Conjunción de los opuestos
Rafael Lara-Martínez
Tecnológico de Nuevo México
Desde Comala siempre…
El 12 de marzo de 1952, el tío de F. T. salió de casa en Los Planes de Renderos. Iniciaba la nueva rutina de emprender un largo paseo. Proseguía recomendaciones médicas de caminar ágil, para que el corazón latiera intenso cual lluvia recia del trópico. De la lluvia retoñaba todo vástago de la primavera. El ejercicio evitaría un nuevo coágulo en su corazón exhausto. Llevaba una boina vasca negra, que lo emparentaba al origen, como si el paisaje cálido familiar le fuese indiferente. A unas cuadras, se cruzó con un niño quien, en un silencio de muecas, le señaló la vereda a recorrer. A trote pausado, continuó la marcha absorto en un cuento que reproducía el habla infantil, sin notar el cambio repentino de la flora. La tupida fronda húmeda, de verde encendido, se desvanecía hacia un marrón pálido, de matorrales ariscos, que le evocaban desiertos lejanos. Al alzar de repente la vista, advirtió que se hallaba en un rumbo distinto del cotidiano. Contempló los arenales pardos desteñidos. “¡Qué raro!”, murmuró. Al instante, se percató que el mismo crío corría al frente sonriéndole. Al ritmo de pájaro carpintero, salpicaba de letras los nopales sin un sentido sereno. “Ahora que razonas por mí, ya emigraste de ti mismo”. Sólo percibió un alto cactus florecido —un saguaro cuyas ramas calcaban brazos humanos. El derecho indicando el cielo; el izquierdo arraigado al suelo. Ambos gajos tatuados de enigmas. Le pareció extraño que el niño hubiese desaparecido. Empero, la voz continuaba insistente, adquiriendo un lustre cada vez más opaco que denotaba una ronquera adolescente. “Si transcribes el habla del otro, ya no eres tú. En tu fuero vives expatriado en las antípodas”. Al viento se agitaban las plantas rodadoras hasta enredarse en los pies del caminante asombrado, quien se sostenía la boina para evitar perderla. “No basta invertir las palabras, escribirlas al revés, que de colocarlas “delante del espejo se pondrían al derecho” sin perturbar el sentido. Vale que su significación se invierta, en tu otro yo”. El cuerpo y el ropaje se le habían trastocado. Se sentía chiquillo vestido de manta blanca descalzo y, ante sí, percibía su reflejo adulto quien lo reprendía. “De creer fielmente en el cristal, no son las letras que se escurren al revés, sino sus conceptos retroceden alterados. Este mismo día que concluyes tus relatos infantiles, te reencarnarás en un antónimo quien vivirá en un sitio contrapuesto al tuyo. Recuerda que al buen escritor lo completa el mal lector. La figura antitética que lo tergi-versa. Si tú finges ser yo, con igual derecho, él será tú, en tu re-verso”. Apostado en el sillón de la sala, a la escucha de una música futurista, minimalista, el tío de F. T. concluía su relato. “Perseguida de Venus, la luz tímida de la Luna vaticinaba su clausura”. Las exequias del tío de F. T. ocurrieron años después, bajo las “Resonancias espirituales” de Mâqam y la “Música de noches sin Luna ni Perlas” de Michael Byron. El paso bullicioso de un joven travieso, libro en mano, interrumpió la devoción de los piadosos asistentes. Sólo una anciana beata se percató que la silueta oscilante —de botas vaqueras y sombrero ancho, idéntico al fieltro del hijo de La Llorona— denunciaba el origen norteño.
Mis tres almas
Rafael Lara-Martínez
(New Mexico Tech, [email protected])
Desde Comala siempre…
Antes de nacer, mi madre arregló todos mis enseres de tierno. De recién llegado. Antes de nacer, quería que la cuna estuviera lista cuándo llegara. Para que llegara no bastaba con limpiar el cuarto. Todavía percibo su entre-luz y penumbra. Su piso en baldosa decorada que palpaba al gatear.
