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Una reflexión sobre el Estado: la vuelta a los clásicos del marxismo (II)*

Luis Armando González

Entre la sociedad capitalista y la sociedad comunista –escribe Marx— media el periodo de transformación revolucionaria de la primera en la segunda. A este periodo corresponde también un periodo político de transición, cuyo Estado no puede ser otro que la dictadura revolucionaria del proletariado”i. Solo después se transitará a la sociedad comunista, “donde cada individuo no tiene acotado un círculo exclusivo de actividades, sino que puede desarrollar sus aptitudes en la rama que mejor le parezca, la sociedad se encarga de regular la producción general, con lo que hace cabalmente posible que yo pueda hoy a esto y mañana a aquello, que pueda por la mañana cazar, por la tarde pescar y por la noche apacentar ganado, y después de comer, si me place, dedicarme a criticar, sin necesidad de ser exclusivamente cazador, pescador, pastor o crítico, según los casos” ii.

En resumen, Marx enfatizó la dimensión instrumental del Estado, lo cual fue un acierto, pues no podemos obviar la evidencia histórica que respalda el uso del Estado por parte de grupos de poder económico. Pero la visión de Marx es insuficiente, porque el Estado es, además de instrumento de dominación, otras muchas cosas. Para el caso, no prestó atención al peso del Estado en la configuración del orden social, sobre todo en lo que hace no solo  a su influencia normativa, sino a su influencia en las conductas, hábitos, estilos de comportamiento, valoraciones y creencias de hombres y mujeres que viven bajo su jurisdicción e incluso –en el caso de estados predominantes en el escenario mundial— fuera de ella.

No hay mejor ejemplo de esto último que el enorme peso que tuvo el Estado soviético en la configuración de las sociedades del bloque del Este, desde 1945 hasta 1989. O, la contrapartida occidental de un influjo semejante por parte de Estados Unidos, el cual en la actualidad se ha extendido –muchas veces mediante mecanismos de terror y violencia—, por el mundo. Más cerca de nosotros, está el indiscutible influjo de los estados militarizados latinoamericanos –durante la mayor parte del siglo XX— sobre los hábitos, conductas y creencias de la gente. Una cultura política autoritaria germinó y se desarrolló a partir de ese influjo, sin que hasta ahora haya podido ser contrarresta por una cultura política democrática.

En la tradición marxista, el autor que más se acercó a una comprensión del Estado como generador de cultura, y no solo  cómo un instrumento de dominación, fue Antonio Gramsci (1891-1937). Cabe recordar que Vladimir Lenin (1870-1924) continuó la línea de interpretación de Marx, es decir, la de entender al Estado como un instrumento de clase. Pero Gramsci tuvo al acierto de distanciarse de esta interpretación que era (y siguió siendo la predominante durante mucho tiempo) la predominante en los círculos marxistas.

El filósofo italiano entendió al Estado como una instancia atravesada por una doble dimensión: la hegemonía y la coerción. En sus palabras: “hay que observar que en la noción general de Estado intervienen elementos que hay que reconducir a la noción de sociedad civil (en el sentido, pudiera decirse, de que Estado = sociedad política + sociedad civil, o sea, hegemonía acorazada de coacción)”iii. La sociedad civil ya no tiene que ver con las prácticas sociales –tal como lo entiende Marx— sino con la capacidad del Estado para asegurar la hegemonía de una clase sobre el conjunto de la sociedad, es decir, para asegurar que la clase en el poder no solo  “domine”, sino que también “dirija” a la sociedad. “El hecho de la hegemonía presupone, sin duda –dice Gramsci—, que se tengan en cuenta los intereses y las tendencias de los grupos sobre los cuales se ejercerá la hegemonía, que se constituya un cierto equilibrio de compromisos”iv.

Ese “equilibrio de compromisos” supone la capacidad del Estado para generar consenso en torno al proyecto de la clase dominante. En virtud de ello, el Estado puede dotarse de legitimidad “convenciendo” a los ciudadanos y ciudadanas de que lo suyo es el “bien común” y el “interés general”, y no el interés de una clase o un grupo en particular. Este convencimiento da estabilidad política a la sociedad y asegura el orden social, lo cual significa que el proyecto de la clase dominante es aceptado voluntariamente por las clases subordinadas. Cuando esta capacidad de convencimiento falla, entonces entran en juego los mecanismos coercitivos del Estado, que ponen en evidencia una situación de crisis política. Cuando esto sucede, la sociedad civil es desplazada por la sociedad política, que no es otra cosa que la dimensión coercitiva del Estado.

Gramsci nos acercó, de esta manera, a una visión más compleja de la estructura del Estado y sus funciones. Lamentablemente, la visión de Lenin –convertida en dogma de fe gracias a la labor de Stalin y los hacedores de manuales de la desaparecida Academia de Ciencias de la URSS— fue la que se impuso, prácticamente hasta la desaparición de la URSS, en el debate marxista. De esta manera, se impidió que la interpretación de Gramsci se abriera paso y marcara la pauta de la discusión teórica sobre el Estado. De aquí que la recuperación de Gramsci sea uno de los desafíos más importantes en el debate marxista actual.

