Por David Alfaro
07/11/2025
Ayer, una joven salvadoreña caminaba por el Centro Histórico de San Salvador, entre el bullicio cotidiano, cuando una bala de alto calibre le arrebató la vida. Una escena absurda, trágica y profundamente reveladora de lo que se ha vuelto el país bajo el régimen del dictador Nayib #Bukele.
El aparato propagandístico de la dictadura actuó con la rapidez de un reflejo condicionado: antes de que se conocieran los hechos, ya señalaban culpables. Para los adeptos al dictador, la muerte era obra de los opositores; para la policía, el crimen recaía sobre una pobre mujer que pasaba por el lugar. La fotografía de esa señora, flanqueada por policías, circuló de inmediato como si fuera la prueba irrefutable de su culpabilidad. Nadie esperó las cámaras, los peritajes o el debido proceso.
El cuerpo de la víctima fue levantado con prisa. La acera, aún empapada de sangre, fue lavada en cuestión de minutos. Esa prisa, más que eficiencia, parecía ocultamiento. Cualquier investigador criminal sabe que limpiar la escena del crimen equivale a borrar la verdad. ¿Por qué tanto apuro? ¿Qué buscaban ocultar?
Horas después, el relato oficial cambió. Ya no era una señora ni un opositor. Era un soldado francotirador, un joven casi adolescente, quien había disparado. Un uniformado del mismo régimen que presume haber devuelto la seguridad al país.
Momentos después del crimen, muchos ciudadanos ya sabían (como señaló Sergio Arauz @sergioarauz, periodista de @elfaro) que el principal sospechoso era precisamente un soldado. En una zona llena de cámaras, el silencio inicial del gobierno resultó más revelador que cualquier comunicado. La dictadura, acorralada por la evidencia y la presión pública, se vio obligada a aceptar lo evidente: la bala había salido del propio aparato militar que dice proteger al pueblo
Y ahí comienza la verdadera historia: ¿por qué hay francotiradores apostados en los techos del Centro Histórico de San Salvador, un lugar donde diariamente transitan miles de personas? ¿Por qué se usa armamento de guerra en una zona civil? ¿Qué amenaza ve el régimen en su propio pueblo, al punto de apuntarle desde los tejados?
El discurso de “El Salvador, país más seguro del mundo” se agrieta ante una verdad brutal: la militarización de la vida cotidiana ha convertido la seguridad en un espectáculo y la represión en una política pública. No hay seguridad cuando la dictadura dispara contra su propia gente.
Detrás de esta muerte hay más que un error militar. Hay una estructura entera de impunidad, propaganda y control social. Hay un sistema que necesita fabricar enemigos para sostener el miedo, un régimen que culpa al azar o a una inocente antes de aceptar su responsabilidad.
La corrupción también está ahí: en el uso desmedido del poder, en la manipulación informativa, en el intento de lavar, literalmente, la sangre del pavimento. La prisa con que limpiaron la escena del crimen simboliza la urgencia de borrar la evidencia, de proteger no a la justicia, sino al relato oficial.
En un país donde los soldados apuntan sus fusiles hacia el pueblo, donde la verdad se silencia con agua, jabón y propaganda, y donde la juventud muere sin razón ni justicia, no hay seguridad posible. Lo que hay es un orden del miedo, una dictadura que se disfraza de paz.
Esa bala no solo mató a una muchacha. Atravesó, como metáfora, la conciencia de una nación que ya no puede ni debe fingir que no ve.
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