Página de inicio » Suplemento Tres Mil | 3000 » Trescientos sesenta y cinco 1294

Trescientos sesenta y cinco 1294

Harry Castel 

Escritora y dramaturga

 

340. Rave

Todo el ambiente lo inundaban un tenue resplandor neón y los bits. Enloquecidas siluetas se agitaban rítmica y monótonamente en la galera saturada del humo blanco que las máquinas esparcían de vez en cuando, malady para sostener aquella ilusión de irrealidad en que navegaban los cuerpos en trance. Ella estaba sofocada, view se había dado cuenta muy tarde que aquello no era lo suyo, pero su amiga se había extraviado en ese exasperante mar de cuerpos indistinguibles y ella no sabía cómo salir de aquella zona de la ciudad. Hastiada, se dejó caer en uno de los bean bag que alguien había colocado en un rincón de la galera, seguramente previendo circunstancias como aquella. Suspiró. No sabía qué hacía allí, ni en qué momento se le ocurriría a su amiga dejar aquella penumbra exacerbada y ponerse a buscarla y ella no tenía el ánimo como para levantarse  y regresar de nuevo a deambular alrededor de la marea. Estaba hundida hasta las orejas en aquellos pensamientos fangosos, cuando otro cuerpo se dejó caer pesadamente a su lado, volvió la cabeza y se encontró con un rostro barbilampiño, de veintitantos como ella, pero que lucía más feliz de estar en esas circunstancias.

– ¿Bailas?

– No

– ¿Agua?

– Estoy bien, gracias

– No, estás aburrida, nadie viene aquí a aburrirse… ¿quieres?

– ¿Qué es?

– ¿Importa? ¿Quieres seguir tirada aquí o has venido a divertirte?

La pregunta le seguía latiendo en las sienes mientras tomaba con dos dedos la píldora y se la llevaba a la boca.

342.  Cura

Las fresas estallaban su reconfortante rojo entre su lengua y el paladar, al sentir aquel ácido trémulo se sentía también menos triste, debía ser por el rojo o por el azúcar que les había espolvoreado encima, el caso es que mientras se chupaba el índice izquierdo casi podía sentir cómo su tristeza se iba disolviendo y desde la comisura de los labios le venía una tímida sonrisa sin razón. “Debe ser que la cáscara en el raspón del alma se ha comenzado a caer”, pensó y haciendo una tenaza con el índice y el pulgar, se llevó una fresa más a la boca y la mordió  sin prisas, sintiendo cómo poco a poco recuperaba el sentido del gusto y el gusto por vivir.

343. Lunes

La lagartija se deslizó  a velocidad relámpago sobre el muro de piedra hasta perderse en una rendija. Ella la había observado atónita, porque nunca había estado ante el prodigio de la velocidad reptil. Hubiera querido para sí misma aquella capacidad de huída, en lugar de tener que quedarse clavada en su escritorio, ante aquel lunes que le marcaba una nueva semana de helado infierno tedioso ¿Dónde iría si pudiera lagartijarse un par de horas? Con toda seguridad lo más lejos posible de aquella ciénaga en la que estaba ahora y tal vez cuando se sintiera a salvo se tiraría con las patas abiertas un par de horas al sol, solo por el placer de calentarse la espalda… el cruel sonido del teléfono le clavó el filo de la realidad, disolviendo sus sueños en nada y dejándola de nuevo sentada en su escritorio de lunes. Al moverse en su asiento para alcanzar el auricular notó que ahora tenía una preciosa cola de lagartija debajo de su falda.

344. Absolut 45

No fue el día desesperadamente lluvioso, como suelen ser los días a finales de septiembre, cuando parece que toda el agua del mundo se va a venir abajo, tampoco fue una pena de amor, llevaba sola tanto tiempo que aquello se había convertido en una fábula, como esos cuentos maravillosos que desearías que fueran cierto, pero que sabes que no lo son. Más bien fue el hastío, un día tras otro día y otro más siendo buena niña, llegando en tiempo a la oficina y dedicándose durante  ocho o diez horas a cosas que  en absoluto le importaban, con gente a la que francamente detestaba y viendo de vez en cuando a jefes tan hastiados como ella, a los que en absoluto les importaba nada más que su cheque mensual. Ahora que lo pensaba bien, era eso, la falta absoluta de sentido en aquellas horas que se alargaban hasta el infinito, en el total silencio de su sala, interrumpido beatíficamente por el televisor, desconectada de todos y de todo, extraviada desde hacía mucho, de manera que aquel clic del arma martillándose apoyada en su sien era solo la continuidad lógica del cotidiano sinsentido.

