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Cuatro cuentos desde el otro lado

 

Ricardo Jiménez

 

I

Pinturas espantosas

“Esta pintura es de un lugar de El Salvador, conocido como La Palma”, le dijo su amigo, al tiempo que le mostraba una imagen con rostros campesinos (o eso parecían), coloreados de rojos, azules, verdes y amarillos intensos. Y continuó: “me imagino que conoces el lugar y estas pinturas, pues en algún momento le escuché decir a alguien que habías estado en ese país”. No supo qué responderle. No recordaba haber estado en El Salvador ni tenía una puñetera idea de unas pinturas que, a decir verdad, le parecían espantosamente feas. Recibí un mensaje de ella: “oye Armando, eres de El Salvador ¿verdad?”. Claro que sí, le dije. “¿Sabes –inquirió— en qué lugar de tu país pintan unos cuadros con muchos colores? ¿Conoces el nombre del pintor?”. Es en La Palma, le respondí, y añadí –tomando aires intelectuales— que desde ahí la influencia artística se había extendido por otros lugares como Suchitoto, Apaneca y Ataco. Y el pintor, que por cierto ya murió, se llamaba Fernando Llort. Su respuesta, esta vez en un audio, fue inmediata: “gracias Armando; con lo que me has dicho me salvé de quedar como una ignorante. No sé por qué hay quienes creen que he estado en El Salvador, por más que les digo que no es así. Pero los gilipollas insisten y me da pereza convencerlos de lo contrario”.

II

La clase

 

“Vos sos un cuento”, le dije. No respondió ni siquiera con un suspiro o una mueca. Era clásico en ella, cuando algo la contrariaba. Se quedaba callada, inmutable. Sospecho que escucharme decirlo le había gustado, pero no del todo. Una reacción positiva suya podía dar lugar a que yo siguiera enrollado; una muestra de malestar me haría sentir mal, y no era su plan. El silencio fue la mejor opción. En otras circunstancias o bien me hubiera dicho que era el piropo más hermoso que alguien le había hecho o me hubiera dicho que si acaso yo era un retrasado mental que no entendía que no era no. Aunque ustedes no me crean, se los aseguro, no era mi intención cortejarla. Sí, sé que uno no va por la vida diciendo a las personas que son un cuento, pero en este caso lo mío fue una constatación objetiva. Voy anotar en la pizarra lo que me acaba de decir y juzguen si esta mujer no es un cuento:

“Pues sí que está azul el cielo. ¿Qué extraño? Ye broma… El señor licenciado divaga con las nubes, las estrellas. Todo le sorprende al señor licenciado. Está bien, eso está muy bien. Yo acabo de salir de un taller… acabo de salir de un automasaje con aceite de sésamo y bueno ahora pondré en la práctica todo lo aprendido. Voy a hacer unas asanas con mi culito de rana”.

Y tengo más para probarles mi teoría:

“Ricardito, con su proyecto del cuentito. No se me ocurre nada. No estoy inspirada. ¡Ay! Está jugando el Madrid y mira la gente anda como loca. De verdad que lo del fútbol nunca lo entenderé. Bueno, salú. Buena noche”.

“Profesor Ricardo, su historia está bien interesante, pero ¿será que podemos continuar con el tema de la clase?”.

III

El cuento del cuento

“¿Y mi cuento?”, le preguntó él por quinta o sexta vez (la verdad, había perdido la cuenta de las veces que le había hecho la misma pregunta). Ella, de nuevo y como en las últimas cinco o seis veces (ella también había perdido la cuenta), le dijo “ya casi lo tengo, está en mi cabeza, sólo quiero sentarme a escribirte el cuento que nunca nadie te ha escrito jamás”. Él suspiró aliviado. Le daba una alegría inmensa saber que ella estuviera creando en su mente una historia en la que, sin duda, él era el principal protagonista. Se imaginaba lo que sucedía en esa cabeza cubierta de rizos enmarañados. Historias de sapos convertidos en príncipes se mezclaban con viajes al centro de un agujero negro con revoluciones, revueltas, tomas de palacios de invierno, guardias pretorianas, erupciones volcánicas con fiestas de pueblo, cohetes, música, recitales de poesía con paseos por la playa, lluvias torrenciales, temblores, puestas de sol, viento…. Y él siempre estaba ahí, con ella, salvándola de bandoleros en las fronteras, buscando conchas en la playa, rozando sus piernas con las de ella en una pupusería de El Salvador, tomando café con canela en Lavapiés… Estar en sus pensamientos, aunque fuera como sapo o como guerrillero patoso, le causaba una inmensa felicidad… salvo por una cosa, y era que esos pensamientos eran suyos.

IV

De sobra sabes que eres la primera

Llegábamos a Madrid. Vi signos en su rostro que anunciaban una crisis inminente. No tuve que esperar mucho. Esta ciudad es una verdadera mierda, gritó. Estaba fuera de control. Decirle que se calmara –lo sabía por experiencia—era aumentar la mezcla de enojo, frustración e impotencia que recorría todos los recovecos de su cuerpo y mente. Así que opté por el silencio. No fue la mejor decisión. No sirves ni para darme ánimos, la escuché decir. La gravedad de su voz y su mirada de hielo no dejaban lugar a dudas: en esos momentos yo era el destinatario de su furia. Pude balbucear algo, según recuerdo, respecto a lo bien que le quedaba su poncho, pero la inmutabilidad de su rostro cortó de un tajo mi intento de reparar mi inutilidad que, temí, iba más allá de no darle ánimos cuando estallaba en cólera. Concentrado en mis pensamientos, no me di cuenta del momento en que comencé a murmurar “de sobra sabes que eres la primera, que no miento si juro que daría por ti la vida entera, por ti la vida entera”. Sentí su mano en mi cabeza y al volver la vista hacia ella me encontré con su rostro iluminado por una sonrisa cálida. Ay Ricardo, dijo, Madrid es un asco. No sabes cuánto extraño a Pillarno. Pero este poncho me encanta. Y la parte de la canción que más me gusta es esa que dice “Me lo dijeron mil veces, pero nunca quise poner atención, cuando llegaron los llantos, ya estabas muy dentro de mi corazón. Te esperaba hasta muy tarde, ningún reproche te hacía, lo más que te preguntaba era que si me querías”. No recuerdo si añadí otras estrofas o si susurré algo así como “te vi, te vi, te vi yo no buscaba a nadie y te vi”. Mi memoria me juega malas pasadas. Soy imaginativo. Ahora mismo escucho un audio suyo:

“Hola Ricardo, pues ya estoy en Madrid. Y sí, dije mierda, remierda, puta mierda… Lo dije todo, pero bueno, nada, ya me incorporé al trabajo y bueno pues voy palante ¿no? Con ganas de quedarme en mi casa, en mi tierra, pero de momento no puede ser. Así que nada, voy pa casina. ¿Me viste con mi poncho, mi poncho salvadoreño? Me sale el acento mexicano. Bueno. Salú. Va a venir un tormentón. Mira, está el cielo negro, negro, negro. Salú”.

Juro que esto no es fruto de mi imaginación.

 

 

 

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