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Riesgos y responsabilidad gubernamental

Luis Armando González

El emjambre sísmico de la recién pasada Semana Santa nos volvió a recordar que vivimos en un país en el que los riesgos medioambientales están a la orden del día. Es algo que lamentablemente siempre se nos olvida, pero la naturaleza se encarga, de cuando en cuando, de ponernos los pies sobre la tierra. No es este el peor lugar del mundo para vivir, al contrario: tiene en su clima y geografía variadas cosas extraordinarias que son la envidia de quienes no las poseen en otras latitudes. Pero no todo es miel sobre hojuelas: la naturaleza nos suele jugar trampas a las que ya deberíamos estar acostumbrados, pero que usualmente nos sorprenden como si nunca hubiésemos sabido de ellas. Los temblores y terremotos hacen parte de esas sorpresas poco gratas que nos sacuden la vida y nos hacen sentir cuan frágiles somos.

Al calor de la cultura neoliberal de los años 90, se impuso la idea de que cada quien, a nivel individual, era responsable de su fragilidad (o fortaleza) ante la arremetida de fenómenos naturales o socio naturales. Es decir, cada quien era responsable no solo de la dinámica de vida que lo había llevado hasta el lugar en el que se encontraba a la hora de tal o cual fenómeno, sino de la forma en la cual enfrentaba la situación y salía de ella.

No se esperaba que el Estado (o el Gobierno) tuviera que ver algo en el asunto, en el cual se entendía y aceptaba que cada uno estaba solo, enfrentando sus responsabilidades familiares con sus propias fuerzas y recursos (a lo sumo ayudado por instituciones caritativas, por ejemplo, de la Iglesia o de organizaciones internacionales). Esta visión de las cosas se puede rastrear ya en los años ochenta. En efecto, en el terremoto de 1986 que sacudió violentamente la capital, miles de familias enfrentaron la  crisis con sus propias fuerzas y recursos, sin esperar ni recibir nada del Gobierno de turno.

En las dos décadas siguientes, se impuso la lógica de que el Estado (y no solo el Gobierno) no tenía responsabilidad social alguna, pues era el mercado el que determinaba la suerte de cada cual, según sus propios recursos y capacidades. El individualismo, el mercantilismo, la privatización y el consumismo hicieron de las suyas. Se erosionó la convivencia social, las familias quedaron desprotegidas ante amenazas de todo tipo (no solo naturales, sino también sociales) y la violencia social prosperó a sus anchas, sin que desde el Estado se asumieran compromisos con el bienestar de la gente.

Fue hasta 2009 que la lógica anterior comenzó a ser superada por otra en la que el Estado, a través del Ejecutivo, comenzó a asumir una responsabilidad indelegable con el bienestar, la seguridad y la convivencia sociales. Comenzó a cobrar vigencia la tesis de que las personas, sobre todo las más débiles y vulnerables, no pueden ser dejadas a la intemperie solo con sus propios recursos y energías. Desde entonces se comenzó a hablar de políticas públicas (de lo cual la gente no tenía idea), lo mismo que de mecanismos de protección social impulsados por el Gobierno no solo ante situaciones de emergencia, sino en la vida cotidiana. Es decir, se comenzó a entender que la suerte de las personas no solo dependía de lo que individualmente pudieran o no hacer, sino también de lo que hicieran para su protección las instituciones del Estado.

A partir de 2014 se potenciaron extraordinariamente los mecanismos de protección social, dando lugar, entre otras cosas, a un eficaz sistema de protección civil que se hace cargo de las situaciones de emergencia desde el Gobierno.

Estamos lejos de aquellos momentos en los cuales las familias, ante una calamidad, se quedaban solas, a la espera de lo que la suerte o una mano caritativa dieran el auxilio esperado. En estos momentos –tal como fue puesto en evidencia durante la Semana Santa— hay un claro compromiso del Gobierno ante situaciones que afectan la vida de los salvadoreños.

Ciertamente, no se trata de un sistema de protección civil perfecto que ofrezca solución a todo y siempre lo haga de la mejor manera. Hay notables fallas de coordinación en el manejo y difusión de la información; se hecha en falta una voz de mando que sea el referente principal para todas las instancias involucradas; se corre el riesgo de que el protagonismo excesivo de algún funcionario se confunda con el necesario liderazgo; debe haber una mayor claridad y separación entre los mensajes políticos (de orden, de confianza, de tranquilidad) y la información técnica que se ofrece a la población…

En fin, son retos superables, que no desdicen la eficacia, compromiso y responsabilidad de quienes integran nuestro sistema de protecciòn civil.     

Una cosa es clara: las familias salvadoreñas del presente, a diferencia de las del pasado, cuentan con un aparato de Gobierno que se sabe responsable de su bienestar y seguridad. Pero para que el círculo se cierre positivamente es importante no caer en el extremo de creer que todo lo que les sucede a las personas es responsabilidad del Gobierno. Hay asuntos que sí, naturalmente, y sobre ellos se le debe pedir cuentas. Hay asuntos que no, es decir, que son responsabilidad de las personas, de las familias y de las comunidades. El autocuido, el autocontrol, la moderación, el respeto a nuestros semejantes, el cuido del entorno, la prudencia, el respeto a las leyes… Esas son esferas en la que cada quien, personalmente, debe actuar correctamente, pues si de fallas personales se derivan situaciones peligrosas y lamentables la responsabilidad no puede ser menos que personal. Por ejemplo, el tema de los accidentes de tránsito hay que preguntarse cuántos pudieron haber sido evitados con una dosis de prudencia, moderación y respeto a las leyes por parte de quienes los padecieron.    

Cuidémonos, pues, de no pasar de una lógica en la cual el Gobierno no tenía responsabilidad social alguna a otra en la cual descargamos toda la responsabilidad por el bienestar social en aquél.

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