345. Encrucijada

La sonrisa del gato era siempre lo que desaparecía al último, eso comenzaba a cansarla, pero era una sonrisa tan encantadora que podría perdonárselo cien veces más, sin embargo no había tiempo para aquello, había que encontrar una salida a ese mundo demencial.

348. Laberinto

En su cabeza el laberinto tomaba proporciones extraordinarias, parecía que a derecha e izquierda no había más que un pasillo retorcido que se bifurcaba y se volvía a bifurcar en más pasillos retorcidos hasta donde le alcanzaba su mirada interior, quería alcanzar la idea que se le había extraviado, pero en aquella confusión era absolutamente imposible siquiera buscarla.

349. Dilema

Escuchó rechinar la puerta y comenzó a temblar, habría preferido mil veces que se hubieran olvidado completamente de ella y seguirse asfixiando en la pestilencia de aquella celda con la paja mojada que le había puesto los pies azules. Cerró los ojos. Todavía no podía creer que eso no fuera una terrible pesadilla y no pudiera despertarse de nuevo en su mullida cama, mientras la criada abría las cortinas y  le preparaba el baño. El hombre la tomó del cuello y casi  en vilo la llevó a la sala donde aguardaba ese terrible fraile con sus ojos oscuros y helados, con su libro oscuro, con sus preguntas que ella no sabía cómo responder;  no era su culpa, la monja que les enseñaba las oraciones jamás les había dicho qué era una herejía, así que no podía saber si la había hecho o no, pero si le había enseñado que mentir era un pecado terrible, por lo que ella no se atrevía, a pesar del dolor de las cuerdas que le estiraban los brazos, a afirmar que había hecho algo que no sabía qué era.

350. Trópico

La fiebre no se iba. Se quedaba zumbando en su cabeza como un nido de abejas… zumbidos, piquetes y todo dentro de su cabeza parecía tremendamente hinchado, como si al cerrar los párpados ni siquiera pudieran juntarse uno con otro. Quería dormir, pero la fiebre no lo dejaba. Alguien le acercó una cuchara y creyó oler una sopa de verduras que inmediatamente le revolvió el estómago y volvió la cara con asco, era espantoso, solo quería dormir pero no lograba salir de aquel estado de semi consciencia, como si su cuerpo y su mente fueran incapaces de salir del  embotamiento. La misma mano que le había acercado la cuchara, le pasaba ahora un pañuelo por la frente, el pañuelo estaba frío y mojado y su contacto le quemaba como ácido, quería quitárselo pero su mano no le obedecía lo suficiente como para llegar a su frente. Se rindió. Se quedaría así hasta que fuera necesario. Aguantaría hasta recuperar la fuerza necesaria para poder mover sus manos y levantarse de aquella camilla de torturas y entonces pondría sus descalzos pies en el suelo y caminaría hacia adelante, hasta salir de allí sin que se le ocurriera volver la vista atrás. A lo lejos escuchó un gemido, por fortuna eso hizo que la mano quitara su atención de él y volara hacia la camilla de junto, donde otro desventurado ardía de fiebre y al levantar la vista otro y así, una camilla tras otra, en aquel infierno húmedo y sin fin de la bananera.

351. Frustre.

“No me pagan lo suficiente” – pensó mientras escuchaba a su jefe librándose de responsabilidad al tiempo que hablaba sobre asumir responsabilidades. Repasó los  últimos nueve meses de propuestas ignoradas, promesas fallidas, proyectos sin apoyar y luego de pasar inventario reafirmó su conclusión: no le pagaban lo suficiente para compensar toda la frustración. Fue entonces cuando levantó la mano, pidió permiso y salió del salón, cerrando la puerta cuidadosamente, para ir a recoger las cosas de su escritorio.

352. Limpia

En cualquier otro momento llorar podría haber sido como la lluvia, pero ahora no. Ahora más bien era como una de esas “limpias” que los curanderos hacen a plena vista pública, para dejar al creyente libre de todos los males. Por eso no prestaba resistencia, simplemente dejaba que las lágrimas le corrieran por el rostro, el cuello, el pecho, el vientre; que recorrieran sus dedos y gotearan hasta las rodillas, que resbalaran por las pestañas y fueran a parar a los pies, para que aquel exorcismo de lágrimas fuera el último que necesitara para olvidarse de una vez por todas, de todas las malas experiencias del pasado.

353. Renuncia

No tenía curiosidad, tal vez la hubiese tenido hace un par de años, hace un año, hace un mes, incluso tal vez la semana pasada cuando lo había pensado detenidamente en serio, pero repentinamente, al cumplir sus cuarenta años con nueve meses,  había dejado de preguntarse qué se sentiría que un hombre la besara.

