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Cuarentena: la nación-exilio interino (1)

René Martínez Pineda
Sociólogo, UES

Encierro, las puertas como escudo. Condena, para castigar la pena impuesta. Confinamiento, para extrañar los abrazos solidarios. Cárcel, clandestina memoria llena de olvidos. Caverna, para creer que la sociedad es sombras. Cueva, para reafirmar la existencia mínima. Cuarentena, para comprender que no tenemos alacena y que no hemos salido de los años en que vivimos en peligro. Refugio, felino ronroneo de quienes amamos hasta lo indecible. Exilio, sin salir del país.

Hace un año (el 11 de marzo, para ser maniáticamente exactos) El Salvador se convirtió -en un minuto sin segundos que tronarse como dedos hambrientos- en la nación-exilio fugaz de calles desoladas, oficinas tiritando de soledad mórbida, miedos itinerantes, supermercados con distensión abdominal provocada por la acumulación de clientes en los pasillos, buses taciturnamente mudos y, y… y más silencio. El silencio lo dominaba todo, de sur a norte, sin que la brújula amarilla le diera trámite a las apelaciones constitucionales; la risa y aullidos de las hienas azules amenazaban con romper ese silencio para dejarnos a total merced de los tinterillos constitucionalmente ineptos. A partir de ese día -que tuvo cientos de repeticiones- por las calles deambuló un zumbido santo y crónico igualito al de las chicharras del Gólgota; a partir del primer muerto sin autopsia ni funeral… solo las agujas del reloj, el territorio-casa, las noticias mal encaradas y la nostalgia pura pendieron y sucumbieron de súbito sobre nosotros, los encuarentenados sin domicilio decente ni permanente; los eternos refugiados en el solitario frío de nuestros diminutos cuerpos-sentimientos y, en ese lance, nos convertimos en los exiliados a manos de la dictadura militar del virus; volvimos a ser los masacrados ordinarios y consuetudinarios, esta vez por los fusiles del contagio colectivo, con lo cual la desconfianza en el otro -que era parte de nosotros- tomó la palabra y nos repitió la lección sobre el temor al contacto físico como si este fuera una temida enfermedad venérea; recordamos a don Narciso, el “oreja” descalzo que, oculto en su carrito de sorbetes, nos delataba con la policía por el simple hecho de vernos leer “un libro rojo para Lenin” o escuchar las homilías de Monseñor Romero; recordamos al lúgubre escuadronero de la muerte que se disfrazó de vecino con el propósito de matarnos para siempre.

Solo más tarde, viendo en la televisión la baba legislativa de la peste local y las nutridas fosas comunes en otros países, aprendimos que ese confinamiento social era la daga del inefable castigo por ser pobres, lo cual nos hizo recordar la dura sociología del destierro que, como interina estrategia de sobrevivencia física, nos enseñó la guerra que tuvo muertos reales y líderes falsos… o a lo mejor ese fue un largo ensayo sobre el éxodo perentorio que nos augura el látigo de cobre por ser los que vivimos en la eterna cuarentena de la carestía que nos hace sentir extranjeros en nuestra propia nación, este pedazo de tierra que se sitúa en una nada desde la que inventamos un universo de juguete, solo por joder. ¿Era una lección del sabor de lo abstracto la cuarentena severa que nos hizo descubrir a la familia que amamos?, ¿era acaso el confinamiento social una forma deformada de la nostalgia para todos sin importar el último número de nuestro documento de identidad?, ¿estábamos reviviendo la época de los destierros masivos y obsesivos sin abandonar la tierra que nos parió sin placenta ni libros nocturnos que incitan a la masturbación carnal y social?

El encierro que sufrimos durante muchos meses, nos hizo concentrarnos en la condición política del confinamiento social como castigo histórico del mercantilismo; nos hizo pensar en las causas ideológicas y escatológicas que sostienen la necesidad de contar con los otros para poder ser nosotros. Si lo vemos desde la locuaz agonía de un respirador artificial, el encierro -que nos hizo sentir la pesadez infame del silencio de las calles- fue un hecho vital y fetal que evidenció actitudes disímiles que iban y venían en el ancho horizonte de la incertidumbre que nos daba lecciones de exilio cultural sin salir de casa y nos exigía no usar la misma camisa de siempre. A pesar de que sabíamos de que era necesaria, no pudimos habituarnos a vivir en esta soledad impía en la que las calles nos tapaban los oídos para que no oyéramos pasar los caballos negros de la muerte. Fueron meses muy duros y rudos en lo anímico y en lo económico y, quienes pudieron, se dedicaron a otro tipo de actividades menores para no olvidar lo que se siente comer los tres tiempos, actividades tales como vender pan francés, empanadas de frijol negro, alcohol gel sin alcohol, mascarillas levemente usadas, panes con huevo, guantes rotos, pupusas de queso sin queso, chicles de segunda masticada, al dos por uno… ¡va a querer, mi amor!!!

Sin sentirlo ni predecirlo, lentamente, muy lentamente, nos fuimos descascarando y despersonalizando de pies a cabeza; fuimos cambiando la piel por el insípido cristal del anonimato; fuimos cambiando las personas de carne y hueso por las fotos y los fantasmas bien pagados; fuimos cambiando los abrazos por los saludos sin brazos, pero nunca perdimos la esperanza de retomar nuestra humanidad al nomás salir del encierro en el último día de febrero, esa fue la estrategia para no ser metido en la cárcel clandestina de la psicosis. Y yo me insurreccioné dentro del encierro para combatir esa psicosis mercantilista porque pensé que por ahí iban las posibilidades de hacer de la cuarentena un redescubrimiento de la familia en sociedad y la sociedad en familia. Esas son las razones, tan sociológicas como pedestres, para no odiar mi cuarentena-exilio interino, a pesar de que muchas veces amanecí en los brazos óseos de la pérdida y la desorientación que, sin previo aviso, se metían en mi cama.

Debo confesar que esa pérdida-ausencia y esa desorientación-presencia las asumí desde la levedad de mi conciencia política que buscaba ponerle un punto final a la guerra que viví como reflexión ideológica y como acción colectiva real. Sin ser Julio Cortázar, revisé el concepto de exilio para trastrocarlo, analizando desde la acera de enfrente la triste condición del desterrado para buscar los cimientos que nos permiten regresar de él sin haber empeñado el alma ni haber hecho del silencio la coartada de la cobardía elemental; sin renunciar a la nostálgica búsqueda de la tierra perdida que durante un año se disfrazó de nación-exilio interino, con el propósito de no ver el exilio temporal de la cuarentena como un contra-valor, o una derogación de mi humanidad, o una mutilación del espíritu que nos hace perder las ganas de leer poemas dedicados a la flor básica y hermosa que se enorgullece de sus dos pétalos; que nos hace perder las ganas de escribir cuentos largos y novelas cortas sobre la redención de la memoria en cautiverio.

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