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NO HAY PEOR CÁRCEL QUE LA QUE UN HOMBRE LLEVA DENTRO

Por David Alfaro

En tiempos donde la realidad parece desdibujarse entre discursos demagógicos y promesas de modernidad, muchos viven encerrados en cárceles sin barrotes. Cárceles internas, hechas de miedo, de fanatismo, de ignorancia cultivada y de un sistema que promueve la obediencia ciega como virtud.

La prisión del fanatismo se entreteje con la opresión del neoliberalismo y el autoritarismo, formando una trinidad asfixiante. Así, quien habita estas tierras no sólo enfrenta una dictadura impuesta desde el poder político y económico, sino también una que se aloja en su mente, en sus creencias, en su forma de ver el mundo.

«No hay peor cárcel que la que un hombre lleva adentro», nos recuerda que muchas veces somos prisioneros de nuestras propias ideas. Ideas sembradas por sistemas que necesitan súbditos, no ciudadanos; creyentes, no pensadores. El fanatismo, tanto político como religioso, el analfabetismo funcional, la falta de conciencia social y la incapacidad de cuestionar, son barrotes invisibles que encierran a millones.

En una sociedad polarizada, quien piensa diferente es enemigo. El diálogo muere bajo el peso del dogma. La empatía se esfuma y el pensamiento crítico se convierte en amenaza. Así, el fanático defiende con furia su celda, convencido de que es libertad lo que custodia.

Pero esta prisión mental no actúa sola. Se refuerza con un modelo económico que pone precio a todo y valor a nada. El neoliberalismo ha convertido al mercado en dios y al lucro en única medida de éxito. En este templo moderno, el ser humano es desechable, y quien no produce o consume, simplemente no existe. La dictadura no necesita cárceles físicas si ya ha colonizado la mente y domesticado la dignidad.

El resultado es devastador: pobreza estructural, violencia, exclusión, miedo. Una mayoría condenada a sobrevivir mientras una minoría se reparte el futuro. ¿Y qué opciones quedan? Para muchos, solo la huida. La migración forzada se vuelve la única puerta abierta, aunque esa puerta conduzca a caminos inciertos, plagados de abusos, explotación e incluso muerte.

En este escenario sombrío, la frase que da título a este texto cobra una relevancia urgente. La verdadera liberación no comienza en las urnas ni en las calles —aunque también pase por ahí— sino en el acto íntimo de cuestionar lo que nos enseñaron a creer. De mirar al otro con humanidad, de desobedecer cuando la obediencia se vuelve cómplice, de pensar incluso cuando nos lo prohíben.

Porque si bien hay dictaduras externas que encarcelan cuerpos, es la dictadura interior la que perpetúa el silencio. Y solo enfrentándola podremos, algún día, romper las cadenas y caminar hacia una libertad real: una libertad que no sea privilegio de pocos, sino derecho de todos.

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