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Pensamiento crítico y ciudadanía integral (II)

Luis Armando González

Ciudadanía integral. Es otra noción de uso actual. La palabra “integral” no es difícil de entender: viene de partes, o compontes, que son parte o conforman (“integran”) un todo mayor. Se dice de ese todo que es integral cuando contiene todas las partes, piezas, componentes que le corresponden para estar completo. Así, el concepto fuerte es el de “ciudadanía”, de la cual, al añadirle el adjetivo “integral”, se asume que es algo (un todo) que requiere, para su completitud, de unas piezas, componentes o elementos que, en su ensamblaje, la hacen plena. ¿Es así?, ¿hay factores o elementos, identificables, que integran la ciudadanía?, ¿cuáles son esos elementos o factores? Y una pregunta previa, sin cuya respuesta no tiene mucho sentido hablar de lo que integra (o hace íntegra) la ciudadanía, es la siguiente: ¿qué es (o que se entiende por) ciudadanía?

Dar una respuesta razonable a la última interrogante es básico para responder a las preguntas previas. Y para hacerse una idea razonable de lo que significa “ciudadanía” es de rigor atender a la noción de ciudadano, específicamente a la fragua histórica no solo del concepto, sino de la realidad a la que el mismo hizo referencia cuando surgió. Y aquí es oportuno decir que la realidad que está en la base de la palabra ciudadano es triple:

(a) El deslinde de unos espacios urbanos, distintos en su arquitectura y en sus estilos de vida de los espacios agrícolas, que recibieron en la Edad Media el nombre de “ciudades”, bajo la inspiración de la expresión “civitas” usada sistemáticamente por San Agustín (354-430 d. C.). La palabra “ciudad” se hermanó con la palabra “burgo” de menor alcance en su significado, pues se refería –en la Edad Media— a enclaves o reductos, dentro de los feudos, en los que habitaban artesanos, comerciantes, libreros, entre otros, que fueron llamados “burgueses”.

(b) La existencia (real) de habitantes en unas ciudades que, por su parte, a partir del Renacimiento comienzan no sólo a ampliarse físicamente, sino a convertirse en foco de actividades, prácticas y estilo de vida con características sumamente distintas de las efectuadas en medios rurales. No sólo se trata de actividades económicas –las que son propias de un capitalismo comercial en auge—, sino de una intensa vida cultural, artística, filosófica y científica que requiere de espacios propios, como por ejemplo de universidades –creadas en la Edad Media—, librerías, editoriales, publicaciones, museos, salas de reunión y laboratorios de investigación que se concentran las ciudades y les van dando un carácter propio.

(c) Los intelectuales (pensadores, artistas y filósofos) que se mueven en esos ambientes comienzan a forjar una idea, debatiendo entre ellos, escribiendo sus meditaciones, de su condición como habitantes de las ciudades: esa condición comenzó a entenderse y a verse como un estatus específico: el estatus de ciudadano. Esta meditación, esta reflexión, dio lugar, poco a poco, una visión del ser ciudadano que iba más allá del mero “habitar en una ciudad” y que transitó hacia una concepción de ciudadano como alguien –un individuo, concretamente— que posee una serie de atributos inalienables, comenzando con el de la dignidad— que son fuente de derechos que deben asegurarse y protegerse en la ciudad: libertad de movimiento, de pensamiento, de asociación, de inviolabilidad del propio cuerpo por terceros y de inviolabilidad de la vida privada.      

A partir de 1700, la “invención” del ciudadano cobró fuerza, y la mayor conquista de ese siglo fue la “Declaración de los derechos del Hombre y el Ciudadano” de la Revolución Francesa (1789), en la cual el ciudadano es definido por los derechos y deberes que le son propios como ser humano (dotado de derechos humanos). Y su preámbulo lo dice así:

“Los representantes del pueblo francés, que han formado una Asamblea Nacional, considerando que la ignorancia, la negligencia o el desprecio de los derechos humanos son las únicas causas de calamidades públicas y de la corrupción de los gobiernos, han resuelto exponer en una declaración solemne estos derechos naturales, imprescriptibles e inalienables; para que, estando esta declaración continuamente presente en la mente de los miembros de la corporación social, puedan mostrarse siempre atentos a sus derechos y a sus deberes; para que los actos de los poderes legislativo y ejecutivo del gobierno, pudiendo ser confrontados en todo momento para los fines de las instituciones políticas, puedan ser más respetados, y también para que las aspiraciones futuras de los ciudadanos, al ser dirigidas por principios sencillos e incontestables, puedan tender siempre a mantener la Constitución y la felicidad general”.

