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Un regalo envenenado

Iosu Perales

Cuando se promulgó la Ley de Amnistía, se dieron dos lecturas en el país: la de quienes la criticaron por considerarla una ofensa a la justicia y un escudo protector  de criminales de guerra; y la de quienes la aceptaron como un mecanismo legal pragmático para avanzar en la reconciliación nacional. Creo que en ambos razonamientos hay parte de razón, produciéndose un choque entre dos morales.

Puede decirse también que después de veinticinco años las bondades de la Ley de Amnistía no se visualizan con nitidez. Quienes tenían que haberla aprovechado como un espacio para pedir perdón, no han querido hacer la autocrítica esperada por las víctimas, sino que han utilizado la Ley para instalarse en las mismas posiciones que tuvieron durante la guerra y afirmarse en los horrores que cometieron. La cobardía de quienes en el pasado cometieron crímenes les ha impedido asumir responsabilidades, dar un paso al frente y decir: “Fui yo” “Yo participé en la masacre del Mozote” “Yo lo hice en los asesinatos de los padres jesuitas”…Siempre me ha llamado la atención la actitud cobarde de los otrora valientes uniformados.

Tampoco se ha aprovechado adecuadamente la Ley de Amnistía para hacer las paces. Se firmó la paz en Chapultepec, pero no se han hecho las paces en el conjunto de la sociedad, en buena parte porque los beneficiarios de la Ley no la han asumido como una oportunidad para crear una nueva convivencia. No hay más que ver las cruzadas de guerra sucia que realiza la derecha, particularmente en campañas electorales, reproduciendo una y otra vez confrontaciones del pasado. Y, desde luego, una vía para hacer las paces en el seno de la sociedad pasa por la petición de perdón del Estado –lo que ya hizo Mauricio Funes- la  verdad, la justicia y la reparación. Creo que sobre la reparación se puede y se debe hacer mucho más. Sobre el perdón, decir que siempre será reconfortante. El dilema más complicado que se plantea con la decisión de los magistrados de la Sala de lo Constitucional, es la cuestión de la verdad y de la justicia.

Antes de opinar sobre tan delicado asunto, me permito señalar lo extraño de esta sentencia hecha precisamente en el actual escenario del país, que puede definirse cuando menos como difícil, incluso de emergencia.  Si se alude al carácter inconstitucional de la Ley, no puede defenderse que su ilegalidad haya sido descubierta ahora. Ya el padre José María Tojeira lo afirmó desde el primer momento, en referencia al artículo 244 de la Constitución salvadoreña que afirma que no puede ser amnistiado ningún funcionario del Gobierno por delitos cometidos durante el período del presidente al que sirvieron. ¿Por qué ahora esta sentencia?

No cabe la menor duda que los magistrados sabían de antemano cuál sería el impacto de su decisión, generando un escenario de inestabilidad extendida y una polémica interminable en los medios, en la opinión pública y aún en las instituciones. Dejando clara la independencia judicial, ¿no es lógico pensar que semejante decisión debiera haber sido consultada con los partidos políticos y con el propio Gobierno? Sin lesionar la división de poderes parece obvio que cada uno no puede ir por su lado, sino que debe haber diálogo, precisamente para fortalecerse cada cual en sus funciones. Lo que no cabe es la irresponsabilidad de lanzar una sentencia a una sociedad que vive en el sobresalto, confrontada a una criminalidad brutal que está pidiendo a gritos un acuerdo de Nación como prioridad incuestionable. Lanzar la piedra y lavarse las manos.

