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Nicaragua, el engaño mediático

Fabrizio Casari

Ni la OEA ha querido prestarse a la intentona golpista de la derecha en Nicaragua. El propio secretario general había advertido que el diálogo entre las fuerzas políticas será la única vía para encarar las reformas institucionales, incluida la reforma electoral, y que solo a través de elecciones se podrá conquistar el gobierno del país.

Almagro también había señalado que el Gobierno sandinista no puede ser etiquetado de dictadura; mientras que, por el contrario, las patrañas ofrecidas por la oposición confirman la poca credibilidad que esta se merece. Violencia y mentiras han sido el sello distintivo de este intento de golpe de Estado de una derecha que quiere almorzarse el país. La narrativa que brindan los medios internacionales es indecente, en Italia periódicos como la Repubblica, el Corriere y el Manifesto reproducen la mentira y contribuyen a la post verdad.

Nicaragua se ha vuelto una hipérbole, el reino de lo surreal, un laboratorio de manipulación, una ofensa a la lógica, la ignorancia que quiere imponerse al sentido común. Desde el 18 de abril, la verdad está siendo aplastada por la propaganda de una casta burguesa que usa armas y teclados para imponer su agenda.

El plan de Gene Sharp, conocido allá como “golpe suave” y aquí como “primavera” o “revolución de colores”, en la variante nicaragüense, se ha caracterizado por el uso de la crueldad en la violencia perpetrada y, sobre todo, por la utilización masiva de mentiras e imágenes estereotipadas basadas en la inversión de los hechos.

En los medios de comunicación, los matones se vuelven “estudiantes pacíficos”, pero no son estudiantes ni mucho menos pacíficos. Matan e incendian, golpean a los militantes sandinistas, pero para la prensa ellos son las “víctimas” y la Juventud Sandinista los agresores.

Algunas inconsistencias ya resultan demasiado obvias. Por ejemplo, uno podría preguntarse si es creíble que la demanda de democracia y la defensa de los más pobres vea a los empresarios, los terratenientes y la jerarquía eclesial a la cabeza de las manifestaciones. ¿En qué país se ha visto?

¿Es acaso creíble que los sandinistas quemen sus propias casas y sus sedes partidarias, sus vehículos y sus banderas, que destruyan monumentos y murales dedicados a sus héroes y que acaben pegándose un tiro?

Se ha dicho que el Gobierno reprime, pero, ¿en qué otro país se ha visto que la Policía, por orden del Gobierno, y respetando los acuerdos del Diálogo Nacional, permanezca acuartelada mientras las bandas criminales bloquean carreteras, matan, devastan y saquean? ¿Y cómo es posible creer que los estudiantes son pacíficos y la Policía es represiva cuando ya hay más de diez policías muertos por arma de fuego? Por mucho menos en los EE.UU., Brasil, Perú y Colombia, el ejército salió a las calles y se impuso el toque de queda. Sin embargo, allá nadie habló de dictadura.

Lo que hay en Nicaragua no es una revuelta popular contra el Gobierno, solo en 23 municipios de los 153 hay disturbios. Lo que hay es una derecha que ha redescubierto la pasión entreguista a la que ha sido históricamente adicta y ha movilizado al antisandinismo, nunca subestimado en número ni en el odio que destila.

La reforma (retirada) del INSS fue solo el detonante. Las razones de esta explosión de violencia se encuentran en la decisión madurada entre Washington, Miami y Managua de intentar dar un golpe de Estado para deshacerse del gobierno sandinista.

La derecha sintió quizás que debía aprovechar la coyuntura, y un Departamento de Estado salteado por Trump con lo peor del terrorismo anticubano.

La aplicación del modelo previamente ensayado en Venezuela, Europa del Este y las Primaveras Árabes, en Nicaragua proporciona además el sórdido placer de la venganza contra los sandinistas, a los que Estados Unidos jamás lograron derrotar.

La derecha quiso aprovechar la posible intervención extranjera para lograr su propósito. Primero se arrodilló frente a Washington suplicándole que implementaran el Nica Act; luego intentó garantizar la entrada en escena de terceros países que le dieran un espaldarazo. Para que se diera esta oportunidad, era necesario conducir al país a un estado de emergencia; sin una condición de guerra civil, ningún país extranjero o institución internacional se hubiera movido.

Para activar la emergencia, los golpistas han usado a un partidito, el MRS, que desde que nació se ha presentado en coaliciones electorales con la extrema derecha, pero que en el mundo se hace pasar por un partido de izquierda (obviamente, donde los izquierdistas se dejan engañar). El MRS es el Estado Mayor de las tropas del rencor, que dirige a las maras y al lumpen encargado del terror a cambio de dólares. No pudo secuestrar al FSLN en 1994 y ahora intenta secuestrar a todo el país.

