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Alrededor de la muerte

Mauricio Vallejo Márquez

coordinador
Suplemento Tres mil

Hay un ataúd al fondo de la sala. El nombre del que está dentro se pronuncia de vez en cuando entre los grupos que se aglutinan a su alrededor y tras unas horas pasa a olvidarse, buy viagra aún sabiendo que él es la razón de estar ahí.
Mi familia materna es numeroso y con ramas  tan caudalosas como el amazonas, y tengo la fortuna de conocer a muchos, aunque tengo la triste deuda de no verlos a todos.
Sin embargo, las bodas y funerales son la principal razón para juntarnos. Eso es algo que me alegra, porque es justo en esos momentos  cuando más necesitamos apoyo. En la boda para compartir la felicidad, y en el funeral para tolerar el dolor.
Cuando tenía nueve años viví mi primera vela. Mi abuelo, Mauro Márquez, era el protagonista. Estuve en el momento cuando sus hermanas le colocaban unos anillos y un sinfín de cosas. Esa fue la primera vez que toqué un cadáver. Mi tía Cata le colocaba los anillos y vio que estaba interesado en el proceso. Curioso. Había dejado de llorar y miraba a mi abuelo, quien se sentó a enseñarme matemáticas y con quien dibujaba. Él era un estupendo dibujante. Y ahora ahí, entre las paredes blancas acolchonadas del ataúd, con su traje, listo para ser parte de la tierra.
Esa noche conocí a muchos familiares, además de la solidaridad. Aún en el ataúd me enseñaba una lección. En esa época de guerra los funerales no eran tan habituales porque muchos desaparecían o morían en combate. Poco a poco fui viendo mermar a tíos que vi fuertes como robles, dejando en su lugar sus sonrisas y su vos para mi memoria. Muchos me dejaron la pena de no concluir nuestras pláticas como el tío Leonidas que contaba con tanto orgullo las hazañas de mi bisabuelo (Luis Andrade) dentro de las minas de El Divisadero, de cómo también mi tío Toño incursionó en el subsuelo para recoger mineral. Pensé tanto en sus historias mientras estaba en su caja, justo en el mismo lugar que su esposa también fue velada algunos años atrás.
Cada vela nos trae el recuerdo de otras, devela tantas cosas que parecen olvidadas.
Mi abuelo paterno fue velando cuando yo tenía 17 años, un día después de la visita de el Papa Juan Pablo II, Lo velamos 3 días, porque todos mis tíos vivían en extranjero. Fue una vela cansada y desgastante.
En todas ha sido habitual el café, la gente poniéndose al día de la vida de cada uno y de los que no están, viendo dónde faltan eslabones y conociendo a la familia que recién se va sumando, los que se marcharon al extranjero, los que regresaron. Toda la gama de la vida, que en el silencio parece no existir y en otros donde las cartas y sus escalas hacen la noche entre apuestas y juegos, mientras el dolor se va gastando en abrazos con ligeros pésames y lo siento. Abrazos sólidos con miradas que afirman un “estoy contigo”, no siempre comprometido, pero sí necesario como una celebración de la muerte para darle vida a una nueva historia.
Las velas son tan frecuentes como la realidad. Siempre para despedir a quien se fue.
No es ninguna sorpresa que la muerte es algo natural, lo único que tenemos seguro al nacer.

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