354. Tour

Abrió el enorme Atlas que acumulaba polvo en la biblioteca, con un gran esfuerzo logró bajarlo del estante donde se encontraba en retiro y colocarlo sobre la mesa que desde hacía años aguardaba la visita de un lector, en aquella habitación repleta de pared a pared con volúmenes que habían viajado desde todas partes del mundo hacia aquel lugar al que él no entraba desde que había fallecido su padre, hacía casi medio siglo. Abrió el Atlas pues y a sus 60 años cerró los ojos y paseó el índice por aquellas dos enormes páginas hasta detenerlo al azar sobre un punto perdido en algún lugar del cercano oriente: ese sería el destino de la primer aventura  que se permitiría vivir.

355. Presagios

El bochorno nocturno solo podía presagiar tormenta. Todos los hombres en aquel cuarto sudaban y maldecían el calor que convertía aquellas cuatro paredes en una olla de presión, mientras aguardaban que de un momento a otro el cielo se rompiera y aliviara el infierno. Miraban al cielo y sin embargo, nada, ni una gota asomaba en aquel cielo impasible. De pronto un rumor sordo bajo el suelo, como un murmullo amenazante, comenzó a retumbar.

– “Está temblando” – dijo alguien mientras todos corrían hacia la salida. Cuando llegaron a la calle, el movimiento había cesado. En el cielo nocturno, las estrellas temblaban de pánico y una ráfaga de brisa les golpeó el rostro.

“Ese era el calor” – sentenció el más viejo.

356. Campaña

El  hombre se desgañitaba. Frente a él, una multitud desganada agitaba banderillas pensando en el refrigerio y los regalos que les esperaban al finalizar aquel interminable discurso en el que reconocían calco sobre calco, palabras de hacía cinco años.

357. Galanteo

Todos los programas de televisión eran iguales en esa época del año, uno tras otro, hombres convencidos hablaban frenéticamente, pasando de la indignación a la ternura, como audaces actores de telenovela pero sin chica bonita a quien conquistar, quizás era por eso que se dirigían a la cámara como quien se lanza a una pelirroja en un bar, sin embargo del otro lado de la pantalla nadie se sonrojaba ni sonreía, nadie coqueteaba, simplemente pasaban de un canal a otro, apretando fastidiados el botón del control remoto, mientras suplicaban a los cielos que aquel torpe galanteo terminara de una vez.

358.  Fondo.

Ni voltear a ver la ventana, ni tener la leve esperanza que un día cualquiera los nubarrones en su corazón se disiparan y el sol de alguna sonrisa pudiese calentar un poco su alma. Cerrar, nada más cerrar puertas y ventanas con triple candado y tirar la llave en algún oscuro pozo que ni siquiera los dragones se atreverían a cuidar. Así  sin más, aceptar que eso era todo, que en el incomprensible juego de la vida a ella le había tocado una suerte perra con afilados colmillos y sin vacuna antirrábica. Así sin más, sin ver la ventana, sin canciones bajo la lluvia, sin guardar la más mínima esperanza, que al fin y al cabo resulta el peor de los venenos. “Eso es todo” – se dijo, sumida en sus fangosos pensamientos, de modo que cuando su mirada tropezó sin querer  con el retrato de Oscar Wilde en aquella portada, sintió una sacudida que la obligó a levantarse y tomar aquel libro: “De Profundis”, leyó.

359. Recaída

El sol se colaba insistentemente, goteando por una rendija donde la cortina dejaba al desnudo el cristal de la ventana, caía y caía hasta crear un charco de luz que le dio de lleno en la cara. “¡Maldición!”  pensó, pero sin querer mover más que el brazo para cubrirse los ojos. No quería moverse, no quería nada. Aquella recaída de espíritu le había sobrevenido sin previo aviso, apenas un par de días antes parecía  estar todo  como se supone que uno debe estar: tenía un nuevo empleo, se había mudado a un nuevo departamento lo más lejos posible de las ruinas de su antigua vida y poco a poco había vuelto a conectar con los amigos olvidados hacía ya un  año. “Un año es suficiente para el luto” se había sentenciado a sí misma, mientras ponía flores rojas en un florero verde que se había comprado como regalo para su nuevo hogar. Y sin embargo, esa misma tarde, como si fuese un inoportuno estornudo que presagia resfriado, el recuerdo le había asaltado, clavándole las garras en la espalda, con ánimo de no bajarse jamás. Se fue a dormir esperando que no fuese más que una falsa alarma, pero al quitarse el brazo de los ojos y darse la vuelta en la cama, vio a la tristeza durmiendo plácidamente a la par.