Esta formulación sobre lo que significa ser ciudadano se irradió por el mundo, una vez que intelectuales y líderes políticos se inspiraban en el ideario de la Revolución Francesa (y también, de la Revolución Norteamericana); fue el caso de los gestores de los procesos de independencia latinoamericanos de las primeras décadas del siglo XIX. Al día de ahora, con la ampliación de los entramados de derechos (económicos, sociales, civiles, políticos y derechos humanos) la noción de “ciudadano” se ha enriquecido en cuanto a los derechos y deberes que se le adscriben y que van más allá de lo que las legislaciones y normativas nacionales prescriben o aseguran.

Asimismo, lo importante aquí es tener claro que una persona (un individuo) adquiere la condición de ciudadano cuando se convierte en un agente/actor de los derechos y los deberes que le corresponden como miembro de una ciudad, que no se reduce a un espacio geográfico concreto, sino que se refiere –en palabras de los revolucionarios franceses— a un “cuerpo social” (es decir, a una polis, a una sociedad) estructurado políticamente de una manera republicana (Poderes Legislativo, Ejecutivo y Judicial) y regido por las leyes y una Constitución. Se puede ser, en ese sentido, “ciudadano del mundo”, es decir, como lo vio Kant, un ciudadano cosmopolita protegido por un derecho cosmopolita, es decir, un derecho que asegure la “paz perpetua” entre las naciones y Estados del mundo entero.

¿Y la ciudadanía? Es una conquista, el resultado no definitivo, sino el mejor, que un individuo puede alcanzar en su condición de ciudadano. El ser ciudadano no se reduce a poseer determinados documentos legales –que es la forma cómo el asunto es tratado en los ámbitos estatales administrativos de muchas naciones—; tampoco la ciudadanía se reduce a la posesión de unos documentos en los que, por ejemplo, se avala que un Estado ha otorgado la ciudadanía a una persona. Los documentos y reconocimientos estatales tanto del ser ciudadano como de la ciudadanía son la parte más superficial de ambas dimensiones de la vida civil y política de las personas. La ciudadanía, en su mejor sentido, puede ser vista como la mejor condición lograda por las personas en su ser ciudadano. Por tanto, que esa mejor condición alcance se requiere que el ser ciudadano (las capacidades, prácticas y actitudes ciudadanas) se cultiven y afiancen en las personas. Esa condición de ciudadanía fue entendida por Hannah Arendt como algo que enriquece la condición humana; y es algo que sólo se conquista en el espacio público, que es el terreno en el que las personas luchan y aseguran sus derechos, en especial –como dice ella— el derecho a tener derechos.

Una ciudadanía integral, por lo dicho, sólo puede dar con ciudadanos integrales, es decir, con personas que vayan integrando en su vida (conducta, hábitos, relaciones con otros y consigo mismos) factores, componentes o ejes que son propias de un ciudadano. ¿Qué es un ciudadano? Es un tipo ideal, un modelo que cada sociedad debe construir no arbitrariamente, sino a partir de las elaboraciones teórico-políticas que se vienen desarrollando desde los debates ilustrados y la revolución francesa. Para construir ese modelo no es recomendable limitarse a las formulaciones legales vigentes en una sociedad concreta –por ejemplo, las constituciones—, pues éstas pueden ser restrictivas en su concepción de ciudadano. Al elaborar un tipo ideal de ciudadano se pueden determinar los componentes o factores que deben estar presentes (y que deben intervenir) en la educación, formación, hábitos y comportamientos de las personas reales (en las diferentes etapas de su vida) para que adquieran el estatus de ciudadanos y, al final, esos factores o componentes, bien ensamblados, los lleven a una condición de ciudadanía plena o integral. Es integral porque integra, de la mejor manera posible, los requisitos, elementos o componentes, que son propios de un tipo ideal de ciudadano.

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Desarrollo socio-emocional. Esta noción es particularmente compleja y requiere de una revisión más detenida de la bibliografía que está surgiendo (más otra que está ya en el terreno del debate académico) proveniente de la psicología evolucionista, la psicología cognitiva y la neurociencia cognitiva. Aquí sólo cabe llamar la atención sobre la revisión que se está haciendo en estos campos –con autores como Michel Gazzaniga, Leda Cosmides, John Tooby y Steven Pinker, entre otros— de las concepciones vigentes acerca de las relaciones entre cerebro, emociones y vida mental, y sobre el peso de lo genético y ambiental en el desarrollo humano.    

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