muerte, ni botaderos de basura a cielo  abierto topados de niños, ni camiones blindados cargados de dinero privado y, en cada esquina derecha, hay un teatro monumental y hermoso repleto de fantasmas de la ópera; y en cada esquina izquierda hay una universidad pública o una escuela de ciencias sociales comprometida con los pobres? Si eso fuera así, los sociólogos funcionalistas que, flatulentos y fatuos, le llamen movilidad social ascendente a la caída masiva y estrepitosa en el hoyo de la pobreza insultante; que digan que la identidad cultural es sinónimo de consumismo; y que crean que a los pobres les gusta y enorgullece la explotación asalariada y que la necesitan para sentirse agradecidos por tener un empleo, serían condenados a diez años de servicio comunitario en las salineras.

Si todo fuera así más allá de las puertas, al reivindicar el derecho a caminar sobre el agua, a los empresarios no se les cruzaría por la caja fuerte que a los pobres les gusta vivir en champas; los periodistas no pensarían que a la gente le gusta ver noticias llenas de sangre y morbosidad amarillista. A los veterinarios no se les cruzaría por la mente que a los perros les gusta que les pongan ropa al estilo humano decadente; a los padres no se les cruzaría por el cincho que a los niños les gusta cortarse el pelo estilo “pato bravo” y las madres no creerían que tienen la misma noción de orden que ellas; a los policías no se les cruzaría por la gorra que a las vendedoras de la calle les gusta asolearse todo el día, ni que les encanta ser desalojadas a vergazos; a los historiadores del alpiste no se les cruzaría por el triste título doctoral que a los pueblos les encanta ser pisoteados, doblegados y expropiados, ni que la historia está dicha y predicha en las crónicas periodísticas que escriben los victimarios; los jóvenes no creerían que al masturbarse salen pelos en la mano o que se van a quedar ciegos; a los políticos no se les cruzaría por el curul que al votante le gusta que se receten sueldos siderales -inversamente proporcionales a su talento, en muchos casos- ni que la comida favorita del pueblo son las pupusas revueltas de promesas, el pescado envuelto en fraude y la yuca frita con fritada, pepescas y corrupción; nadie creería que la hipocresía moralista es una marca de fábrica que hay que lucir, y ningún estudiante tomaría en serio a los profesores que no tengan buen sentido del humor, ni a los que confunden un chambre con una hipótesis y la historia con la escoria autobiográfica.

¿Y si al levantarnos y abrir la ventana sin rostro el país no tiene internas fronteras monetarias, ni cuarteles del despilfarro, ni niños de la calle y, en cada esquina derecha, hay un teatro monumental repleto de fantasmas de la ópera y de rosas rojas; y, en cada esquina izquierda, hay una universidad pública o una escuela de ciencias sociales comprometida con los más pobres, que son quienes le dan pertinencia a su existencia? Si halláramos así al país más allá de la ventana el dinero dejaría de ser una pócima mágica para borrar la fealdad y para convertir en noble persona a sus depositarios vitalicios; la muerte dejaría de ser un temible y arbitrario personaje, la tomaríamos en broma y le tocaríamos las nalgas a la menor oportunidad; la comida no sería un hambriento látigo del control ideológico, político y demográfico y los empresarios no jugarían al “cuartillo de aceite” con ella; la electricidad, el agua potable, la risa y el transporte público serían gratis, porque todas aquellas cosas y servicios que dignifiquen la condición social del pueblo no serían mercancías, serían derechos humanos viables e inmutables más allá del  gobierno de turno; todos morirían de causas naturales porque nadie viviría de causas artificiales.

¿Y si al levantarnos creyéramos, ciegamente, que cada ciudad puede ser otra porque el amor será el agente de socialización que cambiará cada metro cuadrado para que la ciudad tenga tantas versiones humanas como amantes que la transitan a pie? Si al levantarnos todo fuera así, el amor colectivo pasaría jugando “mica” en los parques día y noche, sin temor a ser asaltado; amaríamos la fiesta musical de los pájaros y tortugas en lugar de la de los buses y amaríamos la homilía cotidiana de los ríos de agua limpia; el amor sería la única pinta que no prescribiría en ninguna pared constitucional, y los amaneceres tendrían lugar en los rostros y el único testigo sería la ciudad, porque ella no delataría a nadie, aunque eso la llevara a cargar con sus otoños sin más brazos que la nostalgia facunda que se trasluciría en las estatuas dedicadas a los héroes y heroínas de la educación y del consuelo.

En el Sumpul y El Mozote y las calles de San Salvador los fantasmas serían memoria para asustar al olvido forzoso porque ellos se negaron, con uñas y dientes de leche, a olvidar la sangre en los tiempos de la amnesia obligatoria; la Santa y Pura Madre Iglesia escribiría las fe de errata de las homilías y rescribiría los 10 mandamientos y pondría como primero “amarás la justicia por sobre todas las cosas”, como décimo mandamiento ordenaría que “ningún bien sobre la tierra sea ajeno” y, en un necesario acto de sabiduría tan teologal como subversivo y humano que corregiría el olvido de dios, eliminaría el sexto mandamiento porque ningún acto humano sería considerado impuro, con la excepción de los crímenes de lesa humanidad, la explotación del trabajo y el abuso de niños.

Si al despertarnos pudiéramos, sin trucos, caminar sobre el agua, amanecerían como bosques tupidos el desierto de Atacama y el desierto de sal de la conciencia social; los desesperanzados conocerían la esperanza sin recurrir a los presidios y todos tendríamos una brújula infalible e imperativa que apuntaría siempre hacia las latitudes de la utopía y nadie perdería el rumbo porque todos los caminos llevarían a ella; la justicia sería un atributo para considerar bellas a las personas sin importar su apariencia física y condición económica, que serían secundarias. Y así el mundo dejaría de ser un lugar despreciable porque seríamos capaces de vivir cada día como el último día de lo que resta de vida.

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