360. Una tarde

Quería escribir el cuento perfecto, así que al ir frente a la página en blanco, se llevó consigo una docena de frascos y la cajita de las palabras. Las fue sacando una después de otra y colocándolas con cuidado para que no le quedaran torcidas, sacó después pinceladas de luna y con un gotero fue poniendo poquitos de miedo en algunas esquinas, no mucho, lo suficiente para mantener  la cosquilla del suspenso en la boca del estómago. Así se pasó toda la tarde, entretenido con sus cosas, hasta que la voz de su madre le sacó de aquel universo y con las manos manchadas de aventuras corrió en busca de la cena.

361. Extraviado

El ocaso  se entretenía perezosamente, desde aquel acantilado todo era tan bucólico que parecía una novela  romántica de esas donde lo más peligroso que puede pasar,  es que el chico guapo le robe un beso a la protagonista en la densidad del bosque de pinos. Vio todo el paisaje y  sinceramente le dio grima, había exorcizado hasta la última pizca de romanticismo de su cuerpo desde hacía dos años y eso incluía visitas a paisajes melosos, pero por una de esas inoportunas casualidades de la vida, se había quedado varado con su motocicleta precisamente allí, en ese paisaje de final de “Lo que el viento se llevó”. Mientras maldecía su suerte, registrando la pequeña caja de herramientas que llevaba consigo en busca de algo que le ayudara a salir de aquel percance, el sol bajó un escalón más y una explosión de naranjas sobre su cabeza le hizo levantarla, sin poder resistir más paseó su mirada por aquellas nubes, donde el rosa era mortuorio y arriba de todo se alcanzaban a adivinar las primeras estrellas, de pronto y sin saber porqué aquel cuadro  le aguó los ojos. Sacudió la cabeza y continuó buscando…

363. Laburo

Tomó aire como si fuera a sumergirse en un océano desconocido durante un año entero para nadar con tiburones, pero no era tal cosa, más bien era lunes y estaba ante el portón de entrada de su trabajo. “Bueno” – pensó, acordándose de sus compañeros de trabajo – “desde aquí lo de los tiburones no se ve tan mal”.

364. Finales

Ahora que hacía un recuento habían menos cuentos con finales felices de los que hubiera querido; a decir verdad casi todos le parecían melancólicos, taciturnos o francamente desesperanzados, se mordió el labio, cualquiera que los leyera pensaría que ella era una de esas personas solas y tristes que aparecen usualmente en los libros solo para hacer que el lector se sienta menos solo y triste al compararse.

Escribía el último cuento pensando en un final feliz que la dejara bien parada, pero las frases alentadoras parecían haberse fugado al último rincón desconocido del planeta. Se paró, caminó por su pequeña sala (Caminó es demasiado arrogante: la sala de su departamento se recorría en tres pasos) y tomó aire mientras pensaba en un final feliz para esa última historia. El segundero del reloj comenzó a zapatear impaciente mientras ella meditaba. Al fin, luego de habérselo pensado mucho, levantó la mirada de la mancha de tiempo en el ladrillo, decididamente se sentó ante la pantalla y comenzó a teclear a buen  ritmo: “Al diablo” – pensó mientras colocaba aquel final – “No voy a comenzar a mentir ahora”.

365. Escapes

Había buscado ese cuento por todas partes: en su muro de Facebook, debajo de su única almohada (se había deshecho de la otra un mes después del divorcio), en el horno que no abría desde hacía meses, detrás de las copas en el último estante de la alacena y tal parecía que el dichoso cuento había desaparecido en el aire. No podía entenderlo, juraría que lo había dejado en el mueble de la compu, pero no podía estar segura… ¡Sabía que debía haber ordenado el caos de su casa hacía una semana!

Le faltaba únicamente un cuento para terminar y justo hubiera querido poner aquel que tan bien le había quedado, pero ¿dónde se habría metido? De pronto recordó la alharaca que su gata había armado la noche anterior en la cocina, rápidamente se agachó a ver bajo el chinero, allí estaba el pobre cuento, arrinconado de miedo. Ella le tendió la mano. “No te preocupes” – le dijo –  “estarás bien en el libro”  y el pequeño cuento sonrió  calmado, mientras subía a su mano.

 

366. Vendaje

(Léase solo en año bisiesto)

Para C.M.

Abrió los ojos tres segundos antes de que sonara el despertador, sin embargo lo dejó sonar mientras saboreaba el apagarlo, la luz del sol, el aparente silencio de la casa y ese nuevo cuerpo suyo, extraño todavía, que había estrenado desde hacía tan poco, con pelos y cosas creciendo por todos lados. De pronto, tal y como lo anticipaba, dos voces de mujer comenzaron a cantar el “feliz cumpleaños”, mientras abrían la puerta de su cuarto. Ella rió y hundió la cara en la almohada en una zambullida feliz, después de todo, no todos siempre podía celebrar su cumpleaños en el día de su cumpleaños.

Ver también

«Esperanza». Fotografía: Rob Escobar. Portada Suplemento TresMil