¿Alguien piensa que esta sentencia hecha fuera de tiempo contribuye a dar impulso a una unidad social, política y entre instituciones, sin la cual no se podrá vencer al terror que produce cada día cerca de veinte muertos? Más bien la sentencia es un cuchillo que atraviesa la sociedad, dañándola y dividiéndola todavía más de lo que ya está. No es posible dejar de lado que los cuatro magistrados que han dictado la sentencia que anula la ley de Amnistía, son personas no elegidas por la ciudadanía, cuentan con períodos de nueve años, sobrepasando los otros órganos del Estado, y emiten resoluciones con graves implicaciones para la gente y la estabilidad del país. Lo que estoy sugiriendo es que algo turbio parece haber en la decisión que han tomado.  ¿Se buscan nuevas confrontaciones entre instituciones y fuerzas políticas para llevar al país al borde del colapso? Creo que conviene una buena dosis de calma, sin dejar por ello de analizar las consecuencias de la resolución tomada.

Lo cierto es que si hablamos de la verdad hay que decir que ya desde hace 25 años hay una verdad social. Es la verdad de Naciones Unidas y de su Informe “De la locura a la esperanza”. Leyéndolo sabemos lo que pasó y qué instituciones son responsables de delitos. La verdad reparte el 95% de crímenes a las Fuerzas Armadas, cuerpos policiales y escuadrones de la muerte y un 5% al FMLN. Cierto que el Informe no lo recoge todo, por ejemplo la responsabilidad de Estados Unidos en la guerra sucia. Conocer la verdad en su totalidad es siempre casi imposible. Pero el Informe es fruto de seis meses de trabajo, con más de 6.000 testimonios y se acerca mucho a cuánto ocurrió. Falta una verdad jurídica, es verdad. Pero habrá un momento futuro en que también pueda haberla y no hay que renunciar a ello.

Entre tanto la justicia sufre, es deficitaria. He leído el editorial de la UCA titulada “Es la hora de las víctimas” y me pregunto ¿cómo no estar de acuerdo, desde la primera hasta la última palabra? Me parece una editorial ponderada. Pero sin renunciar a la justicia penal hay que evaluar también cómo llevarla a cabo sin producir males mayores. ¿Puede el país asumir, mejor dicho soportar en la actualidad, la tensión de una oleada de denuncias por crímenes de guerra, con los consiguientes juicios? Es verdad que nadie, ni siquiera el Estado está autorizado para pedir a las víctimas que no reclamen justicia. Al contrario deben seguir haciéndolo. La justicia social ya la han ganado, sin embargo falta la penal con las consiguientes reparaciones.

Pero las víctimas, las familias afectadas, como parte de la nación, pueden atribuirse la responsabilidad y el derecho a entender que el país puede y debe postergar la justicia de los tribunales en pro de un bien general, de un bien supremo como es la convivencia y la construcción de la paz todavía precaria. Pueden perdonar y tienen derecho a perdonar sin renunciar a que en el futuro, en un mejor escenario de país, pueda y deba darse la justicia penal. Ahora bien, para que los familiares de víctimas puedan decidir es importante que sus organizaciones representativas reciban un trato justo de parte de las instituciones y partidos, quienes deben explicar su posición ante la sentencia de los cuatro magistrados. Los familiares de víctimas deben ver también redoblada la atención integral que merecen. La justicia política si es posible ya y debe reflejarse en la atención del Estado y del Gobierno a las víctimas y sus familias. Y la petición de perdón de los victimarios concretos –la del Estado ya se hizo-  también es posible ya, y muy necesaria por cierto.

Estas reflexiones me llevan directamente a pensar que la anulación de la Ley de Amnistía en las condiciones actuales de El Salvador, no persigue lo mejor para el país, el afán de hacer justicia, sino que resulta ser un palo entre las ruedas para provocar inestabilidad, ingobernabilidad. En el afán por la justicia estaremos siempre, pero lo que ahora estamos valorando no es la legitimidad de las familias de víctimas y de la sociedad al reclamar el fin de la Ley de Amnistía. Lo que cuestionamos es un arma arrojadiza utilizada por magistrados de la Sala que ya vienen mostrando con creces que lo de menos es el bienestar de la gente. Sinceramente no veo en estos cuatro señores a los paladines de la justicia, algo malo puede pasar.

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