No bastaba cambiar los colores de las cortinas, intuyendo que sería varón. Todavía percibo su revoloteo al aire en la ventana semi-abierta. No bastaba tejer cotorinas en azul-celeste, mi segundo atavío. Todavía escucho el tintineo de las agujas al tejer. Antes de nacer.
Tampoco bastaba lavar biberones. Todavía oigo el sonsonete del vidrio al rozar el lavabo. No bastaba doblar pañales de algodón. Todavía siento el primor del tejido nuevo. Su color blanco rozándome la piel. Por el tacto penetrante de mi madre. Antes de nacer.
No bastaba lo material. Todavía observo mis almas rondando el misterio de la encarnación en un cuerpo humano desconocido. El cuerpo, mi primer envoltorio mundano; la ropa el segundo. Todo lo que por hados inescrutables me era dado sin que lo eligiera. Todo eso que recibía en pensión no bastaba. Antes de nacer.
Mi madre debía asegurarse que mi cuerpo de recién nacido recibiera alma, espíritu y hálito vital al momento mismo del parto. Tonalli, yollotl, ihíyotl se encontrarían al instante de darme a luz. Enceguecido yo, por el alumbramiento súbito, de seguro no ingresarían por los ojos. Entrarían al acorde por la boca u otra abertura del cuerpo-chicomoztoc, en el momento en que diera el primer berrido. Llanto inicial, lengua primigenia y almas me brotarían del mismo retoño vital. En el momento de nacer.
Mi madre arrullaba sonidos extraños para mí. Para mi boca en monosílabos líquidos. Quizás para que ese encuentro sucediera. No lo sé. Sólo reconocía lo fluido. En mi estado de renacuajo, de anfibio que flotaba en un océano encerrado. Pero familiar, tibio y acogedor. Antes de nacer.
Escuchaba sus latidos, mis aletas se volvían brazos. Mis piernas listas al buceo. Oía su voz, mis branquias se volvían pulmones. Los sonidos obraban una magia anfibia. Entretanto mi madre revisaba los nombres que recibiría, uno por cada alma que poblaría mi cuerpo. De batracio me volvía homúnculo.
Los nombres los anotaba en un cuaderno. Todavía escucho el rasgar del bolígrafo en el papel reacio. La tinta azul marina que teñía lo blanco a rayas. Que colorida me nutría de letras como la sangre roja. Rojo y azul eran mis colores. Antes de nacer.
Pero algo sucedió en el trayecto de la casa al hospital. Mi padre conducía un studebaker sin muchas pretensiones. De motor y paso confiable. Algo sucedió. No estoy seguro por más que reflexiono. Pero tengo presentes los sonidos de esa madrugada del 12 de marzo. Por fortuna, este sino sería mi tercer nombre, mi tercer alma. Sólo un día me salvaba de la superstición del mal agüero. El 12 de marzo.
Algo sucedió. El revoloteo de un colibrí en las flores del jardín. El transitar de un tacuazín en el árbol de mango manila que daba sombra al comedor. El roer de una iguana en el árbol de guayaba perulera. El aleteo de un dichosofuí en la enredadera del garaje. Algo sucedió.
No lo sé. Pero algo sucedió. El cruce de un par de tenguereches juguetones al bajar de la casa hacia la carretera. O quizás el simple bolero de Agustín Lara que sonaba en la radio. Mi padre lo canturreaba. No lo sé. Pero algo sucedió.
Algo sucedió. Porque a la hora del parto. A la hora del parto, mientras mi padre fumaba un kent en la sala de espera. Mientras mi madre forcejeaba por expulsarme de mi retiro cavernoso, tibio y placentero. Algo sucedió. Algo sucedió que al salir el sol se volvió una bola roja sin rayos. Una esfera opaca, rodeada de humo o de nube. Lo que es lo mismo. De tierra hecha cielo. De cielo hecho tierra. De cuerpo aspirando almas. De almas inspirando un cuerpo.
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