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A dos entrañables maestros

Álvaro  Darío Lara

Escritor

 

Hace ya algunas décadas leí un libro fascinante, escrito por el salvadoreño Mario Hernández Aguirre (1928-1983). Un extraordinario escritor y ensayista, que vivió lejos, físicamente, del país desde muy temprana edad, entre estudios superiores y una amplia labor diplomática. El libro en cuestión, «Del infierno o del cielo» (1970), ofrece una colección de quince formidables piezas narrativas de la mejor factura, además de una vanguardista portada del gran artista plástico argentino Luis Tomasello (1915-2014).
Nadie como Hernández Aguirre ha recreado literariamente, con soberana maestría, las entrañas del poder político en la coyuntura nacional de 1944, en los cuentos: «Domingo de Ramos» y «Austerlitz». Además de un lujo de ficción, en las historias sobrenaturales ambientadas entre El Salvador y la vieja Europa: «Los espejos oscuros», «Florencia», «La daga», «El viaje», «Fidelidad» y otras.
Por cierto, el célebre y no menos polémico escritor peruano Alfredo Bryce Echenique (1939), hace un magnífico y humorístico retrato de Mario Hernández Aguirre en su libro «Guía triste de París» (1999), al situarlo como un simpático personaje del cuento: «El carísimo asesinato de Juan Domingo Perón». Y cómo olvidar una genial anécdota de Waldo Chávez Velasco (1932-2005), al evocar a Mario como el maniático salvadoreño que destrozaba los rosales parisinos.
Rememoro que en varias ocasiones, pregunté a nuestro querido Ricardo Lindo (1947-2016), por el escritor, sobre todo, a raíz del poema maravilloso que Ricardo le escribió con motivo de la muerte de éste acaecida en Santa Ana en 1983.
Ahora que llueve, y el día se torna intensamente sombrío, no puedo dejar de pensar en París, en Ricardo, y en Mario. El poema es perfectamente aplicable a nuestro poeta de las maravillas, Ricardo Lindo, en el final de su vida.
A ellos, entonces, Maestros de la palabra, el poema de don Richard, «A Mario Hernández Aguirre»: «Amigo Mario, has muerto./Los zopilotes trazaron círculos en torno tuyo,/ y tú pasaste, Mario, como todas las cosas que pasan./Eso fue poco después de que bebimos nuestro último vino,/nosotros que tanto vino bebimos/bajo el sol gris de Francia,/amigo Mario Hernández./Ya no alzarás tu copa de júbilos y risas/llamando «Mortimer» al camarero,/ y en el Sena faltará tu mirada como falta una casa en el paisaje,/ y tanta gente que tuvo casa en tu corazón/estará huérfana de ti./ Te recuerdo en Santa Ana en tus últimos días./Tenías la mirada quebrada, Mario Hernández,/como una torre derrumbada./Habías envejecido de súbito/y tus cabellos estaban blancos,/y tu piel tenía el color de la cera./Tu voz apagada decía aún chistes con dificultad,/ y tus pasos, Mario Hernández, tus pasos,/ se arrastraban lentos y lerdos./Eran los pasos de un anciano./Recordaré esa estampa tuya para siempre,/como una larga herida,/y diré que fue injusta la vida por tan breve./Mario el vivaz. Mario el hermano muerto. /Quedaron tantas cosas por decirte, / y ahora, en el silencio,/mientras pasan aún los zopilotes,/sólo puedo decirte «hermano, buenas noches»,/ y en la ronda nocturna imagino tu paso/ tan lento, tan lerdo y vacilante/ como los pasos de un anciano».

 

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