Pero no basta con retomar a Gramsci, para avanzar hacia aproximación teórica más rigurosa sobre el Estado. Para empezar, la interpretación del Estado como instrumento de clase debe ser revisada críticamente, para ponderar qué tan realista es suponer que el Estado sea un ente manipulable que puede ser usado por una clase para sus propios fines, o incluso que puede ser abolido por la voluntad colectiva en un determinado momento histórico.

Hay que hacerse cargo de la realidad del Estado como un aparato burocrático no solo  capaz de mantenerse en el tiempo, sino capaz de crecer y acumular poder (normativo, institucional, simbólico y material) si se lo deja a sus propia suerte, y ya no se diga si expresamente se impulsan prácticas políticas que lo hagan crecer y desarrollarse (tal como sucedió en la ex URSS, con el Estado de bienestar occidental y con los estados populistas latinoamericanos de los años 40 y 50 del siglo XX).

Pocos ataques contra el Estado han sido tan feroces como los realizados por los reformadores neoliberales, que se propusieron, en su momento de más éxito (años 80 y 90 del siglo XX), cumplir el sueño de Marx: abolir el Estado, no socializándolo –como quería el filósofo alemán—, sino privatizando sus empresas, funciones y servicios.

Pero el Estado resistió y siguió en pie. Y en estos momentos –en el marco de la actual crisis financiera mundial— se ha puesto en la mesa de discusión la necesidad de fortalecerlo, tanto en sus funciones económicas como en sus funciones sociales. Asimismo, por el lado latinoamericano, la resistencia al neoliberalismo de inicios del siglo XXI ha supuesto no solo  un protagonismo social, sino también un protagonismo estatal.

En definitiva, no se quiere decir aquí que el Estado sea una sustancia eterna e inamovible. Nada más se señala que el Estado tiene una enorme capacidad de mantenerse en el tiempo, cambiando, pero conservando su identidad fundamental. Una identidad que se ha forjado y cristalizado a lo largo de la historia de cada sociedad, lo cual convierte al Estado en una realidad resistente no a los pequeños cambios (que se suceden regularmente), sino a las grandes transformaciones, que sobrevienen en el marco de transformaciones sociales, económicas y políticas más amplias… Y aun así, suelen quedar vestigios del Estado que ha sido demolido, tal como sucedió en la Rusia revolucionaria posterior a 1917 y sucede en la Rusia actual, una vez que, después de 1991, el socialismo real fue reemplazado por el capitalismo neoliberal.

En enfoque de sistemas se impone como recurso teórico para entender al Estado. Visto como un sistema, el Estado tiene una capacidad de auto reproducción propia de cualquier sistema. Cambia, pero se mantiene en su identidad. Y se desintegra totalmente, cuando ya no es capaz de auto reproducirse, o sea, cuando ya no es capaz de asimilar los recursos que el entorno le ofrece para ello. Al suceder esto, un nuevo Estado (un nuevo sistema estatal) puede entrar en escena. Estas transformaciones sistémicas-estatales no han sido tan frecuentes en las sociedades conocidas, pero cuando se han dado las han marcado de manera indeleble, reencauzándolas por trayectorias distintas a las que habían seguido hasta entonces. En suma, para la compresión teórica del Estado quizá sea útil tomar en cuenta esta afirmación de Mario Bunge acera de los sistemas.

“La estructura, en especial la interna –dice este autor—, es esencial para los sistemas. En efecto, para explicar la emergencia de un sistema debemos descubrir el correspondiente proceso de combinación o ensamblado y, particularmente, los vínculos o enlaces resultantes de la formación de la totalidad. Lo mismo vale, mutatis mutandis, para cualquier explicación de la descomposición de un sistema. En otras palabras, explicamos la emergencia, el comportamiento y la desintegración de los sistemas, no solo en términos de su composición y entorno, sino también en términos de su estructura total (interna y externa). Y esto no es suficiente: es necesario conocer algo acerca del mecanismo o modus operandi del sistema, vale decir, del proceso que lo hace comportarse –o dejar de comportarse— del modo en que lo hace”vi.

 

Ibíd.

  Karl Marx, La ideología…, p. 33.

  Antonio Gramsci, Antología (selección, traducción y notas de Manuel Sacristán). México, Siglo XXI, 1981,291.

  Ibíd., p. 402.

  Cfr., Carlos Reynoso, Complejidad y caos. Una exploración antropológica. México, UNAM, 2006, pp. 23-94; Mario Bunge, Emergencia y convergencia. Barcelona,. Gedisa, 2003, pp. 45-110.

  Mario Bunge, Ibíd., p. 49.

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