Pero el intento de desencadenar una guerra civil no les ha funcionado: el presidente Ortega, que podría haber ordenado la defensa del país y la integridad de los sandinistas, ha preferido mantener al FSLN y a las fuerzas de seguridad con mano firme en defensa de la paz. Por el momento, por lo tanto, no hay guerra civil sino solo vandalismo, que se relaciona con la delincuencia y no con la política.

La ecuación entre la derecha y la violencia toma cuerpo, se vuelve sentido común y ni siquiera la otra gran manipulación que ve a todos los muertos dignos del mismo dolor, funcionará durante mucho tiempo, porque entre las víctimas y los victimarios no hay confusión posible.

Tendrán que volver a la mesa de negociación debilitados, con una derecha sin respaldo y una Iglesia que ha perdido su prestigio como mediador poniéndose a la cabeza de la derecha, por lo cual ha sido regañada por el papa Francisco.

La negociación deberá ser más creíble que la anterior, aunque el objetivo de ambos siempre haya sido la expulsión del sandinismo del Gobierno, y no habrá, en apariencia, novedades. En la negociación anterior se exigió la renuncia de Daniel Ortega como condición para hablar, a medio camino entre la amenaza y la promesa hecha sin el más mínimo sentido del ridículo, ni de las proporciones de la correlación de fuerzas.

¿Qué quiere decir pedirle a Daniel Ortega, elegido por abrumadora mayoría absoluta, que abandone el Gobierno? Pedirle a Daniel Ortega que se aparte es como pedirle a Nicaragua que expulse al sandinismo de su perspectiva política, aún cuando este representa la opción mayoritaria del país.

Daniel Ortega, además de líder, es cuerpo y alma de los sandinistas, es su memoria histórica y perspectiva política: en él se reconoce su electorado, en él se ven reflejados cientos de miles de nicaragüenses que lo eligieron primero presidente, luego líder de la oposición, luego otra vez presidente. ¿Y frente a quién y a qué tendría que rendirse el FSLN, que en su historia jamás se ha rendido frente a enemigos mucho más fuertes?

Daniel y el FSLN permanecerán en su lugar. Solo entonces se podrá compartir una agenda de reformas que ponga sobre el tapete un nuevo sistema de reglas que todos tendrán que aceptar, sin olvidar que cualquier cambio a la Constitución solo puede hacerse con el voto del Parlamento. Así que con este Parlamento o con el que resultará electo en los próximos comicios, cuyo plazo previsto (2021) sin duda será objeto de discusión, ya que la derecha buscará aprovechar el impacto de estas protestas.

Se llegará tal vez antes del plazo natural, pero ciertamente no se votará de inmediato. Y allí se verá el límite de una derecha ya dividida, sin liderazgo ni aliento político que se mantiene unida solo por el odio visceral contra Daniel Ortega y los sandinistas, pero el odio no es un programa político y aunque haya vuelto a descubrir su dimensión en las masas y haya probado el uso de la plaza, no es capaz de construir una propuesta de política victoriosa.

Su sueño es repetir lo que sucedió en 1990, cuando 14 partidos se unieron contra el FSLN y ganaron las elecciones. Pero el contexto es muy distinto. En 1990 el pueblo votó con la pistola en la sien; ya no será así. La Nicaragua actual, a diferencia de 1990, no viene de una guerra con 50,000 víctimas y un embargo que mata al país. No existe la pesadilla del servicio militar obligatorio para sus hijos, no hay guerra en las fronteras, no faltan alimentos ni productos de primera necesidad; abundan los nacimientos, no los funerales.

A las próximas elecciones la derecha llegará con la responsabilidad del golpe fallido y con la ola nihilista, con el veneno esparcido por el aire y los cadáveres por la tierra. El FSLN traerá consigo el sentido de la responsabilidad nacional, el mayor programa de modernización en la historia del país y su ascenso a un modelo de desarrollo equitativo para toda la región centroamericana.

De lo que la derecha no puede jactarse, ya que está todavía vivo el recuerdo de los dramáticos 16 años de gobiernos neoliberales, que llevaron al colapso a Nicaragua hasta hacerla alcanzar los niveles de pobreza de Haití.

Una nueva fase ha comenzado en Nicaragua: se ha reanudado la lucha de clase, política, ideológica y programática. Tendrá lugar la recuperación de la función del FSLN, que en ausencia (hasta ahora) de una oposición importante se había centrado demasiado en la actividad gubernamental y la construcción de las victorias electorales a expensas de la lucha política e ideológica, que ahora se vuelve a abordar. Para poner a todos en su lugar: los estadistas al frente del Estado, los terratenientes a sus fincas y los payasos al circo de los “ex”.

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